2
Continuemos este diálogo preguntándonos acerca de la verdad. ¿Existe la verdad? En caso afirmativo, ¿es posible para nosotros acceder a la verdad? Si la respuesta a estas preguntas fuese negativa, no hay diálogo posible: cada uno se encerraría en su caparazón, en su “verdad”… o bien impondría la suya a los demás: no hay ningún diálogo posible porque no hay ningún punto de encuentro al que llegar. El viaje a ninguna parte es la circularidad: siempre permanecemos en el mismo sitio.
La respuesta a estas dos preguntas nos va a situar en el proceso del coloquio emprendido. La cuestión de la verdad es antigua. Ya los presocráticos se preguntaron acerca de esta cuestión. Parménides y Heráclito nos sitúan ante el hecho de bañarse en un mismo río. Parménides dice que siempre nos bañamos en el mismo río. Por el contrario, Heráclito dirá que nunca nos bañamos en el mismo río, pues el agua es siempre distinta. Hay en esos dos autores un cierto toque de verdad, mirado desde enfoques diversos. Hay ciertamente, en este mundo contingente, algo que permanece en el tiempo, así como algo que cambia de continuo.
Aristóteles acogerá esta ambivalencia y nos describe que hay algo que permanece y algo que cambia. Es una postura inteligente abierta a los hechos observables. Una teoría que funciona bien. Porque la cuestión de la verdad va a comenzar a cuestionarse cuando se separe el yo del no-yo, cuando se escinda la filosofía de la Teología, la antropología (el hombre) de la Naturaleza (Cosmos), cuando impere el subjetivismo (yo) sobre el realismo (nosotros), y se cuestionen los principios que han regido la filosofía (el asombro racional por la verdad: la victoria de la razón sobre el caos) y la vida moral (felicidad y virtud). Cuando se caiga en el cinismo de identificar verdad con dominio y bondad con eficiencia: precisamente la situación en la que nos encontramos.
Para llegar a este plano existencial inane y estúpido en que nos hallamos, ha sido preciso desmantelar previamente las dos proposiciones que fundamentan, como axiomas, la vida intelectiva y la vida moral (el conocimiento, la razón; y la libertad, la voluntad); y que son:
a) Principio de no contradicción, según el cual, una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. Este principio es desmontado por la modernidad, sustituyendo la verdad por mi verdad. Anunciando que, para el hombre, es imposible llegar a la verdad y sólo cabe una parcialidad con tintes de veracidad en el conocimiento empírico. Hume, desmantelando la causalidad, dará comienzo a este fenómeno nuevo que será plenamente acogido por Kant. La verdad, se vuelve problemática y se cae en la probabilidad…
Del principio de no contradicción se sigue el principio de identidad. Sólo Dios, siguiendo la doctrina aristotélica es el ser subsistente: esse ipse subsistens. El ser que tiene por identidad la aseidad: es decir, el que es. Identidad originaria. Ya en el Éxodo, en el pasaje de Moisés y la zarza incandescente, cuando pregunta a Yahvé quién es para decirlo al pueblo de Israel, bajo la esclavitud de Egipto, Dios revela su nombre: “El que es” (Yahvé). En Dios la esencia coincide con aseidad: naturaleza y acto de ser son lo mismo.
Digamos de paso que esta identidad originaria de Dios como el que es, sólo es absoluta en Él. Toda criatura, como afirma Tomás de Aquino, lo es por “participación” y, en consecuencia, relativa, lo que le hace ser contingente, no necesario. Ya no es un absoluto, sino dependiente, aunque sea libre. Todo ser que no sea Dios, está compuesto por la esencia –lo que es- y acto de ser –lo que hace que sea-. Este ser de los entes que no son Dios, lo es por “participación”, ya que sólo esencia y aseidad coincide en el esse ipse subsistens (Dios).
“Por eso, la criatura recupera la identidad a través de Aquel que le da el ser y le hace ser. Así es, en el conocimiento de Dios amorosamente creador, como la criatura intelectual alcanza su identidad participada: yo soy yo mediante Dios. Precisamente porque es persona, el hombre se trasciende a sí mismo, se abre al infinito, en una relación personal a Dios y a las otras personas creadas -en cuanto sujetos también de igual relación-, que está llamada a ser una feliz relación de amistad: benevolencia recíproca y manifestada, trato, comunicación de bienes” (Carlos Cardona. Metafísica del bien y del mal). En consecuencia, la “teología de la sospecha de Dios” en la que el hombre “rivaliza” con Dios, para tratar de ser él mismo su razón de ser, su absoluto, no deja de ser una falacia. La modernidad, en este sentido, está trabada con una gran mentira o, si se prefiere, con una burda contradicción: la de presentar la alternativa de Dios o el hombre como una dualidad, cuando la realidad, como se ha demostrado históricamente, es que la muerte de Dios comporta la muerte del hombre: aquellos sistemas de pensamiento en los que el ateísmo era su postulado principal han demostrado ser los grandes aniquiladores del hombre y de la justicia. Sólo Dios es la base constitutiva de la realidad, de la aseidad, de la existencia del otro al margen mío, en sí mismo, de su dignidad, justamente porque el fundamento de su entidad no está en mí, sino en Dios. Porque la gloria de Dios es el hombre viviente: y la vida del hombre es la visión de Dios (Ireneo de Lyon). “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres”, jugando como un padre con sus hijos, dice de Dios el libro de los Proverbios (8, 31)
b) La sindéresis o proposición de los primeros principios éticos. Ya los antiguos habían llegado al principio axiomático de “haz el bien y evita el mal” que comporta el “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. Kant, a pesar de su empirismo, entendió este principio en el desarrollo de la razón práctica (praxis), pero ya desvinculado de la razón pura (la teoría, la verdad absoluta). Lo que, en sí mismo, se vuelve problemático. El hecho de que formule como imperativo categórico, negativamente, da idea de su problematicidad: no hagas a los demás los que no quieres que los demás te hagan a ti. Ya no es el mandamiento del amor dirigido por Cristo a sus discípulos: amaos los unos a los otros como Yo os he amado. De ahí que se vuelva confuso y se deslice hacia una ética práctica, aplicada, de mínimos…, que apenas sirve, porque apenas apela a la conciencia del hombre: es de aplicación normativa.
De este modo, queda dividida la teoría de la praxis: la verdad del bien. Cada una por su lado. Era fácil, por tanto, que una vez abierta la brecha de esa escisión, cada cual caminara por su cuenta hasta la ruptura total. Si no hay verdad no hay bien (Nietzsche es bastante clarividente y llega a las consecuencias finales de tal planteamiento: el nihilismo más radical). Y puesto que no hay verdad ni bien ¿a qué atenerse? Yo lo pongo como imposición de mi voluntad: el superhombre. El bien será lo que yo haga; el mal, lo que hagan los otros. Los otros son, por tanto, el infierno (Sartre).
Para volver a considerar estos dos principios axiomáticos, hay que regresar de nuevo a lo inicial, a lo primero…. Y considerar estos principios como absolutos y verdaderos. Su negación nos volvería de nuevo a la destrucción del sentido racional de la verdad y del bien; y con ellos, también de la belleza: la deconstrucción del lenguaje, del arte, de la moda, no son más que los síntomas febriles de una aguda meningitis del pensamiento y de la cardiopatía de un corazón incapaz de enamorarse de algo distinto que de sí mismo.
No regresar al origen, sería, por tanto, dejarse atrapar por un planteamiento dialéctico hegeliano, en el que la verdad no sería más que el proceso de síntesis de una tesis y una antítesis, que se convierte a su vez en nueva tesis de otra antítesis en un proceso ad infnitum y, por lo mismo, en permanente cambio. No habría verdad, sino mero proceso; no habría bien, sino mero consenso. Según esto, la verdad es histórica y, en consecuencia, en permanente revisión. El proceso es lo Absoluto y, por tanto, la verdad y el bien. Pero tal proceso dinámico sería eterno y, en consecuencia, incognoscible. Como se sabe, Hegel se inspiró mucho en las filosofías orientales del eterno retorno y de sus consecuencias: el fatalismo.
Hay que poner coto a tanto desmadre, o simplemente la filosofía como tal desaparece, por incapacidad de la razón sobre sí misma: porque si el proceso es, en última instancia, todo; entonces, sería nada.
No me parece necesario alargarse en más preámbulos ¿Existe la verdad? ¿O simplemente “verdades parciales” de uso práctico? Las filosofías modernas y postmodernas se inclinan mayoritariamente por esta última opción. No existe la verdad, sino aspectos cognoscibles, fragmentarios, temporalmente útiles. Esto es cierto para la ciencias de la naturaleza, ciencias empíricas por definición, con un método de aproximación por observación, de experimentación a través de modelos apriorísticos (teorías) y de confirmación por la tecnología (dominio). Pero son siempre modelos provisionales (falsacionistas, en terminología de Popper), aunque, de facto, funcionen. Pero las ciencias experimentales no agotan el conocimiento: sólo estudian los fenómenos empíricos de la Naturaleza. Existen otras realidades que se pueden conocer racionalmente, pero que no pueden ser estudiadas con métodos empíricos, y que tienen mucha más importancia en nuestras vidas. En este sentido, ya decía Wittgenstein, “aunque todas las posibles preguntas de la ciencia recibiesen respuesta, ni siquiera rozarían los verdaderos problemas de nuestra vida”.
Un grave error práctico de este tipo de filosofías las encontramos en el “si no lo veo no lo creo”, en el utilitarismo, en el que lo palpable, el “cash”, lo empírico, el pragmatismo, constituye el ídolo del hombre moderno, del joven para el que lo único que existe es el triunfo, el dominio, el dinero y el éxito; y de aquí a la avaricia no hay solución de continuidad: tal deseo es ya en sí misma avaricia del corazón, aunque no llegue a materializarse por “falta de oportunidad”.
Además, sería un reduccionismo metodológico grave, también por sus consecuencias para la misma ciencia, considerar a la ciencia empírica como “absoluta” “incuestionable” “del todo punto veraz”, “la única ciencia posible en la que todos podemos ponernos de acuerdo”. La ciencia experimental sólo es capaz de decir, y decir lo que puede, sobre lo experimentable. Otra cosa, es ir demasiado lejos, porque las realidades espirituales no tienen dimensiones materiales, no son medibles ni observables. La ciencia empírica es, por su propio método y objeto, ciega y sorda, ajena a cualquier visión que vaya más allá del propio objeto y método científico, que no es otro que lo medible, ponderable, mensurable, que tiene dimensiones materiales y propiedades observables. Esto no quiere decir que no tienda puentes y que al filosofar no se tenga en cuenta lo que la misma ciencia dice acerca de las realidades materiales: sería una insensatez. Recuerdo a mi profesor de Genética. En un seminario, hablábamos del futuro desarrollo de lo que hoy es la Genómica. En cierto momento hizo gala de su militancia ateísta, porque la genética explicaría por qué los hombres se aman y se odian, el sentido de la trascendencia, la religiosidad y todas las realidades “espirituales”. Le hice la observación de que si tal era la situación, yo no sería yo: sería una marioneta portadora de genes, tal y como ha desarrollado posteriormente R. Dawkins en su libro El gen egoísta. Hoy sabemos que la ciencia es cada vez más abierta e indeterminista. Esta visión es incluso más coherente con la creencia en un Dios sabio, amoroso y providente; y con la libertad del hombre. Tomás de Aquino dice, a propósito de sus comentarios a la Física de Aristóteles, que «La naturaleza no es otra cosa sino el plan de un cierto arte, concretamente un arte divino, inscrito en las cosas, por el cual esas cosas se mueven hacia un fin determinado: como si quien construye un barco pudiese dar a las piezas de madera que pudieran moverse por sí mismas para producir la forma del barco». Este texto del siglo XIII bien puede suscribirlo cualquier científico contemporáneo. Tema apasionante, porque como bien ha puesto de manifiesto la antropología filosófica, el hombre es un ser inadaptado en la naturaleza y, si no fuera por la razón, hace muchos milenios que habría desaparecido del planeta.
Nuestros bisabuelos pensaron ingenuamente que la realidad circundante la explicaría una ciencia bien precisa, con unas leyes deterministas. El Universo como una colosal máquina. El ser humano como un animal más –maquinizado también- aunque más “evolucionado”. Este paradigma ha saltado hecho añicos. Contra el dios de los deístas, el dios-relojero -y ocioso- que puso en marcha este mundo, la ciencia lo ha fumigado. Se ha abierto la brecha del ateísmo y del agnosticismo, porque ese dios ya no es creíble. Pero ése no es el dios cristiano, ni mucho menos, sino su caricatura volteriana. Ahora sabemos que el universo es un sistema abierto; que la vida es autoorganización, en la que se integran la necesidad y el azar (ambas a la vez) y eso da pie a un universo indeterminado, desplegado, impredecible, holista, lleno de posibilidades, dónde hay información e interpretación de esa información. Es sencillamente fascinante.
Pero el conocimiento experimental ¿es el único “científico”? ¿Es el único posible? Hay quien asiente que sólo es viable este tipo de conocimiento, siempre parcial y contingente. Si nos quedáramos aquí, todas nuestras preguntas fundamentales dormirían a la luna de Valencia, nos encontraríamos en la más absoluta inopia. Y esto, sencillamente, no resiste un mínimo análisis existencial. ¿Explica la ciencia por qué soy inteligente, he nacido en una determinada cultura y lo que supone cultura? ¿Mi vida trasciende el ámbito de lo biológico? ¿Qué es el dolor y qué sentido tiene? ¿Qué es el amor? ¿Qué es la amistad? ¿Qué representan para mí los demás? ¿Cómo me tengo que comportar con ellos? ¿Por qué tengo que trabajar? ¿Y la muerte? ¿Hay algo más allá de la muerte? Pues sencillamente esto es lo que más me interesa como ser humano. Lo otro, como mucho, hará que mi vida, en todo caso, sea más cómoda porque pueda viajar en un avión sin que se caiga, transmitir unos datos a la otra parte del planeta instantáneamente a través de internet o escuchar un concierto sin estar presente en el palacio de la música donde se celebra… El hombre sigue siendo hombre y poco importa las circunstancias de ese estar en el mundo. Porque si no se tiene nada que decir, da igual que se comunique por tan-tan, palomas mensajeras que por whatsapp. La cuestión principal es la comunicación, no el modo. Si no soy capaz de interesarme por el que tengo al lado, da igual que disponga de tan-tan o internet. Siempre seré un autista para los demás; y los demás, unos ignorados para mí. Quedo recluido permanentemente en mi yo, metido en mi caparazón, circunscrito en mi subjetividad. Si no se tiene nada que decir, porque los demás no me importan, resultan superfluos los medios por los que expresarse. Al final nos quedaríamos en la más absoluta soledad. Seríamos una ínfima porción de polvo aherrojado en un universo absurdo. Un ser para la nada. Un ser para la muerte (Heidegger).
En una ocasión, cuenta Chesterton, hablaba con varias personas de cierto sujeto, y un publicista comentó que llegaría lejos porque creía en sí mismo. Con su sorna a cuestas, replicó que los que se sienten tan seguros de sí terminan enrarecidos y trastornados, a un paso del manicomio. Es una situación relativamente generalizada, enraizada en la voluntad de muchos, para los que la vida no tiene mayor sentido que el de estar autosatisfecho: de éxito, fama, competitividad, cultura, dinero, caprichos, lujo, diversión, placer, de lo que sea. Autosatisfacción que conlleva soledad. La sola soledad de quien piensa que en este mundo sólo él sabe cuidarse; los demás son inútiles, incapaces de darse cuenta. No han descubierto aún la revolución copernicana. Siguen auto-girando, como marionetas de la noria de la vida, en un perpetuo baile solipsista, en un solitario tango consigo mismo, un trompo que da vueltas alrededor de sí. Una implosión del yo.
Quizá sea una característica de nuestro tiempo los supuestos valores -o desvalores- en alza (posiblemente ya en baja), entre los que se encuentran cosas tan indigeribles como la autoafirmación, la autosuficiencia, el autodidactismo, la independencia, incluso una cierta forma patológica de la autoestima, o simplemente el hago lo que me da la gana: el self-man. Una especie de exaltación del egotismo incluso hasta su subversión en altruismo, que arrastra al engreimiento y a la divinización del propio yo. Lo que nuestros abuelos llamaban egoísta ahora se convierte por arte de birlibirloque en hombre/mujer de carácter, autosuficiente y autoestimada. Valga como botón de muestra la observación de ciertos eslóganes publicitarios: ¡Regálatelo! ¡Piensa en ti mismo! ¡Vive tus incoherencias! ¡Date el gustazo!, ¡Hazlo por ti!, y cosas semejantes. Lo comentaba con un amigo, experto en publicidad, que me hacía la observación de que un alto porcentaje de la población vive sola en su hogar -ancianos, solitarios, “hogares monoparentales”, etc.-, y las empresas desean vender sus productos también entre ese sector. Resulta paradójico, sin embargo, que se hable de hogar, que etimológicamente significa fogón en donde se comparte el calor junto a la chimenea, para describir una situación -la soledad- en la que no hay posibilidad de calentarse juntos y compartir experiencias, bien por las circunstancias de la vida, bien porque se trate de una opción así asumida.
Ese no necesitar de nadie produce una profunda aflicción, una sensación de angustia, la enfermedad mortal (Kierkegaard): cuando el yo -el ego freudiano, lo más tiránico y atávico que llevamos dentro- se posesiona de mí, no cabe más que la pesadumbre de la pesadez, la levedad del ser. La de un pobre que, en su delirio, está seguro de sí. Por cierto, ¿no es llamativo el icono demoníaco en la publicidad actual? Según la Biblia -y otros relatos antiguos paralelos- él fue el primero en autoafirmarse, en reclamar su autonomía que le despojó de su ser bueno y lo transformó en perverso ser de su soledad: tanta autoafirmación que no tiene a quien pueda querer porque se basta a sí mismo, ni quien le quiera porque se ‘autosobra’.
Una parte del pensamiento actual está empeñado en suscitar la idea de la autonomía, de la suficiencia, de la independencia. Es un mundo solitario, gélido y helado, en el que parece estorbar la simple mención de la bicha, que es el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Dios cristiano. Una boutade, fiestas invernales en vez de fiestas de Navidad. No les importa mentar a otros dioses -como el Dios del deísmo, el anacrónico “arquitecto del universo”; o dioses paganos célticos, que están ahora de moda-, porque esos dioses también son solitarios allende las estrellas o los bosques, inaccesibles en su más allá, que deja quieto el más acá. Chesterton decía que cuando no se cree en Dios (cristiano) se cree en cualquier cosa. Nos asfixiaríamos en nuestro mundo, a pesar de todos los millones de años-luz, o quizá por ello, porque un universo solitario sin nadie que responda es, como dicen los castizos, muy fuerte… Porque cuando se elimina lo religioso, por superfluo, lo que queda es un mundo meramente intramundano que a lo único que aspira es a tener la barriga llena. Un mundo profano -y, en cierto sentido profanado porque el mundo es un hecho religioso incapaz de ser explicado por sí mismo- que se puede disponer al propio antojo y del que no hemos de rendir cuentas a nadie. Un mundo despojado de consistencia, para usar y tirar. ¿No está aquí el agudo problema de la sostenibilidad, de la ecología, de la destrucción de la tierra como hogar del ser humano? ¡El que venga detrás que arree! Y naturalmente, nos trae sin cuidado lo que pueda suceder en el planeta dentro de 100 años. La cuestión ecológica nos trae en cierto sentido al pairo, por mucho que estemos “concienciados”.
Los poetas nos devuelven el calor al corazón helado hasta derretirlo, porque nos hacen mirar con la limpidez, el candor y la inocencia originarias, aquellas que en nuestra niñez inundaron de lágrimas nuestros ojos. Los hombres también lloramos; y necesitamos hacerlo.
Jiménez Lozano, en La piel de los tomates, impresiona y fustiga nuestras fatigas. Nos hace caer en la cuenta de que el mundo, aunque pasa, es hermoso; y el ser humano, aunque miserable, porque está hecho de barro de la tierra, se sitúa en un ámbito glorioso, divino. Y eso hay que amarlo, sin restricciones. Nos dice que hemos de ser preservados –si es que aún podemos- del nihilismo, esa matriz invisible que nos enajena cuando caemos en sus telarañas. Volver a casa, tratar de reconstruirla y hacerla habitable… Porque además no se trata de reconstruir nada, toda vez que nos encontramos en el exilio y en la gélida estepa. De lo que se trata es de regresar al hogar para calentarse de nuevo.
Exilio, estepa, calor de hogar. Por eso no hay nada que restaurar, porque en la estepa y en el exilio, los constructos son precarios e inservibles, como chabolas de cartón. Hay que regresar al hogar acogedor. Y ese hogar no es otro que la tradición: eso que nuestros antepasados consideraron lo más apreciable, cuando el mundo se deshacía y ellos agotaban sus vidas. No olvides que tienes a tu familia, que hay Dios y vida eterna. Así fue durante siglos y no eran más tontos que nosotros. Pero rompimos la transmisión de esa tradición, como cuando en pleno monte se estropea la cadena de la bicicleta y quedamos tirados. Traditio que en latín significa entrega. Pero también tiene su origen en este mismo término latino la palabra traición. En la vida hay que entregar lo valioso; lo demás es ganga que se desvanece. Ellos nos dieron lo único insustituible, lo definitivo. Y nosotros, pensando que aquello eran antiguallas inservibles, malvendimos el oro y las perlas finas para quedarnos con espejuelos, señuelos que se desvanecen. Nos fuimos al exilio y llevamos a los nuestros. Ahora nos vamos dando cuenta de que hace frío en la estepa solitaria. No vale la pena continuar así; y en el destierro no hay nada que reconstruir: hay que volver al hogar.
Los jóvenes no necesitan más fruslerías, sino verdades recias, puntos de anclaje, algo por lo que valga la pena luchar. Necesitan, voy a decirlo sin ambages, que la fe cristiana configure sus vidas y sus ilusiones. Lo que nuestros antecesores dieron a los suyos, de generación en generación, y por lo que Europa ha sido grande. Están desamparados y a la intemperie. Nosotros, no-otros, lo hemos hecho; y cae sobre nuestras conciencias la pesadumbre de una traición que nos abate. No, no hay que restaurar el cartonaje destrozado, sino volver al hogar. No más añagazas. Decirles la verdad. Hacerles que descubran sus orígenes: el encuentro con Jesucristo. Lo que sorben, y apenas les nutre, sin ellos saberlo.
Al llegar a este punto, la filosofía postmodernista queda atrapada y deja de ser filosofía. Se ha cerrado el círculo. Ya no queda nada más que decir. Bueno, queda una circunferencia en un punto: no puedo decir nada. Y si no puedo decir nada, lo más indicado en ese caso es callar. Pero en su estertor lanza un alarido de muerte: no sé nada ni puedo saberlo. Es más, nadie puede arrogarse el decir algo y quien lo haga es un fundamentalista. Y para que la cosa funcione, todas las filosofías y las éticas son iguales, todos los valores son lo mismo, y todas las religiones son esencialmente idénticas: modos de acceso a lo mítico e irracional y, en el mejor de los casos, a una cierta sabiduría vital. De ahí el auge de las religiones o filosofías orientales. Es decir, ya nada vale nada, porque todo da igual. Se acabaron las ideas claras y distintas con las que Descartes trató de convencernos de la verdad, allá en el origen de la modernidad, en el que el yo acaparaba la atención filosófica: ego cogito. La verdad es, en última instancia, sólo mi verdad.