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Se atribuye a Darwin la teoría de la selección de especies y una cierta animadversión a la religión. Ambas cosas, no son del todo ciertas.
En cuanto a la primera hay que contar con Wallace (un católico) que llegó a unas observaciones parecidas. Por otro lado, Darwin no era un ateo, aunque, de vez en cuando, manifestara ciertas dudas. En su última edición en vida del “origen de las especies” (la 6ª), en el prólogo, admite la compatibilidad de su teoría de la selección natural por el más fuerte con la noción cristiana de creación.
Hoy su teoría de la selección natural del más fuerte se encuentra en el alero, científicamente alicaída. No es de extrañar. Sirvió en su momento; pero ha sido una rémora después. Simplemente no se sostiene como tal teoría, aunque haya abierto una línea de pensamiento en su momento. Hay que tener en cuenta que faltaban 20 años para los experimentos de Mendel, monje agustino, y otros 30 más para que alguien se diera cuenta de su importancia. Y otros 30 más, para que se supiera lo que era el ADN, otros 20 más (en total 100 años) hasta el descubrimiento de la doble hélice y del código genético. Es imposible, por tanto, que la moderna genética pudiera siquiera pasarle por la cabeza.
Sin embargo, otros aprovecharon sus elucubraciones para hacer una teoría social acerca del triunfo del más fuerte. Nos encontramos en plena industrialización de Inglaterra, y esas teorías se afiliaban bien con el liberalismo socioeconómico imperante: los que triunfan son los mejores; y por ser los mejores, sólo ellos pueden “perpetuarse”: social e individualmente.
Es, sin embargo, en una sociedad puritana, donde esto cala profundamente, porque además, los señalados por la naturaleza como mejores coinciden con la religión imperante del calvinismo, de los predestinados. Max Weber no acertó del todo, en mi opinión, al poner el acento en la sociedad calvinista del nacimiento del capitalismo, aunque sí, desde luego, de los nefastos resultados de tal capitalismo. Poco a poco, la sociedad inglesa fue adquiriendo conciencia de lo erróneo de estos planteamientos, que, negaban, en la práctica, la libertad y los derechos de los no agraciados y malnacidos.
La cuestión de la ciencia incompatible con la fe, fue ampliándose por algunos malentendidos como la famosa controversia entre Huxley (gran defensor de las ideas de Darwin y de su aplicación a la sociedad) y Wilberforce (obispo anglicano de Oxford).
Desde entonces, los ataques a la fe y especialmente a la Iglesia Católica fueron radicalizándose. El Magisterio de la Iglesia no abrió el pico hasta la encíclica Humani Generis de Pío XII, quien, en 1953, por primera vez aludía a la cuestión acerca del origen del hombre. En 1996, san Juan Pablo II animaba, en un discurso a la Academia de las Pontificia de las Ciencias, a los científicos a continuar investigando acerca del origen de la vida y del hombre, afirmando a su vez que la hipótesis de la evolución es más que una mera hipótesis y, que habría también que hablar –y discernir- las distintas teorías evolutivas. En definitiva, no hay que albergar recelo, pues la verdad (natural) no puede contradecir a la verdad (religiosa o sobrenatural).