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Ana Cristina Restrepo Jimeenez
Periodista Cultural
Medellín, marzo de 2010

¿Cómo explicar el verdadero origen del escándalo que desató la obra de José Horacio Betancur a mediados del siglo XX?

En los siglos posteriores al arribo abrupto de las tres carabelas a las Indias Occidentales, algunos grabadistas europeos representaron el Nuevo Continente con la figura de una mujer.

El flamenco Jan van der Straet convirtió la tierra descubierta en una guerrera, de rasgos europeos, desnuda y altiva, rodeada con los elementos característicos del héroe épico: arco, carcaj y un armadillo gigante, como ‘cabalgadura’.

América. Hermosa y aguerrida. Indómita e inconquistable.

Y si bajo la piel femenina el europeo buscó inmortalizar las virtudes y vicios con que el nuevo territorio enfrentaba al conquistador; siglos después, con su obra escultórica, José Horacio Betancur invirtió la función simbólica de los elementos, para exaltar en la figura de la mujer colombiana las bondades y agresiones de la tierra.

Sus hembras integran un bestiario que supera a la resurrección del mito fundacional de una raza autóctona, y el realce del imaginario popular. Ellas son en sí un reto a su propio género –entonces, en un incipiente proceso de ebullición social-: la mujer como ser poderoso, pródigo y no domesticable.

Los tiempos de José Horacio

¿Es broma la anécdota sobre un Alcalde de Medellín que sugirió ponerle un poncho a la Venus de Milo?

Cuando Laureano Gómez fue canciller de la República, en 1948, dirigió las obras para la X Conferencia Panamericana en Bogotá. El evento recibió a sus visitantes con la exhibición de gigantescos desnudos femeninos, en la glorieta del aeródromo capitalino, lo cual generó gran escándalo.

La ley 28 de 1932, había reconocido “igualdad en el campo de los derechos civiles” para la mujer colombiana. En 1945, una reforma a la Carta Fundamental, determinó sus derechos como ciudadano. Y a partir de 1954, tuvo el derecho a elegir y ser elegida.

En ese ambiente surgió la Liga de la Decencia, de la cual hacían parte, según la prensa, “costureras y otras damas de colleras hasta los tobillos”.
En la Colombia de mediados del siglo XX, la de José Horacio; escuela, familia e Iglesia se encargaban de que las mujeres no conocieran ni buscaran nuevas posibilidades. El recato obedecía más a la domesticación, que a la convicción.

Por su parte, el hombre colombiano, cuando no era cómplice abierto de la situación, metía la cabeza en la tierra para delegar en la mujer las situaciones de censura pública (en especial, si estaba implícito el riesgo hacer el ridículo).

Los medios impresos, bajo el poder masculino, y cobijados por un remedo de libertad de expresión y defensa del arte, eran condescendientes con la burla a la mujer.

Pocos hombres firmaban en las juntas de veto. Parecía muy conveniente dejar en las mujeres el papel de censoras de sí mismas –de su cuerpo, de su expresividad, de su libertad en el mundo-, y tener a los machistas medios de comunicación colombianos, como la fuente perfecta para el lavado de manos de Poncio Pilatos.

Las mujeres, si conservadoras: histéricas; si liberales: libertinas. Los hombres, conservadores o con antifaz de liberales: inocentes observadores. Tal era la hipocresía del discurso público en Colombia, que no le fue ajeno al arte.

Las criticadas estatuas permanecieron expuestas en el aeródromo, repitiendo la vieja historia de La Rebeca, de Roberto Henao Buriticá, una hermosa e inexpresiva obra neoclásica: el primer desnudo exhibido al público en Colombia.

Entre tanto, en la parroquia de José Horacio, a través del Decreto 517, año 1950, el Municipio de Medellín declaró al Barrio Antioquia como Zona de Tolerancia, y prohibió a las damas el uso de prendas impúdicas…

Transgresiones en la vía pública

José Horacio Betancur sólo había estudiado hasta quinto año de primaria en el Colegio de los Hermanos Cristianos donde, con una navaja, solía labrar mangos de caucheras con forma de mujer.

En la calle 57, del barrio Buenos Aires, el escultor tenía una marquetería en su humilde casa, poblada de esculturas en mármol, madera y cemento armado. Con su palabra y obra, Betancur manifestó estar convencido del carácter de patrimonio universal del arte. Y no dudó en donar algunos de sus trabajos, aunque las autoridades los rechazaran con argumentos moralistas (como la minera con los senos descubiertos, que nunca habitó el Bosque de la Independencia).

José Horacio Betancur exhibió en varias vitrinas de la ciudad dos obras escultóricas, talladas en madera: Plenitud y Deseo.

El 26 de noviembre 1947, el propietario de la Sastrería Emperatriz, recibió una carta en la cual le solicitaban retirar de su vitrina la “figura impúdica” de Deseo.

La nota dice: “Nos llama la atención y nos mueve a encendida protesta que se expongan en lugar tan transitado motivos ornamentales que constituyen en grave atentado contra el pudor y ponen una nota de desabrido paganismo en una ciudad que se precia de culta y cristiana”.

“Los niños reclaman protección a su inocencia y las damas exigimos respeto a nuestra dignidad y virtud”. Y concluye: “Símbolos que contradicen la tradición religiosa y cristiana espiritualidad que hacen gala nuestro pueblo no pueden permanecer en lugar tan frecuentado sin grave detrimento de los que consienten tal inmoralidad”.

La misiva es firmada por las socias de la Junta de la Juventud Católica Femenina: Olga Álvarez A, Margarita Echeverri G., María Mejía E., Luisa Toro, Margarita Uribe, Ana Londoño, Albertina Botero B. y María H. Pérez.

Sin aspavientos, don Estanislao Sanín, propietario de la sastrería, mantuvo las obras exhibidas; mientras que el veto era rechazado por medios de comunicación, como El Colombiano y El Tiempo.

Belisario Betancur, bajo el pseudónimo de Bélico, defendía a Plenitud: “El cuerpo egregio y fresco, en el milagro de la plenitud humana, en el esplendor de su mágica belleza”.

Y en una columna, posterior, afirmó: “Alrededor de la obra escultórica de José Horacio Betancur se siguen tejiendo alaridos y delirios de distinguidas damitas de la ciudad que creen herido su pudor… puedo anticipar que sigo creyendo en la serenidad esas obras, en su gesto de plácida dulzura, en su clásica estructura… El chistecito, del cual doy parte a las señoritas ofendidas por las esculturas de Betancur lo mismo que a las damas antioqueñas, dice: ‘Baja la carne en Medellín y sube la leche. El feminismo impera’ ”.

Es evidente un impulso de apoyo al arte… a través de una desafortunada ridiculización, innecesaria, de la mujer.

El caparazón del conservador, del machista, es imposible de superar.

Lo que José Horacio no quiso ser

En 1953, el espíritu abierto de José Horacio lo llevó a exponer al aire libre. Con veintisiete alumnos, sacó las esculturas de la Casa de la Cultura ante las miradas de los transeúntes de la Plazuela Nutibara.

La Iglesia Católica tenía, a la par con los altares, diversos cauces en el Valle de Aburrá: las Damas de la Acción Católica, la Liga de la Decencia, la Junta de Censura de Cine del Departamento y la Nueva Junta Especial, destinada a opinar sobre las formas modernas del arte.

Cómplice de la naturaleza infranqueable de la Cordillera Occidental, la Iglesia buscaba que el Valle de Aburrá fuera un lugar sin visión periférica, sin salida al mundo, al arte y las ideas.

Gracias a su influencia, la policía retiró réplicas litográficas de desnudos renacentistas de las vitrinas de un almacén, y se colocaron cortinas sobre un mural de Pedro Nel Gómez, en el Palacio Municipal.

La Liga de la Decencia, que la emprendió lanza en ristre contra las piernas de la cantante francesa Danielle Lamar, vetó el canto de la romanza a San Antonio en la zarzuela Luisa Fernanda: era un irrespeto considerar “casamentero” a un mártir católico.

La Nueva Junta Especial fue la encargada de cubrir los senos y la cadera de una obra de Betancur, la Madremonte.

En su aproximación artística al cuerpo femenino, José Horacio tomó una decisión definitiva: lo que no quería ser. Por eso sus mujeres, reales y míticas, presentan una fisionomía alejada de la frágil perfección del canon europeo.
El énfasis en la textura de la piel, con poros abiertos y sinuosidades, guarda armonía con el relieve de las montañas del valle andino que el escultor jamás abandonó en su vida.

Estas mujeres, monumentales, de ojos inmensos, no interpelan al espectador sino que buscan un horizonte propio.

La versión que Betancur hace de La Madremonte (1953) es, en primera instancia, un cuestionamiento a la imaginería de la religión católica: una mujer, no reina, cuya abundancia y prodigalidad desdicen de su virginidad; y que no aplasta con los pies a las víboras del pecado, por el contrario, yace con ellas.

Su cuerpo guarda una relación orgánica con la Colombia selvática que anida en los mitos fundacionales de nuestras tribus: un felino se incorpora en su vientre, tiene una guagua en la espalda, un mono en la cintura y una rana inmensa (símbolo nativo de fertilidad) a sus pies.

Por presión de la Nueva Junta Especial, la obra recuperó el pudor: el artista debió cubrir con una orquídea los senos de la Madremonte, y anular la tentación de sus caderas, con un par de aves. No obstante, la bestia legendaria, de orejas puntiagudas, colmillos prominentes, garras y cabellera selvática, triunfó en su propósito de exponer la intimidad de una mujer, cuya fuerza pareciera radicar en la maternidad (¿acaso madre de todos los miedos?), desvelada por el cincel del escultor en una alegoría a la Madre Tierra.

En sus escritos en El Colombiano, Margarita Gómez de Álvarez llama a la Madremonte “sinfonía de la selva”, por el “silbido de las serpientes y croar de las ranas y las voces de los animales… unido todo esto al concierto formado por las cascadas de agua y el sonido del viento al mover las hojas de los árboles”. En la actualidad, la obra está exhibida en el Jardín Botánico de Medellín.

La Bachué habría de recorrer un camino similar, con un agravante: José Horacio se negó al recato de la madre de los Muiscas.

El presbítero Fernando Gómez, director del programa radial La Hora Católica, presionó para el retiro de La Bachué de la Plazuela Nutibara. Sus prédicas llevaron al Secretario de Gobierno, Emilio Vélez Morales, a amenazar a Betancur con el pago de una multa de $20 diarios si no quitaba su obra.

Finalmente, el alcalde, Darío Londoño Villa, y el gobernador, Pioquinto Rengifo, le dieron el adiós a la escultura. En 1954, La Bachué fue trasladada al cuartel del Cuerpo de Bomberos. Y luego fue a dar al Club de Profesionales.

Hoy, la poderosa figura, y su crío, emerge de las aguas de un conjunto de fuentes luminosas en el Teatro Pablo Tobón Uribe, en Medellín.

Drama legendario

Tras la misteriosa muerte de José Horacio Betancur (1957), el Consejo de Medellín le rindió homenaje y destinó $200.000 para la compra de algunas de sus obras.

Mediante convenio con la familia del artista, la ciudad consiguió doce de sus esculturas, entre ellas La Bachué y el Cacique Nutibara. El municipio obtuvo el título legal de propiedad.

El Cacique Nutibara y La Bachué estaban en manos de doña María Antonieta Pellicer de Vallejo, una distinguida dama mexicana en cuya residencia, el Jardín del Arte, guardaba las mejores obras de Betancur (incluyendo, además El Cristo Flagelado de Los Andes, que hoy está en el cementerio Jardines Montesacro).

Doña María Antonieta planeaba exposiciones, recitales poéticos, obras de teatro de cámara, música, y ciclos de conferencias y cursillos de arte, en su residencia. Allí, la obra monumental de José Horacio estaba abierta al público.
Cuando el Municipio solicitó a la dueña de Jardín del Arte la entrega de las esculturas, ella cedió el Cacique Nutibara pero, “por cuestiones sentimentales”, conservó a La Bachué.

Un alto funcionario trató de convencerla de las razones legales que obligaban al Municipio a recuperar la obra. Ante la negativa de doña María Antonieta, la Personería ordenó allanar su casa y rescatar la obra mediante acción de la fuerza pública. Así lo relató el diario El Colombiano (3 de julio de 1968): “Se hicieron presentes en el Jardín del Arte, el personero delegado Hernán Echeverri Coronado, un oficial de policía, inspector de policía del barrio el América, tres agentes de la policía y tres del departamento de seguridad de control y dos miembros del cuerpo de bomberos que tripulaban una orquesta en la cual había cadenas, lazos, palancas, etc.”.

El inspector de La América ordenó romper la cadena que cerraba la puerta de la casa Vallejo Pellicer. La propietaria del inmueble se trepó en los brazos de la gigantesca escultura que representa la diosa indígena de las aguas, para impedir que se cumpliera la orden judicial de retiro: “(doña María Antonieta) dijo en tono patético: de aquí no se la llevan –relató la prensa local-. Me pueden llevar a mí en pedazos, pero no a ella”.

Los obreros prosiguieron, no obstante estar la señora sobre la escultura. Uno de ellos echó un lazo hacia la parte superior de la obra para asegurarla. “Pero la propietaria de Jardín del Arte atajó la cuerda, formó un nudo con ella y se lo echó al cuello”.

La señora Pellicer fue apartada de la escultura, mientras “apostrofaba a los representantes del Municipio”. Seis horas después, a las dos de la tarde, terminó el traslado de La Bachué.

¿Puro pudor?

En la revista Letras Universitarias, Carlos Palacio Laverde, publicó: “… Podríamos decir que (José Horacio Betancur) es un artista duro, los creadores son duros, escribió Nietzsche; y que carece de cierta femenil delicadeza para tratar las diversas materias de que se sirve para plasmar sus figuras de fuerza epopéyica. Pero esta dureza o brusquedad que siempre nos han achacado a los antioqueños es lo que define, a nuestro modo de ver, la varonía de su arte y la masculina concepción del mismo. Brusquedad, ausencia de mujer…”

No hay tal. La fuerza no es brusquedad. Y la ‘varonía’ (virilidad, me permito corregir) o ‘masculina concepción’ no excluye el reconocimiento de lo femenino.

La obra monumental de José Horacio Betancur tiene una significación universal indiscutible, que destaca la fuerza de la condición femenina, y desata el nudo que tanto le cuesta a las sociedades machistas: fragilidad y feminidad no son sinónimos.

Tal vez el bestiario femenino de José Horacio esté cargado de cuentos que van de boca en boca. O de historia verídica, esculpida con las vísceras. O, tal vez, cargue algo de María, su madre; María Enriqueta, su prima y esposa; Regina, su amante; o su hija, Dara (o Inés de Jesús, su hija menor, jamás la conoció. José Horacio murió antes de que ella naciera).
Las mujeres del miedo, aguerridas y sensuales, reales e imaginarias, de José Horacio, ofendieron el pudor.

No obstante, el pecado no estaba en la desnudez física sino en el poder que el artista le atribuía a la mujer: José Horacio desafió a las damas de mediados del siglo XX a dejar de ser dependientes, a entregar la sumisión, y a retornar a su naturaleza original, agreste y desprendida, de lucha.

Más que el destape, molestó la trasgresión a lo que la sociedad esperaba de las mujeres. Por eso, la creación indigenista, monumental y escandalosa de este artista antioqueño puede ser considerada como abono del movimiento emancipador de la mujer en Colombia.

Florence Thomas, psicóloga y activista de género, dice que “puede haber hombres que se solidaricen con las mujeres, pero no hombres feministas, porque un hombre no puede sentir lo que sentimos las mujeres”.

¿Feminismo o solidaridad?

Por un hombre como José Horacio Betancur, una mujer escribe estas letras.

Y es que la piel de piedra de sus bestias legendarias condenó, para siempre, al miedo.

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