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Christian Padilla
Historiador de Arte e Investigador
Barcelona, Diciembre de 2009

Con la Bachué inició el mundo de los humanos. Esa verdad incontrovertible entre los chibchas debe complementarse con una sentencia más cercana: con la Bachué inició el arte moderno en Colombia. Siempre me interesó ese coincidencial parangón entre historia, tradición y arte para los colombianos, sólo que para el caso del arte, esta vez la diosa primigenia no emergería de una laguna del altiplano boyacense, Bachué era tallada en granito negro en algún taller de París, al otro lado del mundo, donde un chiquinquireño había llegado con las mismas intenciones de muchos de sus compatriotas artistas: llegar a la capital del mundo artístico para aprender de los grandes maestros, conocer las obras de primera mano (ya no por medio de pésimas reproducciones en blanco y negro en libros y revistas), y como último objetivo, buscar ese tesoro perdido que todos les incitaban a encontrar y que no sabían dónde hallar, un tesoro del cual muchos decepcionados prefirieron contenerse para no contaminar su producción: el arte moderno.

En Colombia, y en general en América Latina, se vivía por las mismas épocas de los años veinte una polémica incesante sobre el destino del arte propio. El pensamiento de avanzada, encarnado en los intelectuales (principalmente bogotanos y antioqueños) había condenado casi por consenso el fin del academicismo. México, el país que marcaba la parada, se convertía en el prototipo de lo que se buscaba llegar a ser en términos culturales, y pronto, la influencia del pensamiento humanista de José Vasconcelos y la imaginería de la trinidad mexicana –Orozco, Siqueiros, Rivera- se inyectó amenazante por las venas de la colombianidad, alimentando con sus ideales a aquellos que enunciaban que el arte nuevo debía centrarse en los reales protagonistas de nuestra sociedad: en los campesinos, en los indios, en los obreros y en todas las manifestaciones populares que habían sido marginalizadas por una simpatía con lo foráneo y un desdén por lo vernáculo que aun puede sentirse entre nosotros.

En 1925, el escultor chiquinquireño Rómulo Rozo, parecía encontrar en París esa fórmula que los intelectuales y algunos artistas buscaban. El 11 de febrero de 1926 se publicó en el Suplemento Ilustrado de El Espectador la fotografía de una escultura de Rozo titulada Bachué, diosa generatriz de los chibchas. Entre todos los elogios emitidos por los medios nacionales vale destacar el que de forma más certera intuyó el resultado del escultor.
“Rozo, a orillas del Sena, no nos dará pasajes con visiones invernales, ni boudoirs enriquecidos con esplendidas desnudeces, ni de España nos traerá manolas de pandereta, ni de Italia visiones del Foro. En una y otra parte se irá enriqueciendo su técnica, pero irá buscando su espíritu la interpretación de cierta visión interior que tiene fuerte sabor de terruño, hondas prolongaciones en el pasado”.

La obra de Rozo era una talla de algo más de un metro de altura en la cual se identificaba un desnudo femenino con dos piernas que se convertían en serpientes enrollándose entre sí en la base de la escultura, que para efectos simbólicos representa las ondulaciones del lago de la leyenda. El torso desnudo de la figura mostraba desde el pecho hasta la cabeza una cantidad de ornamentos que podían fácilmente vincularse con la imaginería precolombina, especialmente por el ofrendatario muisca que cubre la cara de la mujer como una máscara con una diadema de nueve caracoles. Sobre su cabeza, los brazos de la diosa alzan al cielo a su hijo. En una misma imagen Rozo había representado dos momentos de la leyenda muisca (el nacimiento de Bachúe y su hijo de las aguas y su posterior desaparición en ellas transformados en serpientes), y había roto con cualquier manifestación anterior de figuración que hubiera podido realizarse nunca jamás. La Bachué había generado la ruptura con arte académico en Colombia y aunque sólo se había visto a partir de fotografías, su incidencia en el ánimo de los artistas jóvenes y en los intelectuales de vanguardia sería contundente. Por primera vez un gran núcleo de artistas colombianos se centraría en la escultura y buscaría abolir los cánones en favor de una búsqueda del volumen monumental que coincidía con el muralismo mexicano: los rasgos del indígena y del mestizo serían exaltados, la anatomía tosca y ruda del hombre popular sería el modelo estético a perseguir, y como Rozo había demostrado, era válido tomar prestados los ingredientes propios para hacer un movimiento singular.

Esas ideas nacionalistas se consolidaron con la defensa retórica de los intelectuales que simpatizaban con ese pensamiento y que a su vez buscaban los mismos efectos para la literatura local, incluso algunos de ellos sentaron las bases teóricas para lo que parecería ser una revolución social. Jorge Eliecer Gaitán, Jorge Zalamea, los hermanos de Greiff, Rafael Maya, Germán Arciniegas entre otros fueron los voceros de ese movimiento intelectual que se hizo conocer como Los Nuevos, un titulo que surgía de una actitud retadora frente a la de sus antecesores, los Centenaristas (estos últimos eran quienes representaban para Los Nuevos lo que los académicos para estos nuevos artistas, una ideología decadente). Otros grupos de intelectuales se dieron a conocer en las década de los veinte y treinta, pero el más recordado es Los Bachués, un grupo literario de vida corta que tomó su nombre inspirado en la obra de Rómulo Rozo y que en algún momento contó con la presencia de artistas que ilustraron sus manifiestos. Los Bachués desaparecieron el mismo año de su aparición, en 1930, pero errores historiográficos propiciados por Luis Alberto Acuña -en defensa de su generación frente a las disputas que en los sesenta libró contra Marta Traba- conllevaron a perpetuar a esta primera generación de artistas modernos bajo ese mismo nombre (Los Bachués), un nombre que no los identifica y que ellos incluso negaron.

Imbuidos por esa corriente nacionalista, los artistas de esta generación contaron principalmente con dos importantes centros de producción y recepción en su obra. En la capital del país escultores como Luis Alberto Acuña, José Domingo Rodríguez, Julio Abril y Miguel Sopó hicieron parte de ese movimiento renovador. Otra presencia que destaco es la del español Ramón Barba, quien llega al país en los años en que estas reflexiones sobre el arte se están debatiendo. En vez de traer arraigado el academicismo europeo que muchos artistas colombianos iban a estudiar, Barba fue permeado por el discurso nacionalista y su papel en esa generación es de gran importancia, no sólo por su legado escultórico como uno de los pioneros del modernismo en Colombia, sino porque en su actividad pedagógica dejó por lo menos dos importantes representantes de la talla en madera: Josefina Albarracín y Hena Rodríguez.

El otro centro cultural del país era Medellín, donde el liderazgo de las artes locales se lo competían entre Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo, ambos reconocidos pintores y muralistas, y amigos personales de Siqueiros, Orozco y Rivera. Pedro Nel desarrolló una escasa producción escultórica, no tan afortunada como su pintura, pero sembró muchos de los planteamientos formales y conceptuales para jóvenes escultores que como Rodrigo Arenas Betancourt y José Horacio Betancur aparecieron mas tarde.

Curiosamente, todos estos artistas realizarían nuevas versiones de La Bachué, indiscutiblemente inspirados por la obra de Rozo. De todas esas representaciones realizadas posteriormente la más imponente y mejor lograda es la que Betancur realizó en 1954, sin embargo, su valor la hace independiente de la de Rozo. Su imponencia no sólo se debe a su formato monumental, sino a la contundencia del volumen y a una interesante composición que no se satura en medio de numerosos elementos agrupados en un mismo bulto. La obra recibió en su momento bastantes comentarios debido a la polémica que despertaron los senos descubiertos de la diosa. La escultura fue censurada e incluso cubierta con improvisados brasieres. A pesar de que otras obras de José Horacio Betancur serían escandalizadas por el mismo tipo de censuras, la Bachué fue la única que el antioqueño se negó a cubrir. Fiel a la representación que concebía, Betancur señalaba que la Bachué no había surgido del agua tapada con brasier, posición que defendió ante la curia y el público conservador paisa.

En su obra también aparece un bebé desnudo que alude al hijo de la diosa y que surge con ella en la laguna. Al igual que en la obra de Rozo, Betancur dispone unos animales en la base de la escultura para referirse a la ascensión de las aguas. También introduce a las serpientes en el conjunto, pero la forma en que están dispuestas no parece tener relación con la simultaneidad que Rozo le otorga a su obra. La forma en que Betancur coloca a las serpientes parece ser una manera de crear dinamismo en la escultura, ya que al situarlas sobre los hombros en una forma simétrica se convierten en dos formas ornamentales que juegan con el águila que se encuentran en la cabeza de la Bachué, mientras ésta las aferra con sus garras. El conjunto formado por la mujer, el águila y las serpientes, convierte el monumento en una imagen simbólica semejante a un escudo. Esta composición es coherente si se tiene en cuenta el interés del escultor antioqueño por levantar monumentos que estén completamente desligados a las efigies comúnmente realizadas para presidentes o intelectuales. Al crear este simbolismo en la imagen de la Bachué, Betancur no sólo se alejó de hacer un trabajo influido por Rozo, sino que además quiso subvertir la intención de la escultura monumental al llevar al gran formato temas más propios de la ideología nacionalista, rescatando las tradiciones de los antepasados aborígenes. Sin embargo, hay que tener en cuenta que Betancur también realizó numerosos encargos oficiales, retratando a los presidentes Ospina y Laureano Gómez en sus respectivos gobiernos. Curiosa filiación si se tiene en cuenta que estos líderes conservadores serían los máximos opositores de las estéticas vanguardistas de los artistas modernos colombianos, además de ser mojigatos censuradores del desnudo.

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