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Carlos Castro Saavedra
Poeta y Escritor
El escultor José Horacio Betancur ya empieza a convertirse en una piedra, a incorporarse a las rocas que el tiempo va amenazando bajo la tierra. Los que lo conocimos, lo admiramos y lo quisimos de verdad, desde el momento en que decidió marcharse para siempre, sentimos viva su muerte, sentimos tibia su frente helada, sentimos que no estaba quieto bajo el polvo (con las manos cruzadas sobre el pecho) sino en plena actividad, desgarrando el misterio, golpeando las raíces para darles forma de serpiente, exigiéndole a la tumba un espacio más grande y alimentando los minerales con su propia sustancia desatada. Fue tan vital José Horacio, tan intrépido, tan ardiente, que a uno le cuesta dificultad aceptar que está en reposo y que sus herramientas de trabajo esperan en vano su regreso.
José Horacio Betancur vivió a prisa y caudalosamente, como si hubiera sabido, desde la cuna, que contaba con poco tiempo para realizar sus proyectos, para hacer su vida, para dejar en la madera y en el barro, en el hierro y el bronce, una huella profunda, casi una dentellada clamorosa. Trabajaba con furia, con amor y las copas que salían de sus manos eran gigantescas, lo mismo que sus figuras mitológicas y sus hogueras revolucionarias. Como ninguno otro de sus compañeros de generación reflejó a su país en formación, a su país de tentativas y derrotas, a su Colombia infantil y dramática, llena de posibilidades y a la vez de caminos cerrados. El mismo, José Horacio, fue un niño tormentoso. Víctima de su propio temperamento, espejo de una patria en desorden, que poco o nada ha hecho por sus artistas y sus valores espirituales.
Aunque no cayó en una emboscada tendida por la violencia que hemos padecido todos en los últimos años, en una u otra forma, José Horacio fue alcanzado por el infortunio nacional. La tempestad sopló sobre su cara y apagó el fuego de sus ojos. La tempestad que no ha acabado de pasar y de herir cedros y escultores. El sentimiento de desintegración que a menudo nos asalta y nos acongoja a unos y a otros, fue el que se apoderó de José Horacio en los últimos meses de su vida, aunque él no se hubiera dado exacta cuenta de ello, y lo fue doblando y haciéndole perder el equilibrio, en una especie de batalla final, de batalla consigo mismo y su sentido dramático de la vida.
No perteneció a fracciones políticas de ninguna índole, pero fue fiel a su barro humano, a la arcilla popular de que estaba hecho. No se dejó atar por los convencionalismos y los halagos cortesanos, no labró sus piedras con timidez, para no estropear la siesta de los reyes, ni compartió las injusticias de los injustos ni las debilidades de los débiles. Su rebeldía se manifestó en todos sus actos. Aun en aquellos que parecen estar condenados a los desenlaces anodinos por la cotidianidad y la costumbre. La suya fue una personalidad combativa, valiente, indomeñable, pero en su corazón había espacio para la ternura, la amistad y los pájaros que se fatigan de volar y buscan un refugio en el pecho del hombre.
José Horacio fue hijo de las montañas, hermano de los ríos y partidario de los bosques y de los animales que los habitan. Fue elemental, fue tierra que esculpía, tierra que empuñaba un cincel y lo golpeaba volcánicamente. Me parece que estoy viéndolo en su taller, con su cara vidriada por el sudor, con su pelo desbordado sobre la frente, con su clamor y sus músculos crecidos, como si estuviera tallándose a sí mismo, dándose forma de escultura viva y monumento palpitante. Le sobró fuerza. Le faltó un poco de sobriedad, de medida y de ritmo, porque lo cierto es que el solo vigor no produce la conquista del mundo artístico, pero su desbordamiento no siempre se quedó en mitad del camino. Dejó obras hermosas, verdaderos testimonios de su pasión y su tormenta, que conmueven y reconcilian con la belleza y con la vida.
Con la muerte de José Horacio Betancur, acaecida hace ya varios años, murió un poco mi generación. Cuando partió él, sentimos todos sus compañeros un vacío en el alma, un vacío que seguimos sintiendo, y que no logramos llenar, ni siquiera en parte, con nuestra devoción a su memoria. La vida de José Horacio era también la nuestra, se confundía con nuestra sangre y compartía con ella su salud, sus sueños y su calor humano. Mañana será piedra, peñasco, cordillera – en forma ya definitiva – y los escultores del futuro sacarán de su pecho un mundo nuevo y limpio.