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Alberto Aguirre
Escritor y Abogado

Esta evocación de la persona de JOSE HORACIO BETANCUR no tiene el carácter de un homenaje sino el de una necesidad. Porque la obra de este escultor surge de su vida, está determinada por esta. No se trata entonces de elaborar nostalgias, sino de considerar aquella vida como incidente a esta obra. La comprensión de la obra se elabora desde sí misma y desde aquella circunstancia humana.

Resulta hoy extraña la simbiosis entre vida y obra. Lo habitual es la enajenación del artista con respecto a su obra. Esta se le separa, es producto, es mercancía. Inserta en un proceso social, la obra de arte es objeto ajeno, y enajenado el artista, que cae en un ciego engranaje de producción. La obra no lleva el sello vital del artista. A lo mejor lleva un manierismo, una forma identificable pero desprovista de sustancia.

La obra de JOSE HORACIO BETANCUR responde a su vida, a su manera, a su espíritu. Una y otra se juntan, se alimentan, se corresponden.

No había estudiado en Florencia, ni se había extasiado al pie de los maestros franceses o de los muralistas mexicanos. Era un hombre tosco, de escasa cultura, que había tenido acceso a la vida a través del trabajo (no a través de las letras). Sí, tosco pero con la gran riqueza que brinda ese abordamiento a la vida por el trabajo. La conocía de veras, y por ello mismo conocía de veras a su pueblo.

Cuando lo conoció nuestra generación, tuvimos de entrada un cierto desconcierto ante ese hombre que no era culto (como nosotros), que no era intelectual (como nosotros), que no era refinado ni de amplias lecturas (como creíamos serlo nosotros). Hoy, visto a distancia, cuando uno mismo ha quemado sus vanidades y ha ido al encuentro de sus propias raíces, se descubre que el auténtico intelectual era JOSE HORACIO BETANCUR. Porque tenía el real conocimiento del mundo y de la técnica de su oficio, porque tenía además la radical comprensión del pueblo y estaba poseído de su fuerza. Finalmente, porque tenía una necesidad interior de expresar esa fuerza, esa angustia, esa esperanza y ese gozao de su pueblo. Lo demás, los deliquios de una información cosmopolita, hacen pobre figura frente a la solidez radical de este hombre.

JOSE HORACIO BETANCUR era la fuerza que todos requeríamos, pero de la que huíamos un tanto temerosos. Por eso, en la breve historia de esta generación, es un paradigma.

Y es un paradigma de lo que ha de ser un artista. Si, tosco, porque no era refinado, ni de maneras exquisitas. Tenía esa rudeza imponente que distingue al pueblo. Además, como el pueblo, era tierno e ingenuo. Con esa capacidad de asombro de quien esta poseído por las raíces prístinas de la especie. Dotado de esas virtudes, era capaz de emprender las más audaces aventuras, dentro de su vida y dentro de su obra. No se arredraba ante ningún obstáculo, no estaba trabado por la obsesión estética, vale decir, por la opinión ajena, la de los críticos. Los arrasaba con su vehemencia.

En ese sentido, la cultura no fue una traba en su ejercicio estético. Porque la cultura, que fija y determina, que establece pautas y reglas, se convierte para muchos en lastres inhibitorios. Con esa carga a cuestas, la intuición (impulso creador) se ve domeñada por la técnica. En Betancur, por su rudeza, por su misma tosquedad y su fuerza, el impulso primario de creación se dio íntegramente, y domeñó a la técnica. La puso a su servicio. Realizó la auténtica creación.

Sus obras tienen esa riqueza, esa potencia apabullante: son las obras de un hombre. Al pasarlas de nuevo, se sacude uno ante esa fuerza contenida, ante esa dureza armónica de sus contornos. Es la vibración de la cosa formalmente estática. Reflejan esa fuerza honda, telúrica, elemental. Qué impresión de pujanza. Es como una tensión pronta a dispararse, en el dintel del estallido. Así el mismo Betancur: una explosión contenida.

Todo, porque fué artesano. Su ebanistería era su oficio. Y su orgullo. En ese taller de artesano le conoció nuestra generación. Asombrada ante ese vigor que buen contraste hacía con nuestra engolada condición de intelectuales. Ese mismo impulso, esa misma humildad, los impuso en la creación estética pura. Sin dejar de ser artesano. Quiere decir, en pocas palabras, y gracias a esas raíces, que era de veras artista.

En medio de un profundo amor por el pueblo, Sin lo cual nada puede hacerse perdurable. Y amor por identificación, no por inclinación paternalista desde arriba. Sentía desde dentro, desde la corriente de la propia sangre, y sufría las angustias populares, sabía de sus gozos, de sus esperanzas extremas. Eran su propia vibración.

Caso único, esta múltiple convergencia de factores: la fuerza, la maestría, la rudeza, el amor y el dolor y el conocimiento. Quizá por eso mismo, por esa tremenda dinámica que vivía su espíritu, se quemó tan pronto.

Puede enarbolar JOSE HORACIO BETANCUR, sin vanidades, el título de artista popular. Y su obra es arte popular en toda su extensión. Porque ella recoge el espíritu radical de su nación, en sus mitos, en sus formas, en sus leyendas, en el contacto inmediato con la naturaleza, con los animales, con las fuerzas telúricas. Sus figuras tienen el trazo del pueblo. La Bachué no es una ninfa renacentista, sino una india, una gruesa mujer americana, de faz tosca, de figura imponente.

Auténticamente popular, porque huye del folklorismo tan usado por el artista burgués cuando se mete a imitar el arte popular. Betancur no tenía que buscar al pueblo en la periferia de las formas, porque lo vivía adentro en su espíritu. Y qué dignidad la de sus obras, dentro de esa rudeza popular. Se da la perfección del detalle, la armonía del conjunto y una riqueza global. Una escultura suya existe desde cualquier perspectiva.

Arte popular, arte entero. La expresión del Cristo de los Andes, en esa maravillosa proporción del cuerpo, en ese espasmo agónico de cada músculo, refleja la violencia que sufre el hombre americano.

Aquí, en su esencia, el grano popular, en estas obras, a más de la ira, de la angustia y el dolor, también la alegría prístina de mitos y leyendas, el vigor en los animales, en el entorno primitivo. Cómo padecía JOSE HORACIO BETANCUR! Veo ahora la foto de este relieve “Opresión”, perdido por desgracia, y revive en la memoria esa violencia, ese ordenamiento de las cosas en el marco, que apenas las contienen. Yo ví nacer este cuadro, cuando JOSE HORACIO BETANCUR lo moldeaba a golpes, que eran golpes de destreza y de furia. El dolor oprimente, pero el torso tenso del combate próximo, el brazo que incita a la lucha. y descubro que ahí, en el fondo del alma, ese cuadro, esos golpes sobre el cuadro, me dejaron una lección.

Porque JOSE HORACIO BETANCUR padecía, como hombre y como clase, el dolor y la angustia populares. También el gozo. y también la esperanza y la lucha necesaria.

“Mi mensaje no es de palabras, es de piedra, hijueputas”! nos gritó una vez, a todo el grupo, en presencia de un público numeroso, cuando nosotros intelectuales presumidos, hacíamos broma de su tosquedad ante las palabras. Y nos dió una lección que solo ahora entiendo plenamente. Eso es el artista, eso es el hombre, si quiere ser artista y hombre de su pueblo: dureza, piedra, violencia, coraje.

Al recorrer de nuevo ésta vida y éstas obras, pasados treinta años, descubro estas vivencias allá en la honda memoria. Allí han estado siempre como alimento secreto. Solo que ahora lo advierto conscientemente.

En aquella época, apenas desbordaba la adolescencia, el encuentro de este hombre vigoroso y elemental, de esta función artística vivida como emanación popular, hubo de marcar una pauta. Creía entonces que nada aprendía de JOSE HORACIO BETANCUR. Y me enseñó lo más noble: una actitud. No lo valoré entonces a conciencia, pero su lección a hecho un lento trabajo de años. Fue un maestro.

Es la misma lección que aparece, para cualquiera, en cualquier tiempo, en sus obras. Allí palpita la enseñanza de coraje, de pureza, de entrega que dio a todos JOSE HORACIO BETANCUR.

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