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Todos los hombres matan lo que aman, que lo oiga todo el mundo, unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra zalamera; el cobarde con un beso, ¡el valiente con una espada! Unos matan su amor cuando son jóvenes, y otros cuando son viejos; unos lo ahogan con manos de lujuria, otros con manos de oro; el más piadoso usa un cuchillo, pues así el muerto se enfría antes. Unos aman muy poco, otros demasiado, algunos venden, y otros compran; unos dan muerte con muchas lágrimas y otros sin un suspiro: pero aunque todos los hombres matan lo que aman, no todos deben morir por ello. 

Oscar Wilde

Los pies del reo bailaban en el aire, mientras un último cálido aliento de vida emanaba de su cuerpo.

El verdugo contemplaba el espectáculo, sin morbo, sin placer, sin miedo o desesperación. Sus ojos estaban tan indiferentes como su actitud hacia el cuerpo que se suspendía, sin vida, en el aire sobre el patíbulo.

Uno a uno, los reos de máxima seguridad y condenados a morir, esperaban con miedo y desesperación el momento en el que tendrían que contar los pasos junto al guardia hacia el salón de ejecuciones, donde los esperaría el verdugo, y donde por última vez sentirían en sus pulmones el aire cálido que los mantenía vivos.

El verdugo, anónimo para la mayoría, estaría vestido con su usual traje, ocultando su cara, preparado para dar muerte al condenado. Sus ojos, vacíos ante el acto, habían presenciado un centenar de muertes. Era para él un acto sin importancia considerable.

El cuerpo sin vida del condenado fue cuidadosamente desplazado del nudo de la horca por el verdugo. Él mismo se ocuparía de limpiar el cuerpo, y darle sepultura en una de las fosas comunes que se encontraban en la cárcel de la ciudad. En el fondo, alejado de las celdas de los condenados, en una necrópolis sin nombre, sin lugar y sin reconocimiento alguno.

Su cuerpo jamás sería hallado, pues se mezclaría con tantos otros, putrefactos y llenos de cal, anónimos, sin diferencia y sin ninguna esperanza de ser recordados.

Se podía respirar la culpa y el desasosiego en las celdas de cada uno de los condenados, donde arrepentidos esperaban pacientemente su turno. Celdas grises y sucias, en condiciones poco humanas donde convivían hombres que habían realizado actos sumamente violentos y enfermizos, sin alma y sin compasión.

Esta vez, el reo gritaba de dolor. Suplicaba al verdugo, de oídos sordos, que le perdonara la vida. Se degradaba a sí mismo, reclamando hacer lo que fuese para continuar respirando. Su rostro, sudado, estaba invadido por el miedo mientras el verdugo, como muchas veces lo había hecho, lo ataba para darle muerte en la horca.

Reinaba un silencio absoluto en la estancia. No se percibía ninguna corriente de aire. Podía sentirse el miedo craso en cada una de las miradas en la fila de reos.

El verdugo esperó la señal de su superior. Pidió al futuro cadáver mencionar sus últimas palabras, sin respuesta alguna. El usual pasaje bíblico fue leído, lentamente, sin remordimientos, sin miedos, sin vergüenza. Cada palabra del versículo resonaba en la estancia. La voz seca, desgraciada y fuerte del sacerdote fue silenciada. Había llegado el momento.

El sonido de la soga anunció lo que sucedería. Algunos reos ocultaban sus rostros con sus manos. Otros lloraban, sin saber que emoción sentir, salvo el miedo.

Cuando el verdugo retiró el cuerpo, el último vestigio de esperanza había desaparecido del patíbulo.

Fue en ese momento, cuando la figura imponente del verdugo cayó sobre la superficie de la estancia. Sus rodillas flaquearon y se escuchó un estruendoso ruido seco y áspero cuando los casi 90 kilos de su anatomía chocaron contra el suelo. Todos miraron su figura pero nadie se movió de su posición.

El cuerpo del verdugo empezó a temblar, sus ojos abiertos estaban inyectados en sangre y una fuerza invisible le impedía levantarse. Todos observaban el espectáculo, incrédulos.

El verdugo intentó moverse, pero el ataque tónico-clónico que experimentaba le impedía siquiera intentarlo. Intentó cerrar los ojos y abalanzarse sobre la inconsciencia, en vano. Sintió como una fuerte corriente eléctrica le invadía desde los pies hasta las sienes. El dolor que le causaba cada respiro era indescriptible.

La estancia donde se hallaba empezó a cambiar y a distorsionarse. El vacío de sonido donde se hallaba empezó de pronto a llenarse. Sintió en sus pulmones un aire frío y gélido y un olor verde extrañamente familiar.

Sus ojos divisaron un paisaje. Una casa de madera, casi deshecha sobre una colina. Vio a niños jugando y una mujer de aspecto gastado y anciano sentada en una silla en la entrada. Intentó llevar sus manos a su cuerpo, intentó cegar la visión de su pasado, pero el dolor psicológico pronto empezó a dominar al físico.

Poco a poco el verdugo fue perdiendo consciencia de lo que veía, no podía distinguir lo real de lo imaginario.

Escuchó a lo lejos nuevamente la voz seca y fría del sacerdote, recitando el texto que tantas veces había escuchado. La voz de los niños riendo – su voz –  se mezclaba con la del sacerdote produciendo un efecto terriblemente perturbador en sus oídos.

Una mujer, desnuda, increíblemente delgada apareció ante si. Sus hombros y cara reflejaban cierta masculinidad, tosca y delicada a la vez. Sus pies descalzos estaban sobre una superficie oscura y brillante. Su figura blanca, casi albina se imponía ante sí inmóvil. Una figura andrógina, hermosa y al mismo tiempo amenazadora.

Sus ojos, grises lo miraban fijamente, sin expresión alguna. Su mirada solamente incrementaba la culpa en su alma. Lo juzgaba, y lo invadía de miedo. Vio en esos ojos grises la mirada indiferente de sus propios ojos en cada ejecución que había realizado.

Su visión se oscureció y el dolor se aumentó una vez más, si era posible. No existía átomo de su cuerpo que estuviese en paz. Poco a poco su cuerpo empezó a desaparecer y comprendió que estaba trascendiendo a otro nivel espiritual, donde el dolor va más allá de lo físico y mental. Sintió miles de manos frías sobre su cuerpo casi extinto.

Comprendió que el dolor que sentía no era más que un eco. La tristeza infinita que invadía su mente y el dolor punzante en toda su anatomía era producto de sus actos, una reverberación de su indiferencia sobre las manos que casi a diario dejaban sin vida a un condenado. Pues, hay quien dice que un hombre que vive más de una vida, merece morir más de una muerte.

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