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Rodolfo Pérez González
Músico
Medellín, 25 de noviembre de 2009
Fue a comienzos de la década del cuarenta, cuando llegó José Horacio al barrio Buenos Aires, como un viento huracanado que había de tronar por todos los dormidos rincones de la tranquila barriada. Pese a su juventud, era ya un artista destacado, y él lo sabía. Un verdadero artista era una de esas cosas de las que no teníamos noticia por esos andurriales. Se instaló en una casa de la calle Uribe Ángel, adosada al costado oriental de la iglesia de Buenos Aires o de Nuestra Señora, como la llamaba su dueño y señor feudal, el curita Lope Duque Villegas.
Curiosamente, aunque nadie conocía al nuevo vecino, no pasó mucho tiempo antes de que entráramos en tratos con ese recién llegado. Ramón Vásquez, a quien por esa época no se le había endilgado aún el solemne título de maestro, era Mister Monrra por el anagrama que él mismo se inventó. Mister Monrra, le conocía de las clases de Bellas Artes, donde eran condiscípulos en las lecciones del maestro Eladio Vélez. El taller, que José Horacio llamó Luis XV, fue de lo más original y conocido de los alrededores. Yo vivía al otro lado de la calle, y desde mi ventana de tercer piso, muchas veces escuchaba, en las mañanas del domingo, el vigoroso golpeteo de su mazo de naranjo en el cincel, cuando desbastaba el duro peñasco blanco de lo que sería su Barequera.
Presentado por Ramón llegué hasta José Horacio quien sin muchos formalismos, pronto nos puso un formón en la mano y nos nombró ayudantes suyos. Mi colaboración era aún más modesta: con brocha gorda aplicaba la pátina de una mezcla cerúlea a las piezas de madera terminadas. Era algo así como un embetunador de esculturas.
Con su profundo sentido de maestro sentía la obligación de enseñar siempre. Le hablaba a sus obreros de los grandes creadores del arte, aunque los muy ladinos a veces se aprovechaban de su entusiasmo haciéndole preguntas sobre los grandes maestros, no tanto por su interés en el arte sino más bien para remolonear en los días de resaca. Recuerdo a José Horacio despejando las virutas del banco de carpintero para mostramos la reproducción del relieve de la cabeza de Juan Bautista en la obra de Alonso Cano. Fue José Horacio quien nos habló por primera vez del San Francisco que talló Juan Bautista Mena para la catedral de Toledo y de la Dolorosa para el convento de las Descalzas Reales de Madrid. Nosotros, ignorantes muchachos del barrio oímos hablar por primera vez del escultor de Granada, Pedro de Mena y la escuela de escultura granadina del siglo XVII. Con adjetivos muy expresivos aunque no muy ortodoxos en los tratados de arte, nos explicaba la fuerza inaudita de los maestros de la imaginería española. Eran los mismos que utilizaba en sus clases para un grupo de encogidas pupilas que llegaban con una monja vigilante a recibir sus enseñanzas en el taller. En algunas ocasiones, Aldemar, el carpintero abría la puerta de reja de la jaula en que guardaba unos perros cazadores que cuidaba con tierno cariño en la parte trasera del taller. Los perros, enloquecidos de dicha y ebrios de libertad, recorrían felices el taller a lo ancho y a lo largo. Tronaba la voz de tenor de José Horacio: “!Rica, encerrame los perros que me los van a matar estos hijueputas!” (=nosotros).
Supimos lo que era una talla directa en madera, modalidad escultórica sin posibilidades de error ni corrección. Parodiando al maestro Buonarroti decía con una sonrisa de orgullo y seguridad: “Esto es fácil; sólo hay que quitarle lo que sobra…”
En el Taller Luis XV se marcaban dos tendencias o derroteros: por uno ascendía el maestro en busca de la inmortalidad y por el otro, paralelo, al soporte económico con el que debía asegurar su subsistencia. Lámparas: cuñalibros, marcos y portarretratos se despachaban para los almacenes de comercio del centro de la ciudad. Junto a estos productos adocenados avanzaban esculturas que habrían de engalanar a la ciudad: la Madremonte, El Cacique Nutibara, La Barequera y el monumental Cristo de los Andes.
Así como Juan Pascual de Mena había esculpido la fuente de Neptuno para el Paseo del Prado de Madrid, José Horacio quería hacer su Cacique Nutibara para el de La Playa de Medellín. Desgraciadamente, aquí no era tan corto ni fácil el camino. Era preciso superar la estupidez y la incomprensión de los dirigentes municipales. Aunque el artista tuvo la generosidad de regalar sus esculturas a la ciudad, los concejales no podían encontrar los recursos para hacer el desplazamiento de la escultura hasta el lugar de ubicación; José consiguió el vehículo y lo pagó. Después, los ediles no sabían donde ponerla. Años después llegó otro escultor que sí sabía de finanzas y les sacó millones por sus obras.
José Horacio era de mediana estatura, con una constitución leonina, maciza. Era recio y fornido. Cuando empezaba a tallar El Cristo de los Andes, nunca pensaba en un Cristo que pudiera servir a las devotas beatas de Buenos Aires para alcanzar algún favor del cielo. Cristo era para él un rebelde, un revolucionario de la estirpe de Jorge Eliécer Gaitán. Sin mucho fervor místico, pero sí seducido por su escalofriante imagen de dolor, copió la cabeza del Bautista, de Alonso Cano en un tronco de cedro, Los sábados, después de concluir la jornada, anunciaba el descanso, invitando a varios de sus trabajadores para tomarse unas cervezas y comer sabaletas donde el pícaro Benedo. En sus etílicas euforias se destapaba con algún grito de viva al partido contrario al de la policía, lo que desencadenaba una trifulca que siempre terminaba con dos o tres policías maltrechos y él con las costillas molidas a bolillazos y el ojo derecho (siempre el mismo) tumefacto y amoratado. Después de la batalla, regreso a casa, con la insistente recomendación de que no le contáramos a Rica (su esposa Enriqueta) la verdadera causa de su deterioro.
Creía en América, y el destino del arte americano. Hacía suya la cosmogonía del arte amerindio, con sus mitos, que consideraba como la única historia que nos vinculaba con un pasado que los historiadores oficiales no habían dejado de falsificar. La Madremonte, el Hojarasquín, la Patasola, el Gritón, el Cura sin cabeza, eran los temas que le ocupaban la mente. Pese a su apellido, de lejanas resonancias francesas, se sentía más cercano al Cacique Nutibara a quien inmortalizó en una de sus obras maestras. Creía en la influencia de fuerzas telúricas en los artistas de América. Lastimosamente, muchos de esos motivos de la tradición americana no pudieron alcanzar su realización. Creía en la Antioquia indómita y libre, de arrieros, trovadores y mineros. Detestaba la solemnidad y la hipocresía.
La relación de José Horacio con los críticos fue siempre defectuosa. Ellos, hombres de palabras, (no de palabra) tenían la suficiente labia para envolverlo en sus razonamientos sinuosos. José Horacio se defendía fogosamente y cuando le faltaban las palabras, recurría a los puños, como la vez en que le dio una soberana tunda a un crítico uruguayo que había tratado con infinito desprecio una de sus más elaboradas creaciones. – “Nunca critiqués lo que vos no sos capaz de hacer, lagarto” – fue la frase que le sirvió de rúbrica a la célebre sacudida. “Los artistas hacen, no hablan” era casi un dogma religioso y norma de vida. En esto respondía a la fáustica premisa goethiana de “en el principio fue la acción.”
Aunque nunca tuvo ninguna manifestación de interés por la música, confieso que a nadie debe más mi carrera musical que a sus consejos. Sabía de la cerrada oposición de mi familia por mis intereses artísticos y me decía: “No cedás, seguí tu camino, que la vida del arte se camina solo. La inmortalidad no existe; pero no importa: la única posteridad es la que la propia obra resista viva”.
Porque nuestros vientos fueron en sentidos diferentes, dejé de verlo muchos años antes de su muerte. En la lejanía del tiempo sigo recordando a José Horacio como un hombre providencial, con la íntima sensación de que fue uno de esos personajes ilustres que marcaron mi juventud y cuya presencia artística ha sido imposible reemplazar.