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Cuando Caronte, el inmortal, remó hacia la orilla del Alqueronte no imaginó lo que iba a presenciar.

En su larga y eterna vida jamás había logrado entender el mundo de los mortales. Para él no existían días, ni noches, ni meses, ni años, ni siglos. La ilusión del tiempo era tan poco significante para él, que era capaz de olvidar, en ocasiones, su propia identidad.

Bastaba con remar a la orilla y examinar el número – cada vez mayor – de almas que allí se encontraban, cobrar el óvolo correspondiente, y empezar el último viaje, el largo y pervertido pase hacia las puertas negras y eternas del inframundo. Recorrería el río de las aflicciones, o tal vez el Estigia, el vasto río del odio, lleno de las almas perdidas, condenadas a vagar por sus acciones, sin poder llegar jamás al fétido Hades, hogar de la muerte, la oscuridad y el olvido.

El oficio había proporcionado a Caronte de una notable sabiduría. Egoísmo, guerras, destrucción y muerte; ésas solían ser la referencias del perdido y viciado mundo de los vivos, los mortales, que eran incapaces de sobrevivir en conjunto. Cada cierto tiempo llegaban a las orillas del río un centenar de almas, producto de algún conflicto en el que los mortales, los imperfectos y débiles mortales habían perecido en cuerpo material. Era su trabajo guiarlas a través de uno de los cinco ríos del infierno, o vigilar su estancia atormentada durante los cien años que debían vagar en caso de no cumplir con el tributo.

Pero esta vez, la orilla estaba vacía, completamente vacía. Caronte regresaba de un viaje que había compartido con un único hombre. Un hombre extremadamente viejo, de cara arrugada y maltratada. Este hombre, a diferencia de numerosas almas que vagaban por el río, era sumamente silencioso. Sus ojos reflejaban el deseo y una felicidad inexplicable. Este hombre no habló. No hizo preguntas. Simplemente se dejó llevar, sin siquiera mirar a las aguas profundas y fétidas del olvido infernal. Tampoco pronunció palabra alguna al desembarcar en el Tártaro, el mundo de las tinieblas.

Caronte pudo verlo, con sus eternos ojos, cansados y pesados, mientras se adentraba en la oscuridad infinita hacia las tierras del la muerte y el olvido. Caronte desembarcó en la orilla y bajó del bote. Se detuvo y miró hacia donde, infinitas veces había visto el cúmulo de almas desesperadas que venían en busca de refugio. Caronte sonrió, por primera vez en eternos años, flexionó los antiguos músculos de su cara, por primera vez desde que las deidades superiores lo condenaran al oficio. Se sentó en la barca y sintió la sensación casi olvidada del descanso. Sabía que el hombre que acabada de cruzar el río de la pena, el hombre silencioso y extremadamente viejo, el hombre que tal vez era el sobreviviente de una vasta y eterna guerra, era el último hombre muerto.


Nota: Tal vez muchos lectores noten que la historia es en su totalidad, casi idéntica al relato “Caronte” de Lord Dunsany. Debo decir, que aunque parezca increíble, es mera casualidad. Se me ocurrió la idea, y al investigar en la web sobre el personaje, me encontré con el relato del ya citado autor. Decidí entonces publicar el relato (aunque parezca paráfrasis) y de esa manera rendir tributo al relato que menciono.

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