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Después de todo lo dicho hasta el presente, conviene ir recolectando lo sembrado. En primer lugar, el agnosticismo no deja de ser una pesadumbre, un intento frustrante y frustrado de religiosidad centrada en el yo.
Para empezar, conviene señalar que el ser humano, la persona, es biográfica: se va haciendo –o deshaciendo- con el tiempo, desde el punto de vista de su eticidad (o su falta), es decir desde su libertad. La persona nunca llega a concluirse (es irrestricta), pero su proceso de maduración está íntimamente unido a su perfección ética. Todo lo humano tiene sus fases, y no se puede pedir a un niño de diez años que tenga la madurez de un joven de veinte, ni que éste la tenga de uno de cuarenta…; pero lo peligroso, desde mi punto de vista, es que la persona se quede anclada con una inmadurez impropia. En mis tiempos de estudiante había un dicho que afirmaba que quien a los 20 años no era comunista, es que no tiene corazón; pero quien a los cuarenta lo sigue siendo, es que no tiene cabeza. Los veinte años corresponde a la edad de los grandes ideales, porque hay grandes potenciales. Y los cuarenta, es la edad de las grandes-pequeñas realizaciones ya incoadas o concluidas. Y las realizaciones son siempre posibilistas: lo que se puede hacer (de bueno). Y los idealistas, a los veinte años, han de plantearse lo que se debería hacer para cambiar el estado de cosas que nos disgustan. Los veinte no corresponden a un momento de neutralidad racional, sino a un modelo ideal racional. No es necesario ser comunista para desplegar ideales, que parte de un aserto ateo; sino que mi vida a los veinte y también a los cuarenta presenta aspectos distintos, pero siempre al servicio de los demás, con los ideales propios y las realizaciones adecuadas.
El niño es siempre apertura, sonrisa, ternura; pero, al mismo tiempo, es egoísmo, es yo. Y si no le hacen caso, monta la marimorena, patalea y llora. Más adelante, a los 5 ó 6 años, quiere ser el centro de atención (que le bailen y le admiren). Que todos se fijen en él/ella. Sólo más adelante, con la preadolescencia y la adolescencia comienza a fijar el yo como intimidad (reservada especialmente a los padres), al tiempo que se forjan identidades grupales y miméticas. Se da un yo centrante (Spitz) como afirman los sicólogos. En su fase más madura, el yo es referencial a los demás, y es la época juvenil, enamoradiza, al tiempo que recelosa de la vulnerabilidad que le envuelve.
En el desarrollo de la personalidad que se va forjando comienza una época relacional intensa que hace salir del yo, para fijarse en los demás. Es el momento cumbre donde se forjan los ideales, se hacen los grandes amigos y se producen los primeros idilios. El joven siente que ya no es el ombligo del mundo y que éste aparece en su vastedad intelectual, emocional, espiritual, artística, etc. Es la primera aparición de la persona hecha y derecha, capaz de proyectar hacia el futuro las propias capacidades. La persona es expansiva porque es capaz de donarse, ya que se autoposee; de amar libre y desinteresadamente. Se trasciende uno a sí mismo y va integrando de forma adecuada las aportaciones que va recibiendo y de las que se siente en continuo agradecimiento. Es también el momento de la apertura (y también de la cerrazón) a la cuestión religiosa, a la totalidad y la exclusividad, a lo infinito. No es preciso insistir en que en esta etapa de la vida se forjan las grandes decisiones. Se afirma (o se niega) lo recibido –traditio- y donado graciosamente. Y si el proceso de maduración ha sido bueno, y no interrumpido por experiencias negativas y contradictorias (descubrir con estupor que los buenos no lo son; que a quienes habíamos otorgado nuestra confianza no son dignos de tal; que las personas que han sido referentes, en realidad no lo son: padres, profesores, etc.), y siempre contando con la libertad personal, lo normal es que solidifique en actitudes de apertura, de bondad, de plenitud, de infinito, de Dios en última instancia; y la fe religiosa se haga, para el resto de nuestra vida, algo nuclear de nuestra personalidad.
La mayoría de las crisis religiosas aparecen en este tiempo de forja de la madurez y del carácter. Y, en mi opinión, tienen su raíz básicamente en estos dos aspectos:
a) Las experiencias negativas al desenmascarar la hipocresía de lo que se nos había dado por bueno (y sobre todo las personas que pensábamos que eran buenas, cuando la realidad es otra muy distinta). Esto produce un choque tan brutal que el joven no suele ser capaz de asimilarlo y puede llevarlo a un cinismo incipiente que marcará su andadura vital;
b) La ausencia de la ayuda necesaria, posiblemente no demandada o no encontrada en el ámbito adecuado, para asumir los fracasos y frustraciones personales. Es necesario que el joven tenga un auténtico maestro –además de los padres- que le ayude a conocerse, a asimilar sus tropiezos, que le anime y le sostenga en su acontecer vital. Suele ser un amigo experimentado, alguien que merezca su confianza, no porque le adule, sino precisamente porque sea capaz de corregirle también. El joven es joven, pero no es tonto. Esta labor que antaño ejercía con efectos benefactores un sacerdote, hoy o no se hace o se hace en chaise-longue de una consulta psicológica. Sin desdoro para la profesión, no es exactamente la misma misión la que corresponde al psicólogo que al sacerdote. Nuestros jóvenes –y nosotros mismos- acudimos al psicólogo porque no vamos a un confesonario para arrepentirnos. Me viene ahora una anécdota que quizá refleja bien lo que quiero expresar. Me lo contaba un médico. Fue a su consulta una persona que le manifestó que el pisto le sentaba mal. El galeno le dijo que lo mejor es que no lo tomara; pero el paciente le contestó: ¡es que me gusta mucho! Quería que le recetara una pastilla para que pudiera comer su plato preferido sin que le causara molestias. Tantas veces nos ocurre también a nosotros esto: no queremos cambiar de vida, porque nos “gusta”, pero cuando nos salen los sarpullidos que nos angustian y atenazan, queremos que el psicólogo o el psiquiatra nos lo arreglen cómodamente con unas simples pastillas… para seguir haciendo el gamberro. Y si no queremos cambiar, la cosa se hace más difícil y, desde luego, no hay arrepentimiento, lo que conduce inexorablemente a una “racionalización de la mala voluntad” en la que el sacerdote sobra y el psicólogo se ve impotente porque no es su misión que la gente se arrepienta de su mala vida.
Y el joven confuso y desorientado comienza una alocada carrera. Todo dependerá de su capacidad de reflexión, su sensibilidad y su resistencia para no abocarse a experiencias alienantes con lo primero que se tope: alcohol, sexo, drogas, etc., que siempre dejan un rastro de por vida. La tentación es entonces desligarse y buscar, desde cero: el autodidactismo, el “self-man”, etc. Es fácil que se produzcan ilusiones ópticas, pues la sed espiritual es tan intensa, que si tarda en aparecer el manantial –ese de aguas vivas que manifiesta Jesús a la Samaritana junto al pozo de Jacob- lo normal es que se postre para beber en un espejismo de charca que no es más que arena nauseabunda. La desilusión es grande. Entonces cunde un cierto escepticismo y un relativismo mimético: hacer lo que hace todo el mundo. Conducirse según patrones aceptados en el grupo y regirse éticamente por sí mismo: autocompasión y autoexculpación, que conduce fatalmente a un estado victimista y reivindicativo: eso que la gente de hoy llama “energía negativa” y que no es más que el tufo azufrado que desprende el egoísmo, lo que religiosamente se conoce como pecado: querer vivir sin Dios ni reconocimiento del propio pecado. Naturalmente, eso no sirve y, pasado algún tiempo, se muestra en toda su crudeza que no existe autorredención, que no hay hombres buenos “solitarios”.
La vida de D. Quijote y Sancho, magistralmente narrada por Cervantes, es paradigma de esa dualidad de personas que, unidas por una intensa amistad, se van ayudando mutuamente para “desfacer entuertos”, hasta llegar a intercambiar los papeles. El iluso de D. Quijote se irá humanizando, haciéndose cada vez más realista, más comprensivo; y el zoquete de Sancho, se irá espiritualizando, idealizando, asumiendo que no todo en esta vida se reduce a una rebanada de pan con chorizo, un buen vaso de vino y una espléndida siesta. Ninguno de los dos podría haber recorrido ese itinerario vital de no haber sido por la ayuda mutua.
La persona no es un centro sino una capacidad de centrarse (Leonardo Polo). En esta etapa de madurez, en vía de plenitud, es cuando uno se trasciende, se integra, se capacita para ayudar a los demás y de asumir compromisos. Y, sobre todo, cae en la cuenta (o no) de que esencialmente depende de los demás, de los otros, el Otro, de Dios. De que no es una mónada solitaria arrastrada por los hados a un destino inexorable y frecuentemente fatal, arrojado a la existencia pesarosa de este mundo, sino que su crecimiento pasa por la asunción de la dependencia (en primer lugar, de Dios), pues su libertad no es infinita y su duración temporal tampoco: no somos una independencia total y absoluta. Somos animales racionales dependientes. Nuestra libertad no es independencia, sino capacidad de autodirigirnos al fin que tenemos y que queramos hacerlo: la felicidad, que no se da sin Dios; o el abismo de una vida regalada y fácil. Decía un filósofo (López Quintás) que el amor –se refería al amor entre un hombre y una mujer- se presenta de dos maneras. La primera, la que denomina amor de fusión, es la que al principio lo da todo y no pide nada a cambio, hasta el final, en que lo quita todo; la segunda, amor de éxtasis (salida de sí), lo pide todo y no da nada al principio, hasta el final en que lo da todo. Pero esto es aplicable a cualquier amor: conyugal, amistad, Dios… Lo que se siembra es lo que se cosecha; y si esparzo egoísmo, aunque sea compartido, voluntario entre adultos, lo propio es que recoja desprecio. Si, por el contrario, mi simiente es de sacrificio y entrega, el fruto será abundante y en sazón satisfará los anhelos más profundos. Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo e infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Evangelio de san Juan, 12, 24).
Se abre uno (o se cierra) a la trascendencia según haya sido hasta ese momento la trayectoria vital, las oportunidades aprovechadas o despreciadas, las decisiones tomadas (o no realizadas) en un sentido o en otro. Y de acuerdo con la formación que hasta ese momento haya recibido el joven. La carencia de todo motivo sobrenatural es un verdadero lastre para el joven que se ve a sí mismo en la jungla de la que no sabe salir. No tiene referencias morales claras ni a donde agarrarse cuando compruebe que no hace pie y se ahoga.
Necesitamos, para nuestra madurez de una instancia superior que dé razón intensiva y extensiva de nuestro recto proceder y que no provenga de nuestro magín porque esto comportaría caer en un proceso de corrupción, entendida como un estado catatónico que sólo despierta ante lo sensitivo y material, con sagacidad y astucia, instrumentando a los demás para lograr nuestros fines. Y esto porque se sustituye la instancia universal (Dios) por un punto infinitesimal tendente a la nada (yo) hasta caer en la más estulta de las idolatrías (el yo) verdadera patología de la sociedad actual. Se forma entonces un conjunto de yoes en expansión (sociedad gaseosa) y en continua fricción de plasma integrado por plastas.
El subjetivismo rastrero de la sociedad postmoderna en el que nos encontramos es, en cierto sentido, una autodestrucción que desgarra la propia interioridad, la propia biografía, despojándonos de la capacidad de asunción del prójimo, especialmente del más vulnerable. Vacía la sociedad de los valores de solidaridad, amor desinteresado, generosidad, amistad. La vida social se vuelve caótica, enmarañada, selva en la que prima el sálvese quien pueda. Se debilitan o desaparecen los lazos humanos más primigenios y fundantes. Piénsese, por ejemplo, en el aborto que se da en nuestras sociedades del progreso, donde el que estorba y no protesta es eliminado en pro de mis supuestos “derechos” a tener una vida tranquila. O en la destrucción del núcleo familiar, donde los niños –los más débiles- son, a veces, tratados como moneda de cambio, arma arrojadiza entres los contendientes (padres) quienes deberían ser sus mejores protectores; y sin darse cuenta del todo, de la desolación que con sus actitudes producen en el alma y en el cuerpo de esas criaturas, desarraigan cualquier atisbo de compasión desde su más tierna infancia: ¿Qué será de ellos una vez alcanzada la edad adulta? Y podríamos hablar también de los ancianos: devoradores de recursos y no productores, molestos y llenos de achaques, que estropean nuestras vacaciones y planes de ocio…, por lo que siguiendo la lógica siniestra y utilitarista de la mentalidad actual son sobreros y, por tanto, susceptibles de descarte (eutanasia). Es doloroso, pero es la vida misma. Y si no se cambia de mentalidad y de actitud vital, nos volvemos, Homo homini lupus (el hombre es un lobo para el propio hombre) como, en su amargura, dijera Plauto y popularizara Hobbes.
La mentira, el engaño, el fraude, son monedas corrientes. Las promesas se hacen para no cumplirse, los tratos y contratos son papel mojado, y así una reata de desavenencias que ninguna ley puede arreglar si el corazón está pervertido.
En suma, cuando emerge el yo que no se personaliza para los demás, sino que se constituye en centro de sí descentrado, entonces forjamos una sociedad de inmaduros adolescentes que se perpetúan a sí mismos, de forma exacerbada y disocial. Y esto es sencillamente irrealizable. Las personas se enrarecen, se frivolizan y se banaliza todo porque ya no se tiene autocontrol: ni de la razón, ni de la voluntad, ni de los afectos y sentimientos. Ni se piensa, ni se quiere lo que cuesta esfuerzo, y lo que se desea –a nivel instintivo- ha de ser para ya. La instantaneidad. La persona se desvanece, se deshace en pura pulsión material. Ya no estamos ante un hombre o una mujer, sino ante un espantajo, un manojo de yoismo egótico y exasperante, ante la tragedia de un vulgar y excéntrico yo.
No se trata de un “pesimismo antropológico”, de que esto no tiene remedio. Lo que quiero es destacar, con todo su optimismo antropológico, que sí hay remedio, que todo es reversible, a condición de que asumamos que la postmodernidad ha muerto y de que Dios, y el cristianismo, está más vivo que nunca. Que la situación, en definitiva, es reversible y que está en nuestras manos.
Es necesario, por tanto, dar un giro copernicano para deshacer lo que nos ha llevado hasta aquí, el sufrimiento de tantas y tantos que queriendo ser felices atajan por el camino de lo fácil… hacia el abismo infernal. Si algo me llama la atención de nuestra sociedad es que siendo muy avanzada, poseyendo lo que nuestros abuelos ni soñaron, sea tan estúpidamente infeliz e insatisfecha. ¡Ya les gustaría a los que viene en pateras disfrutar aunque solo fuera un diez por ciento de lo que nosotros disponemos!: por eso vienen, a comer las migajas.
Un dolor y un sufrimiento sin razón material aparente se ha adueñado de nuestras mentes como un virus perverso que nos vuelve destarifados; y estamos profundamente insatisfechos, somos infelices, y, sobre todo, hay un dolor intenso e inmensamente gratuito; y una angustia vital, una desazón, una congoja inútiles y perversas.
Es un hecho llamativo que muchos de nuestros coetáneos reducen su interés al consumo. No les preocupa –al menos aparentemente- más que disfrutar de un buen nivel de vida. Sin que obste lo anterior, nos conviene ensanchar nuestro punto de mira, para preocuparnos –responsabilizarnos- por los que conviven a nuestro lado. Para esto es necesario mantener una “actitud religiosa”. No hay otro modo. La crisis religiosa es una crisis para ver lo religioso que está en el centro de nuestra carencia: no vemos porque sencillamente no queremos ver; y, al revés, también se puede afirmar lo contrario. La cura que necesitamos no son cataplasmas de euros, sino de buen corazón, de un corazón religioso que se compadece, que sale al encuentro del otro, que acoge el dolor ajeno y lo hace propio: la compasión y la misericordia en un mundo en el que prima el do ut des; y en el que no se encuentra el don, la gratuidad, la recepción del otro. Hay que volver a leer el Evangelio (Mateo, 23) y aprender lo que significa “misericordia quiero y no sacrificios”. Los demás necesitan de mí, de mi corazón compasivo, que comprende y se hace cargo de la miseria de los que están a mi alrededor, porque no estoy pagado de sí mismo.
Hay que responsabilizarse, estrechar lazos; pero también -en el fondo es lo mismo-, ser generoso y honrado. Una rectitud intelectual y volitiva que sabe pasar de las propias apetencias e intereses para darse a los demás.
Solemos tener una concepción negativa de los otros –que nos quitan nuestro tiempo, nos abruman con sus problemas, nos torturan con sus manías, etc.- y la crispación, con la respectiva desconfianza y aislamiento, van en aumento. Ya no ponemos la mano en el fuego por nadie, porque es posible que me abrase hasta el hombro. El no tener en quien confiar es probablemente el drama cotidiano más importante del hombre de hoy. Se ve a los demás como una amenaza, competidores de nuestra felicidad. También porque se ha introducido fatalmente la ilusión de que Dios es también otro competidor, antagonista de nuestra felicidad, que nos amarga recordando cosas enojosas. La visión que tenemos -o que nos han hecho tener- es la de Alguien que quiere imponerse a todo trance, ahogándonos con normas, reglas, mandatos que borran la alegría de vivir. ¡Vaya pesadez! ¡Qué tipo más pelma! Es una visión anormal de la postmodernidad que ha calado densamente. Ya no se ve a Dios como a un padre amoroso, un amigo que quiere compartir conmigo los momentos gloriosos y penosos de mi existencia; sino como alguien que nos puede amargar la vida. Tal deformación estigmatiza nuestras relaciones más íntimas y nos lleva precisamente a la desconfianza que padecemos: uno ya no se fía ni de la mujer, o el marido, de los hijos, de los parientes, de los amigos… Y no queda más que autoafirmación. Es un desgaste neurótico porque comporta una actitud de desafío y de conflicto permanentes. Un estado de alerta y excitación continuas que paraliza y deja exhausto. Produce un estrés considerable que da lugar a los diversos trastornos de personalidad, depresiones, etc., que configuran un aspecto social enfermizo. Hoy más que nunca, el hombre busca refugio porque se siente inseguro ante las inclemencias sociales que son –o le parecen- hostiles.