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Podríamos preguntarnos ¿La fe cristiana a qué me compromete? Compromiso es una palabra que hoy día está en desuso existencial. Nadie quiere comprometerse con nada ni con nadie. El empresario no quiere “comprometerse” con el trabajador, ni éste con aquél (porque sólo busca el salario); la esposa no quiere vivir “atada”… En definitiva, nadie ya pone la mano en el fuego por el otro, no vaya a ser que se chamusque.

Entendemos el compromiso como atadura, cuando en realidad la atadura es vivir sin compromiso. Si no me religo con nadie, si no tengo compromiso, entonces regreso a mi soledad, a un solipsismo: por eso hoy día, hay, en medio de tráfago, tanto misántropo mirándose al ombligo. No es eso precisamente lo que el Dios cristiano nos dice: él se ha comprometido a fondo, hasta el final, hasta la muerte. Nos ha dicho a cada uno: tú eres mi hijo (Salmo II). Lo podemos olvidar, negar, pero es imposible para Dios negarlo ni olvidarlo. Son hermosas las palabras que recoge la Sagrada Escritura, concretamente el profeta Isaías (49, 15) cuando pone en boca de Yahvé: ¿Puede una madre olvidarse del hijo de sus entrañas?… Pues, aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti” (Is 49,15). El olvido es siempre la muerte del otro. Hay más desgracia en ser olvidado que en ser odiado. En realidad, se podría decir que al amor no se opone el odio, una pasión en el hombre contrapuesta, sino más bien la indiferencia, el olvido que es lo mismo, pero vivido sin pasión. La vida es urdimbre. Cuanta más trama, hay más vida. El glosario común lo expresa de modo fantástico: quien quiera vivir libre de dolores pase la vida libre de amores. Si consideramos a un Dios solipsista, enfangado en su yo, ese dios no es auténtico, no puede serlo. Dios ha de tener urdimbre: es el Dios trinitario cristiano. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cada uno no vive para sí. En la unidad de la trinidad se halla un Dios que es amor y, por tanto, no es un dios solitario que sólo “se ama a sí mismo”. Además, Dios se ha trabado con su criatura, con cada uno de nosotros, lo que le hace ser “vulnerable”. El Dios cristiano, en efecto, es un Dios que por ser capaz de amar, se rebaja hasta la criatura. El amor es siempre vulnerabilidad, porque puede ser “no correspondido”. Tenemos experiencia de esto. Cada uno, a su nivel, se ha llevado en esta vida algún que otro chasco. Dios también se ha llevado los suyos. Sólo hay que contemplar la oración de Jesucristo en el huerto de los olivos para darse cuenta de la magnitud del compromiso de Dios. Para el lector que quiera ahondar en este capítulo le aconsejo el libro “Getsemaní” de Javier Echevarría.

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Esta obra (¿Quién soy? por Pedro López García) no tiene restricciones de copyright conocidas.

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