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Del desarrollo de la filosofía en estos tres últimos siglos, sólo queda la libertad, máxima aspiración del hombre de hoy. Pero se trata de una libertad sin límites ni cortapisas, autónoma, autosuficiente, mayor de edad, y que, por eso mismo, queda expresada en la libertad de no ser: el suicidio sería la máxima experiencia de libertad (Camus); porque la de ser no se me ha dado. No se habla. Pero el suicidio es la primera causa de muerte entre personas jóvenes; y no tardará en que la eutanasia sea la de los mayores (la quieran o no).

Frente a este planteamiento de la absurdidad como forma de vida se ha de alzar la voz: ¡Señores, reconozcamos que hemos abdicado de vivir como hombres erguidos! Nuestra libertad así concebida es una ilusión, una autosugestión: ¡la de hacernos continuamente desde nuestra voluntad! ¡Reconozcamos que en el fondo somos cobardes, pues no queremos enfrentarnos a nuestra raíz, fuente de nuestra identidad, y asumir las exigencias y responsabilidades derivadas de nuestra libertad! ¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos! Es el neopaganismo, no inocente, sino culpable. Y eso se manifiesta en formas de acción que son inhumanas: desde el nacionalsocialismo al comunismo, pasando por la inhumanidad manifiesta de una sociedad de hartazgo en la que lo único que importa soy yo. Hedonismo, utilitarismo, placer hasta reventar. Una sociedad basada en estos valores es una sociedad desquiciada. Es pura nada.

Asumamos que “el hombre no es perfectamente libre: su conocer y su querer son participados, limitados, imperfectos. El mal y el error corresponden a esa limitación, a la inevitable imperfección de una libertad creada, aunque no como necesidad, sino sólo como posibilidad de deficiencia. Como decían ya San Anselmo y Boecio, poder querer el mal (la nada relativa, la privación) no es de la esencia de la libertad ni parte de ella; aunque en la criatura sea su signo, signo de una libertad deficiente, en cuanto que de suyo procede de la nada” (Carlos Cardona. Metafísica del bien y del mal, pág. 103).

Para Platón, el mal en sí mismo, no es posible. El mal no es fruto de la maldad intrínseca del hombre, sino sólo de un error intelectual: la ignorancia. Para Aristóteles, que va un poco más allá, el mal es la falta de virtud, de ergon (energía) para determinarse hacia el telos (fin). Tomás de Aquino, hablará del mal como de ausencia del bien debido. El mal absoluto es imposible, porque sería la nada absoluta. El mal se hace porque se percibe un bien relativo en él, aunque sea un bien indebido, carente. El mal es privación. Caída del ser y del deber, fin no logrado en toda su integridad.

No podemos disolvernos en un tiránico colectivismo, en el  que no hay más libertad que la del dictador, un fatalismo del “colectivo imaginario”; o bien sumirnos en un empirismo individualista, en un ‘instanteísmo’ de placer, sin origen ni fin. Sin Dios, falta la trabazón y la referencia, y todo es irrelevante; o todo es fatal. Antonio  Baumann afirma que “si se suprime la hipótesis de un Dios rector del mundo… no llego a comprender sobre qué realidad se puede asentar la noción de un derecho que permita al individuo, mónada aislada, situarse frente a los otros seres que le rodean y decirles: Hay en mí algo de intangible que os obliga a respetarme porque su principio es independiente de vosotros……” Si es que no hay Absoluto, ¿cómo admitir lo absoluto en el hombre? La causa de Dios en la conciencia y la causa de Dios en la sociedad están enlazadas (Cfr. Henri de Lubac, El drama del humanismo ateo). Por tanto, y siguiendo toda la tradición occidental, no se puede deslindar o disociar la vida privada de la vida pública, porque son dos escenarios de la misma persona que no es escindible. La libertad, en consecuencia, es libertad de amar, es entrega… o simplemente no es. En definitiva, yo soy responsable del otro, en el mismo acontecer de mi biografía. Por eso, “esta elección del fin, este acto de amor electivo, y no simple aspiración a la felicidad o al bien en general, es lo que funda la moralidad del obrar humano, y la responsabilidad recae plenamente en la voluntad: es una elección voluntaria de algo que no es uno mismo y ni siquiera formalmente para sí mismo. Ese amor electivo se distingue del natural o apetencia. Aquí entra ya el conocimiento del fin como tal, y así el hombre puede preestablecer de alguna manera su propio fin (cfr. 16. Sto. Tomas in II Sent. d. 25, q. 1, a. 1.), ciertamente bajo la razón de bien, pero -y aquí está la alternativa que sólo es dada a la criatura espiritual- que puede ser de lo que es bueno en sí y por sí, o sólo (es una compresión del espíritu a un nivel inferior) de lo que es bueno para mí. Así la elección no se plantea propiamente entre el bien y el mal, formalmente como tales: nadie quiere el mal en cuanto mal, porque eso sería forzar el amor natural o de naturaleza: sino entre lo bueno que es otro (y que es el Bien mismo) o lo bueno que soy yo y es para mí, y que entonces ya no es querido simplemente de modo natural y necesario, sino electivo, ya que «elegir es preferir lo otro» (cfr. Santo Tomás in II Sent. d. 25, q. 24: 1, a. 2). Y en aquel segundo caso yo que soy naturalmente bueno, me hago infranaturalmente malo, al querer mal el bien que quiero, contra el querer bueno de Dios, que quiere que yo quiera bien, que quiera el Bien por encima de todo.” (Cfr. Carlos Cardona. Metafísica del bien y del mal). Se puede resumir lo dicho anteriormente con la inscripción funeraria lapidaria: “Aquí yace uno que hizo el bien y el mal. El bien que hizo, lo hizo mal; y el mal que hizo, lo hizo bien”. San Agustín lo resume en de Civitate Dei: dos amores fundaron dos ciudades: el amor de sí hasta el desprecio (olvido) de Dios, la ciudad terrenal; el amor a Dios hasta el desprecio (olvido) de sí, la ciudad celestial.

Esta libertad de elección no tiene nada que ver con la libertad de indiferencia modernista: porque Dios no es indiferente, ni los demás tampoco. “Debo” amar. Este es mi fin y ha de ser mi autodeterminación. Y entonces se corre el riesgo. No tengo garantía de éxito. S. Kierkegaard lo expresa así: «O Dios es el amor, y entonces la situación se hace absoluta: arriesgarlo absolutamente todo por esta única causa, y la felicidad consiste precisamente en no tener más que a Dios. O bien Dios no es el amor, ¿y entonces? Entonces… mi pérdida es de tal manera infinita, que todo lo que pueda perder ya me es infinitamente indiferente» (cfr. Diario IX). El fin ha de ser querido por la persona. Lo que determina en última instancia a la persona es el amor: querer querer. Salir afuera, aunque “haga frío”. Porque procedemos de un acto de amor de Dios. “La comprensión del amor es la comprensión del universo entero, y de modo muy especial la comprensión de la criatura espiritual, de la persona. Sólo la falsificación racionalista de la libertad y del amor ha podido concluir diciendo que «Dios, propiamente hablando, no ama a nadie» (Spinoza, Ethica). Olvida que la libertad de Dios es la garantía de la libertad humana: sin Él, el hombre se hace añicos, se fractura, su libertad no es más que espontaneidad animal, sin responsabilidad. Y hay que saberse amado singularmente, como alguien único, como «alguien delante de Dios». Como una persona, como una excepción. Esa convicción metafísica constituye la fuerza más radical del hombre: Pondus meum amor meus: eo feror, quocumque feror (mi amor es mi peso: y ese amor me lleva a donde quiera que vaya), escribió S. Agustín en sus Confesiones. Esa gravitación es el resultado de que yo sea por amor, pero también expresa una intima sed y una indigencia amorosa. De ahí la natural e irreprimible tendencia a ser feliz, a una plenitud que aún no se tiene y a la que se está destinado…” (Carlos Cardona. Metafísica del bien y del mal). Pascal afirmaba que Dios sólo sabe contar hasta uno. Somos, por decirlo de alguna manera, “imprescindibles” e “insustituibles” para Dios.

El gran mal que atenaza al hombre no es propiamente el odio, sino la desesperación, «la enfermedad mortal» de que habla Kierkegaard: no se espera cuando no se ama. “El amor es acto de libertad, y la libertad es posición de amor, y jamás indiferencia. Como mil razones no hacen la fe, el cumplimiento de mil preceptos no hace el amor. Pero hay una razón para creer, y hay un amor obligado, una obligación divina de amar, que transforma todo precepto y todo acto en un acto de amor. Así la vida entera de la persona es amor, y el amor es la vida misma del alma. Refiriéndose a su obra entera, Kierkegaard decía que su pensamiento consistía en «hacer acto de presencia» (S. Kierkegaard, Diario IX A 486). No soy mi fin porque no soy mi causa: Deus es interior, intimo meo, decía san Agustín (Dios es más íntimo a mí que mi propia intimidad). Y es el propio san Agustín quien clama: “Ama y haz lo que quieras”.

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