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El viejo tenía 65 años y 12 de senectud. Había estado en el mismo lugar por lo menos 40 años. Una casa vieja y azul, que él mismo había construido. Su mujer, muerta ya hacía algunos años por un infarto al corazón le hacía falta como nada. Su vida solitaria sólo era ornamentada por la presencia casual de sus hijos, que, como en toda familia antigua era bastante amplia. 11 hijos, de los cuales 2 habían muerto hacía algunos años. Uno de ellos bastante querido por todos y el otro, corría con la suerte de no ser extrañado.

Su vida ahora se reducía a una monotonía diaria, un estándar limitado por su humanidad y su cuerpo. Su mente, no tan ágil como antes, le hacía jugadas de vez en cuando, olvidando, recordando, e inclusive distorsionando o confundiendo pensamientos de historias ya olvidadas que formaban parte de su orgullo vital.

Una taza de avena en la mañana, en su silla favorita de la mesa y un día de pensamientos y soledad en una silla azul que se la hacía bastante cómoda. Una taza de café y tal vez el sonido de su emisora favorita en la radio de frecuencia AM lo acompañarían durante el día.

En la tarde, solía sentarse en la acera de la casa, a observar y vivir las miradas y contrastes de las personas que pasaban por el barrio; mujeres, niños, ancianos, parejas y una brisa, que si bien no estaba personificada, era un elemento natural que lo hacía sentir vivo. Sobre su piel dura y vieja como la piedra rozaba el aire incorpóreo que lo revitalizaba. Un aire que con solemnidad pueril regeneraba sus pensamientos y lo hacía sumamente feliz. Allí solía abalanzarse sobre la incosciencia, con indiferencia al mundo, a la vida, sabiendo que, algún día sería parte de ese estado incorpóreo, esa brisa vital que esparcía la fragancia de los recuerdos.

Tenía una relación bastante íntima con la brisa. Al pasar los años, su cuerpo, ya bastante cansado, le costaba sostenerse. Al principio usó las paredes como soporte, pero al final, la brisa y él se sincronizaban de tal forma, que se sentía impulsado y hasta sostenido por ella.

El viejo no vivía sólo; con él convivían algunos de sus nietos más jóvenes, que hacían uso de la casa para sus estudios universitarios. Para ellos, el viejo simplemente no existía, lo ignoraban como si el mismo formase parte del paisaje, como un elemento físico más de alguna habitación. La señora que llegaba de lunes a viernes de 8 a 6 se hacía cargo de las necesidades del viejo.

A pesar de su avanzada edad y su sobrevivencia a varias enfermedades, el viejo se rehusaba a usar un bastón o andadera. Era un hombre de raza fuerte, que había trabajado duro toda su vida, y a pesar de los años, su orgullo – y humor – se mantenía firme e inamovible. Conservaba un pesado reloj de plata en su muñeca, del que le gustaba alardear y mostrar, y en los escasos momentos en los que podía conversar, solía contar lo que pensaba que eran las mejores hazañas de su vida, de su esposa o de sus hijos.

Solía recordar – y oír – el bullicio de risas y discusiones que, por muchos años invadieron la casa. Algunos de sus hijos, músicos, solían tocar y encender un momento de relajación y vehemente jovialidad. El viejo, aún con picardía y jocosidad bailaba haciendo reír a más de uno. Estos sonidos se mezclaban con el aire, contrastando de manera intensa con la soledad y con la casual y escasa compañía que ahora existía en la casa.

Un viernes el viejo desapareció. Los nietos, ocupados en sus labores académicas y laborales no lo notaron. “Es posible que esté durmiendo, siempre está algo cansado por su edad”, pensaron ambos y sin más, se dedicaron a vivir su vida sin tomar en cuenta la ausencia – que siempre para ellos era así – de su existencia.

Pasaron dos días y el domingo llegaron los jóvenes a la casa. Cansados y dispuestos a tomar una siesta. Pero la casa no era la misma. Una brisa abismal y fría los impactó al abrir la puerta. Una brisa poco común, pues la casa había estado cerrada y además vivían en una zona bastante calurosa. La brisa no se detenía y de ella empezó a brotar un sonido agrio, sombrío y solemne. Varias notas, retardadas y lentas empezaban a vagar en el aire, como ondas en el vacío.

Y fue allí donde sintieron el olor.

Un hedor fuerte, impregnó la estancia. Parecía venir de la corriente de aire fría que aún no se detenía. Una brisa, que luchaba por salir de la casa, como escapando de la realidad. Pensaron lo peor, y se dirigieron hacia el cuarto final, luego del pasillo trasero. Luchando contra la corriente fría lograron llegar a la puerta del cuarto del viejo. Tocaron varias veces, sin respuesta alguna. Uno de ellos logró golpear la cerradura y darle varios empujones a la puerta, que se abalanzó hacia adelante.

Al abrirse la puerta, la música cesó, la brisa escapó completamente de la habitación y el hedor a muerte y putrefacción se intensificó fuertemente.

La habitación estaba oscura y los jóvenes dieron los primeros pasos hacia la estancia. La fetidez era insoportable y un frío invernal invadió sus cuerpos.

Allí estaba, con una felicidad en el rostro, completamente desnudo, con moscas y gusanos a medio trabajo de necrofagia sobre su cuerpo. Desvaneciéndose, como si el aire lo extrajera de la realidad y lo incluyera en el vacío, yacía el cadáver del viejo.


Al parecer, estos hechos – el aire y la música – no fueron los únicos irracionales del asunto, pues, por varias horas, mientras se esparcía la noticia y se realizaban las acciones necesarias para sepultar el cuerpo, se escuchó a lo lejos, el ruido apagado, agudo y vibrante del llanto de un bebé.

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