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Acerca de esta cuestión copio el siguiente pasaje de la gran novela de Vasili Grossman “Vida y destino”. Grossman es judío y padeció bajo el nazismo y el comunismo. Describe ambos regímenes totalitarios.
“La crueldad de la vida engendra el bien en los grandes corazones, y éstos llevan ese bien a la vida, estimulados por el deseo de cambiar el mundo a imagen del bien que vive en ellos. Pero no son los círculos de la vida los que cambian a imagen y semejanza de la idea del bien, sino la idea del bien la que se hunde en el fango de la vida, se quiebra, pierde su universalidad, se pone al servicio de la cotidianidad y no esculpe la vida a su hermosa pero incorpórea imagen.
El flujo de la vida siempre es percibido en la conciencia del hombre como una lucha entre el bien y el mal, pero no es así. Los hombres que velan por el bien de la humanidad son impotentes para reducir el mal en la Tierra.
Las grandes ideas son necesarias para abrir nuevos cauces, retirar piedras, desplazar rocas, derribar acantilados, desbrozar bosques. Los sueños del bien universal son necesarios para que las grandes aguas corran impetuosas en un único torrente. Si el mar estuviera dotado de pensamiento, en cada tempestad la idea y el sueño de la felicidad nacerían en sus aguas, y cada ola, al romper contra las rocas, pensaría que perece por el bien de las aguas del mar, y no advertiría que es levantada por la fuerza del viento, del mismo modo que levantó a miles antes que ella y que levantará a miles después.
Muchos libros se han escrito sobre cómo combatir el mal, sobre la naturaleza del bien y el mal. Pero lo más triste de todo esto es lo siguiente, y es un hecho indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que nunca será vencido por el mal, ese mismo mal que es eterno y que nunca será vencido por el bien, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y ancianos, corre la sangre. No sólo los hombres, también Dios es impotente para reducir el mal sobre la Tierra.
«Se oye un grito en Ramá, lamentos y un amargo llanto. Es Raquel que llora por sus hijos y no quiere ser consolada; ¡sus hijos ya no existen!» Y a ella, que ha perdido a sus hijos, poco le importa lo que los sabios consideren qué es el bien y qué el mal.
Pero ¿acaso la vida es el mal?
Yo vi la fuerza inquebrantable de la idea del bien social que nació en mi país. Vi esa fuerza en el periodo de la colectivización total, la vi en 1937. Vi cómo se aniquilaba a las personas en nombre de un ideal tan hermoso y humano (el comunismo) como el ideal del cristianismo. Vi pueblos enteros muriéndose de hambre, vi niños campesinos pereciendo en la nieve siberiana. Vi trenes con destino a Siberia que transportaban a cientos y miles de hombres y mujeres de Moscú, Leningrado, de todas las ciudades de Rusia, acusados de ser enemigos de la grande y luminosa idea del bien social.
Esa idea grande y hermosa mataba sin piedad a unos, destrozaba la vida a otros, separaba a los maridos de sus mujeres, a los hijos de sus padres.
Ahora el gran horror del nazismo alemán se ha levantado sobre el mundo. El aire está lleno de los gritos y los gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios.
Pero estos crímenes sin precedentes, nunca antes vistos en la Tierra ni en el universo, fueron cometidos en nombre del bien.
Hace tiempo, cuando vivía en los bosques del norte, pensé que el bien no se hallaba en el hombre, ni tampoco en el mundo rapaz de los animales y los insectos, sino en el reino silencioso de los árboles. No era cierto. Vi el movimiento del bosque, la lucha cruenta que entablan los árboles contra las hierbas y matorrales por la conquista de la tierra. Miles de millones de semillas vuelan a través del aire y comienzan a germinar, destruyendo la hierba y los arbustos. Millones de brotes de hierba nueva entran en liza unos contra otros. Y sólo los supervivientes constituyen una alianza de iguales para formar la única fronda del joven bosque fotófilo. Abetos y hayas vegetan en un presidio crepuscular, encerrados en la fronda del bosque. Pero para los vencedores también llega el momento de la decrepitud, y vigorosos abetos se yerguen hacia la luz, matando los alisos y los abedules.
Así es la vida del bosque, una lucha constante de todos contra todos. Sólo los ciegos pueden imaginar el reino de los árboles y la hierba como el mundo del bien.
¿Acaso la vida es el mal?
El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plazas.
Así, además de ese bien grande y amenazador, existe también la bondad cotidiana de los hombres. Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres.
Es la bondad particular de un individuo hacia otro, es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido. La bondad de los hombres al margen del bien religioso y social.”
En este largo párrafo de la gran novela del escritor judío, afloran varios aspectos que podemos sintetizar en:
a) No existe el bien universal; y se da consistencia óntica al mal.
b) Los sistemas religiosos –más bien ideológicos- son perversos. El intento de poner “orden y bondad” de forma racional en la sociedad degeneran y, en nombre de la justicia y del bien, se cometen los mayores crímenes que jamás se han dado en la historia.
c) Sólo existe la bondad natural del corazón humano en la acción concreta aquí y ahora, pero poco o nada más se puede hacer. La devastación del mal es compañera inseparable del vivir y del acontecer diario.
Pues bien, lo que refleja, con su acusado pesimismo, en última instancia Grossman, es la imposibilidad de la REDENCIÓN, de la bondad originaria; y la imposibilidad de establecer un mundo humano y justo. Lo cual para una mente educada en el judaísmo y con la experiencia a cuestas de los progroms socialistas, las deportaciones estalinianas, el horror del holocausto nazi (shoah), vividas en primera persona, es ciertamente comprensible. Pero por encima del hombre se alza Dios. Sin Dios, el mundo, la vida, resulta inhumana. Hemos matado a Dios, pero también al hombre. Hemos quitado la esperanza del más allá, en pro de la esperanza del más acá. Pero hemos aniquilado las dos esperanzas, pues la esperanza del más allá es el único fundamento de la esperanza del más acá.
Digamos que el mal no está por encima del bien. Si así fuera, no nos quedaría más remedio que aceptar la absurdidad de la vida. Es el bien el que “triunfa” sobre el mal, pero para que sea así es necesaria la intervención de Dios ante la imposibilidad humana. Todos tenemos experiencia biográfica de esto. Todos hemos experimentado que ser “bueno” no compensa, cuando conlleva un gran inconveniente vital y cuando vemos que los cínicos “triunfan” y se llevan la palma. Olvidamos que también se engorda al buey que va al matadero; y que la justicia, que es el triunfo del amor, no se le ha dado al hombre en su situación actual, sino por el rescate, la redención de un Dios hecho hombre que padece en sus carnes la brutalidad de la injusticia y del odio; y ese mismo Dios lo transforma en la gran fuerza del amor victorioso. Es Jesucristo quien otorga la “inocencia” al hombre, quien pone el contador a cero, quien nos devuelve los puntos perdidos en el juego de la vida, a condición de que nuestro arrepentimiento sea sincero. La Iglesia Católica lo conserva en un signo sacramental, es decir, en una acción sensible que, por la fuerza divina a ella dispuesta, devuelve la inocencia de aquel que cometió la injusticia y el desamor: es la confesión sacramental. En el signo es necesario la realidad –la manifestación del perdón- y la actuación de quien en nombre de Dios –el sacerdote- puede perdonar: es necesario que sea así, para que no nos quepa la menor duda de que se nos ha otorgado el perdón. Si no fuera así, si yo pudiera autoperdonarme manifestando a la divinidad que me arrepiento, siempre me quedaría la duda: la duda de si mi arrepentimiento ha sido realmente sincero, y la duda de si Dios, en efecto, realmente me ha perdonado: es preciso que intervenga un tercero que asegure la condición de perdonado.
San Josemaría Escrivá comenta a este respecto que un Dios creador es un prodigio que causa asombro; un Dios redentor, que se deja coser con clavos en un madero, por amor nuestro, para demostrarnos lo mucho que nos quiere, es una maravilla a la que nunca podremos acostumbrarnos; pero un Dios que perdona… sólo las madres y los padres son capaces de hacerlo. Nos encontramos en la presencia de un Dios que es Amor, y amor incondicional… pues bien es ésta una afirmación cristiana meridiana y desconcertante que San Pablo afirma con total rotundidad: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Romanos 5,8). La razón humana no alcanza en toda su extensión a comprender esta hondura y profundidad del amor de Dios, este comprometerse Dios con la criatura hasta el punto de asumir el riesgo no sólo de no ser comprendido, sino también de no haber sido eficaz tanto dolor y esfuerzo…, de ser rechazado; pero eso está en nuestra mano, pues como acertadamente advierte San Gregorio Magno “Dios tiene prometido el arrepentimiento de los que le piden perdón; lo que no ha prometido es el mañana a los perezosos”, a los vividores que dicen “vivamos la vida que sólo se vive una vez”
Vayamos entonces al meollo de la cuestión, abramos el melón del mal en toda su amplitud y vasta extensión. Voy a seguir el planteamiento que Carlos Cardona realiza en su libro Metafísica del bien y del mal, al tratar de esta cuestión.
Lo primero que resalta es que el mal no tiene entidad: el mal absoluto sencillamente no existe. El mal es siempre carencia de bien: la enfermedad es carencia de salud, la miseria es carencia de recursos; la soledad es carencia de amor; y así sucesivamente. Es decir, el mal es posible en cuanto el sujeto actúa no subordinado al fin adecuado y, por tanto, prescindiendo del orden, de modo torcido. El mal es siempre un bien defectuoso. El mal moral no se puede achacar a la acción de Dios, sino única y exclusivamente a la acción de la criatura.
Por eso, ante el equívoco suscitado en la modernidad del porqué Dios permite el mal, habría que dar la vuelta a la pregunta y hacérsela uno a sí mismo: ¿Por qué Dios me permite ser malo, actuar mal y no lo impide? ¿Por qué Dios no impide que un asesino lleve a cabo sus siniestros planes? o simplemente ¿Por qué, a conveniencia, miento cuando veo que puedo encontrar un rédito o una ventaja?… Es una arrogancia por nuestra parte acusar a Dios, como hace Satanás (“el acusador”, en hebreo) que es inculpador; pero el Dios cristiano se manifiesta a nosotros como Paráclito, abogado (ad-vocatus: el que es llamado para acompañarnos y estar junto a uno en nuestra defensa ante el acusador). El pecado –con este concepto bíblico concibe Cristo el mal del hombre, que sale del propio corazón- es cerrazón humana: “seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” incita el diablo a Adán y Eva en el paraíso para infringir el mandato-prueba que Dios les había ordenado con el fin de que la criatura no perdiese nunca de vista su naturaleza creada. «En la concepción cristiana del pecado, su esencia consiste en ser un acto de ‘desobediencia’ del hombre a la ordenación a la que Dios le llama, y, por tanto, de ‘rebelión’ de la voluntad creada a la voluntad de Dios; es esta deformidad ontológica de la voluntad del hombre respecto a la voluntad de Dios lo que confiere el acto humano su deformidad moral. El pecado no se resuelve por ello en una simple privación, como ser ciego o cojo, sino que podría decirse que es una ‘privación activa’, porque el pecado lleva consigo un acto por parte del hombre, una decisión libre y responsable y presupone, por tanto, una alternativa que compromete al hombre en y para el mal conscientemente. Por eso se habla de responsabilidad y también de imputabilidad» (C. Fabro, El pecado en la filosofía moderna). Responsabilidad también ante los demás, en cuanto el pecado de alguna manera siempre lesiona el orden universal, «introduce el desorden en el orden divino, y ofrece el doloroso espectáculo de una criatura sublevada contra su ‘creador amoroso’. El pecado desencadena un desmoronamiento, una corrupción, un proceso de disgregación, que empieza dividiendo en sí mismo a su ejecutor, pero cuyas últimas perturbadoras consecuencias escapan ya a su mirada y alteran, con sus violentos embates, la entraña misma del universo, su bien de orden, el bien común de todo lo creado y de la entera humanidad”. Y todo por una elección desmedida. La libertad entendida como desvinculación de la verdad y de la bondad es siempre un proceso de descomposición del yo.
Dios, que es el Bien absoluto no puede ser causa del mal. Pero a la vez vemos que el verdadero mal sólo puede hacerse presente donde hay un cierto grado superior de bondad participado, donde hay posesión intencional del fin: intenciones conscientes, libertad creada. Una acción que no es su propio fin, ha de recibir de ese fin su regla y su medida, y así su bondad: el acto malo es un acto desmedido. En consecuencia, tiene que haber libertad para eludir la medición, y al mismo tiempo una «medida para la libertad», una libertad que no sea en sí misma su medida, que sea creada y, por tanto, finalizada. Si ella misma fuese -por absoluta y desvinculada autoposición- su regla y su medida, no podría obrar desmedidamente, como no puede poner actos desordenados el agente que no puede obrar más que según una ley física –un perro, un caballo, por ejemplo- que lo determina necesariamente, aunque le deje un cierto margen en el orden de los medios: su capacidad de obrar le ha sido dada de modo que sólo puede hacer tal cosa, o tales cosas dentro de un orden final que no conoce y no puede soslayar.
Entonces el asesino bien podría ser el santo, y el santo bien podría ser el asesino. Es más, no podríamos siquiera juzgar de santos y asesinos en cuanto en tanto no resulta posible configurar el pensamiento a estas categorías. Sencillamente todo el mundo obraría bien (o todo el mundo obraría mal). Es el moderno delirio de una libertad sin punto de referencia. Si Dios no existe, todo está permitido, dice Dostoievski. Y naturalmente, esto va contra todo sentido de justicia, de bondad y de belleza que llevamos inscrito en nuestro propio corazón.
Magníficamente lo explica S. Gregorio Magno. “Que así como Dios creó las cosas maravillosamente, así las dispuso muy ordenadamente, para que se conservasen y permaneciesen en su ser. De donde se deduce que quien resiste a la disposición y orden del Creador, deshace el concierto de la paz y del compás de la divina disposición. Y así, las que permaneciendo en la sujeción de Dios vivían en orden y en paz, salidas de esta sujeción juntamente con el orden pierden la paz.”