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Es a partir del siglo XIV cuando comienza a aparecer en la filosofía el valor de la voluntad; incluso como lo más activo del hombre, por encima de la inteligencia. Hasta ese momento, la filosofía griega y medieval, había considerado la primacía de la inteligencia: primero es la verdad, después, una vez conocida, es apetecida por la voluntad. Pues bien, de las escuelas franciscanas de teología (Scoto y Ockham) aparece una nueva visión que trastoca este mundo estable: la primacía de la voluntad, entendida poco después como “espontaneidad”, frente a la razón que sería, sin más, algo pasivo: la inteligencia busca “la verdad” que le “impone” la voluntad. Este problema nace como un tema teológico –salvaguardar la omnipotencia divina- frente al intento de “llegar” a Dios por vía racional.
Sin embargo sus autores iniciales, no podían percatarse de lo revolucionario que será este nuevo método de acceso a la antropología: una auténtica revolución copernicana, en la que el hombre tomará la centralidad: el Renacimiento y la época moderna, de la que vivimos actualmente.
Un primer atisbo, ya lo hemos comentado a la hora de exponer la doctrina luterana: la sola fides, la sola scriptura, llevará a la subjetividad religiosa. Tampoco Lutero pudo darse cuenta de lo que esto significaba. Pero estos planteamientos afectaron de manera imponente en la concepción de la conciencia.
En su libro Verdad, Valores, Poder, del cardenal Ratzinger, extraigo este pasaje que aclara la cuestión de la conciencia, y que nos lleva al centro del problema moral, de la misma manera que la cuestión de la existencia humana.
“Ahora quisiera tratar de exponer la referida cuestión, no como reflexión rigurosamente conceptual, sino más bien de forma narrativa, como hoy se dice, contando antes que nada la historia de mi acercamiento personal a este problema. La primera vez que fui consciente de la cuestión, en toda su urgencia, fue al principio de mi actividad académica. Una vez, un colega más anciano, muy interesado en la situación del ser cristiano en nuestro tiempo, opinaba en una discusión que había que dar gracias a Dios por haber concedido a tantos hombres la posibilidad de ser no creyentes en buena conciencia. Si se les hubieran abierto los ojos y se hubieran hecho creyentes, no habrían sido capaces, en un mundo como el nuestro, de llevar el peso de la fe y sus deberes morales. Sin embargo, y puesto que recorren un camino diferente en buena conciencia, pueden igualmente alcanzar la salvación. Lo que me asombró de esta afirmación no fue tanto la idea de una conciencia errónea concedida por Dios mismo para poder salvar con esta estratagema a los hombres, la idea, por así decir, de una ceguera mandada por Dios mismo para la salvación de estas personas. Lo que me turbó fue la concepción de que la fe es un peso difícil de sobrellevar y que sólo pueden soportarlo naturalezas particularmente fuertes: casi una forma de castigo, y siempre un conjunto oneroso de exigencias difíciles de afrontar. Según esta concepción, la fe, en lugar de hacer más accesible la salvación, la dificulta. Así pues, tendría que ser feliz precisamente aquel a quien no se le carga con el peso de tener que creer y de tener que someterse al yugo moral, que conlleva la fe de la Iglesia Católica. La conciencia errónea, que permite vivir una vida más fácil e indica un camino más humano sería por lo tanto la verdadera gracia, el camino normal hacia la salvación. La no verdad, el quedarse lejos de la verdad, sería para el hombre mejor que la verdad. No sería la verdad lo que le liberaría, sino más bien tendría que liberarse de ella. Dentro de su propia casa el hombre estaría más en las tinieblas que en la luz; la fe no sería un don del buen Dios, sino más bien una maldición. Así las cosas, ¿cómo puede la fe provocar gozo? Más aún, ¿quién podría tener el valor de transmitir la fe a los demás? ¿No será mejor ahorrarles este peso o incluso mantenerlos lejos de él? En los últimos decenios, concepciones de este tipo han paralizado visiblemente el impulso de la evangelización: quien entiende la fe como una carga pesada, como una imposición de exigencias morales, no puede invitar a los otros a creer; más bien prefiere dejarles en la presunta libertad de su buena fe. Quien hablaba de esta manera era un sincero creyente, mejor dicho: un católico riguroso, que cumplía con su deber con convicción y escrupulosidad. Sin embargo, expresaba de esta manera una modalidad de experiencia de fe, que solo puede inquietar y cuya difusión podría ser fatal para la fe. La aversión, que llega a ser traumática en muchos, contra lo que consideran un tipo de catolicismo “preconciliar” deriva, en mi opinión, del encuentro con una fe de este tipo, que hoy casi no es más que un peso. Aquí sí que surgen cuestiones de la máxima importancia: ¿Puede verdaderamente una fe semejante ser un encuentro con la verdad? La verdad sobre el hombre y sobre Dios, ¿es de veras tan triste y tan pesada, o en cambio la verdad no consiste, precisamente, en la superación de un legalismo similar? ¿Es que no consiste en la libertad? ¿Pero adónde conduce la libertad? ¿Qué camino nos indica? En la conclusión tendremos que volver a estos problemas fundamentales de la existencia cristiana hoy; pero antes es menester volver al núcleo central de nuestro tema, a la conciencia. Como ya he dicho, lo que me asustó del argumento antes mencionado fue sobre todo la caricatura de la fe, que yo creí entrever. Sin embargo, reflexionando desde otro ángulo, me pareció que era falso incluso el concepto de conciencia del que se partía. La conciencia errónea protege al hombre de las onerosas exigencias de la verdad y así lo salva…: esta era la argumentación. Aquí la conciencia no se presenta
como la ventana desde la que el hombre abarca con su vista la verdad universal, que nos funda y sostiene a todos y que una vez reconocida por todos hace posible la solidaridad del querer y la responsabilidad. En esta concepción la conciencia no es la apertura del hombre hacia el fundamento de su ser, la posibilidad de percibir lo más elevado y esencial. Más bien parece ser el cascarón de la subjetividad, en el que el hombre se puede esconder huyendo de la realidad. Está aquí presupuesto, precisamente, el concepto de conciencia del liberalismo. La conciencia no abre las puertas al camino liberador de la verdad, la cual o no existe en absoluto o es demasiado exigente para nosotros. La conciencia es la instancia que nos exime de la verdad. Se transforma en la justificación de la subjetividad, que ya no se deja poner en discusión, y así como en la justificación del conformismo social, que como mínimo común denominador entre las diferentes subjetividades, tiene como tarea el hacer posible la vida en la sociedad. Desaparece el deber de buscar la verdad, como también las dudas sobre las tendencias generales predominantes en la sociedad y todo lo que en ella se ha vuelto costumbre. Es suficiente estar convencido de las propias opiniones, así como adaptarse a las de los demás. El hombre queda reducido a sus convicciones superficiales que, cuanto menos profundas sean tanto mejor para él. Lo que en un principio me había parecido sólo marginalmente claro, en esta discusión, se me mostró en toda su evidencia algo después, durante una disputa entre colegas, a propósito del poder de justificación de la conciencia errónea. Alguien objetó a esta tesis que, si esto tuviera un valor universal, entonces hasta los miembros de las SS nazis estarían justificados y tendríamos que buscarlos en el paraíso. Estos, efectivamente, llevaron a cabo sus atrocidades con fanática convicción y también con una absoluta certeza de conciencia. A lo que otro respondió con la máxima naturalidad, que realmente era así: no hay ninguna duda de que Hitler y sus cómplices, que estaban profundamente convencidos de su causa, no hubieran podido obrar de otra manera y que por lo tanto, por mucho que sus acciones hayan sido objetivamente espantosas, a nivel subjetivo, se comportaron moralmente bien. Desde el momento que ellos siguieron su conciencia, por deformada que estuviera, se tendría que reconocer que su comportamiento era para ellos moral y por lo tanto no se pondría en tela de juicio su salvación eterna. Después de esta conversación tuve la absoluta certeza de que había algo que no cuadraba en esta teoría sobre el poder justificativo de la conciencia subjetiva, con otras palabras: tuve la seguridad de que un concepto de conciencia que llevaba a conclusiones semejantes tenía que ser falso. Una firme convicción subjetiva y la consiguiente falta de dudas y escrúpulos no justifican absolutamente al hombre. Unos treinta años después, encontré sintetizadas en las lúcidas palabras del sicólogo Albert Görres las intuiciones, que desde hacía mucho tiempo también yo trataba de articular a nivel conceptual. Su elaboración pretende constituir el núcleo de esta aportación. Görres nos dice que el sentimiento de culpa, la capacidad de reconocer la culpa pertenece a la esencia misma de la estructura sicológica del hombre. El sentimiento de culpa, que rompe con una falsa serenidad de conciencia y que se puede definir como una protesta de la conciencia contra la existencia satisfecha de sí misma, es tan necesario para el hombre como el dolor físico, como síntoma, que permite reconocer las disfunciones del organismo. Quien ya no es capaz de percibir la culpa está espiritualmente enfermo, es ‘un cadáver viviente, una máscara de teatro’ como dice Görres. Son los monstruos que, entre otros brutos, no tienen ningún sentimiento de culpa. Quizá Hitler, Himmler o Stalin carecían totalmente de él. ‘Quizá los padrinos de la mafia no tengan ninguno, o quizá los tengan bien escondidos en el desván. También los sentimientos de culpa abortados… Todos los hombres tienen necesidad de sentimientos de culpa’. Por lo demás una simple hojeada a la Sagrada Escritura habría podido prevenir de semejantes diagnósticos y de semejante teoría de la justificación mediante la conciencia errónea. En el salmo 19,13 encontramos esta afirmación, que merece siempre ponderación: ‘¿Quién será capaz de conocer los deslices? Límpiame de los que se me ocultan’. Aquí no se trata de objetivismo veterotestamentario, sino de la más profunda sabiduría humana: dejar de ver las culpas, el enmudecimiento de la voz de la conciencia en tan numerosos ámbitos de la vida es una enfermedad espiritual mucho más peligrosa que la culpa, que uno todavía está en condiciones de reconocer como tal. Quien no es capaz de reconocer que matar es pecado, ha caído más bajo de quien todavía puede reconocer la maldad de su comportamiento, ya que se ha alejado mucho más de la verdad y de la conversión. No por nada en el encuentro con Jesús, quien se autojustifica aparece como el que verdaderamente está perdido. Si el publicano, con todos sus innegables pecados, es más justificable ante Dios que el fariseo con todas sus obras verdaderamente buenas (Lc, 18, 9-14), esto sucede no porque los pecados del publicano dejen de ser verdaderamente pecados y las buenas obras del fariseo, buenas obras. Esto no significa de ningún modo que el bien que hace el hombre no sea bien ante Dios y que el mal no sea mal ante El y ni siquiera que esto no sea en el fondo tan importante. La verdadera razón de este juicio paradójico de Dios se entiende precisamente a partir de nuestra cuestión: el fariseo ya no sabe que también él tiene culpas. Está completamente en paz con su conciencia. Pero este silencio de la conciencia lo hace impenetrable para Dios y para los hombres. En cambio el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, hace que sea capaz de verdad y de amor. Por esto Jesús puede obrar con éxito en los pecadores, porque estos no se han vuelto impermeables, escudándose en una conciencia errónea, a ese cambio que Dios espera de ellos, así como de cada uno de nosotros. Él en cambio no puede tener éxito con los “justos», precisamente porque a ellos les parece que no tienen necesidad de perdón, ni de conversión; efectivamente su conciencia ya no les acusa, si no que más bien los justifica. Algo análogo podemos encontrar también en San Pablo, el cual nos dice que los gentiles conocen muy bien, incluso sin ley, lo que Dios espera de ellos (Rom 2,1-16). Toda la teoría de la salvación mediante la ignorancia se viene abajo en este versículo: en el hombre está inevitablemente presente la verdad, una verdad del Creador, la cual fue puesta luego por escrito en la revelación de la historia de la salvación. El hombre puede ver la verdad de Dios, por ser él un ser creado. No verla es pecado. Deja de ser vista sólo cuando no se quiere ver. Este rechazo de la voluntad, que impide el conocimiento, es culpable. Por eso, si la lucecita no se enciende, ello es debido a una negación deliberada de todo lo que no deseamos ver. Llegados a este punto de nuestras reflexiones es posible sacar las primeras consecuencias para responder a las cuestiones sobre la naturaleza de la conciencia. Ahora podemos ya decir: no se puede identificar la conciencia del hombre con la autoconciencia del yo, con la certidumbre subjetiva de sí mismo y del propio comportamiento moral. Este conocimiento, puede ser por una parte un mero reflejo de las opiniones difundidas en el ambiente social. Por otra parte puede derivar de una falta de autocrítica, de una incapacidad de escuchar las profundidades del espíritu. Todo lo que ha salido a la luz después del hundimiento del sistema marxista en la Europa Oriental, confirma este diagnóstico. Las personalidades más atentas y nobles de los pueblos por fin liberados hablan de una enorme devastación espiritual, que ha tenido lugar en los años de la deformación intelectual. Notan una torpeza del sentimiento moral, que representa una pérdida y un peligro mucho más grave que los daños económicos ocurridos. El nuevo patriarca de Moscú lo denunció de manera impresionante al principio de su ministerio, en el verano de 1990: La capacidad de percepción de los hombres, que han vivido en un sistema basado en la mentira, se había obscurecido, según él. La sociedad había perdido la capacidad de misericordia y los sentimientos humanos se habían desvanecido. Toda una generación estaba perdida para el bien, para acciones dignas del hombre. “Tenemos el deber de encarrilar la sociedad a los valores morales eternos», es decir: el deber de desarrollar nuevamente en el corazón de los hombres el sentido auditivo, casi atrofiado, para escuchar las sugerencias de Dios. El error, la “conciencia errónea», sólo a primera vista es cómoda. Si no se reacciona, el enmudecimiento de la conciencia lleva a la deshumanización del mundo y a un peligro mortal. Dicho con otras palabras: la identificación de la conciencia con el conocimiento superficial, la reducción del hombre a su subjetividad no libera en absoluto, sino que esclaviza; nos hace totalmente dependientes de las opiniones dominantes a las que incluso va rebajando de nivel día tras día. Quien hace coincidir la conciencia con las convicciones superficiales, la identifica con una seguridad pseudorracional entreverada de autojustificaciones, conformismo y pereza. La conciencia se degrada a mecanismo de desculpabilización, mientras que lo que representa verdaderamente es la transparencia del sujeto para lo divino y por lo tanto también la dignidad y la grandeza específicas del hombre. La reducción de la conciencia a la certidumbre subjetiva significa al mismo tiempo la renuncia a la verdad. Cuando el salmo, anticipando la visión de Jesús sobre el pecado y la justicia, ruega por la liberación de las culpas no conscientes, está llamando la atención sobre esta conexión. Desde luego se debe seguir la conciencia errónea. Sin embargo aquella renuncia a la verdad, ocurrida precedentemente y que ahora se toma la revancha, es la verdadera culpa, una culpa que en un primer momento mece al hombre en una falsa seguridad para después abandonarlo en un desierto sin senderos.”
Hasta aquí la valiosa reflexión que Benedicto XVI hace de la conciencia errónea. Digamos algunas cosas más acerca de este importantísimo tema.
En primer lugar, ateniéndonos al sentido etimológico de la palabra, conciencia es cum-sciencia: compartir la ciencia. No es algo que nosotros nos dotamos, sino algo que compartimos: que hemos recibido y que necesitamos participar para no equivocarnos. Los griegos –Aristóteles– ponían la prudencia como una de las virtudes más excelsas, necesarias para la armonía y el buen gobierno, para ejercitar la templanza, la fortaleza y la justicia. Sin prudencia, no hay convivencia. Pues bien, parte importante de la prudencia es la petición de consejo: aconsejarse es lo propio del hombre prudente. El solipsista no lo necesita: él ya sabe lo que tiene que hacer. Por tanto la conciencia hace relación, en primer lugar, a un saber asociado.
El sentido cristiano de la conciencia tiene también un aspecto esencial: es la voz imperante del Dios que nos habla precisamente en ese lugar intransitable para los demás como es la conciencia. Por tanto, la conciencia es el lugar común de Dios y nuestro, el lugar compartido: no es totalmente impenetrable porque Dios habla a nuestra conciencia, participa de ella de alguna manera. Como bien señala Benedicto XVI, la subjetividad, considerar que la conciencia es un ámbito exclusivamente mío, puede llevar, y de hecho lleva, al error de una conciencia subjetivamente pervertida por acallamiento.
Una última consideración: si la conciencia es el lugar de encuentro de Dios y mío, he de dejarme llevar por la conciencia, aunque ésta pueda estar, en un momento determinado y concreto, equivocada. Si después, caigo en la cuenta del error, estoy, por esa misma conciencia, obligado a la rectificación. Sabiendo siempre que la verdad de mi conciencia puede ser provisional, aunque no atenazado por esa provisionalidad. Como ya se ha comentado, en su famosa carta del cardenal Newman al duque de Norfolk le explicaba que, de hacer un brindis, ciertamente brindaría por el Papa de Roma, pero antes por su conciencia y solo después por el obispo de Roma. Dejaba así claro que en su proceso de adhesión al catolicismo, que le llevó a paladear muchos sinsabores, no había más que la obligación moral de seguir su propia conciencia, reconociendo al mismo tiempo, la misión única del Magisterio eclesiástico: en conciencia consideraba que la asistencia divina a la Iglesia de Jesucristo, para que no fallara en la verdad esencial al cristianismo, estaba de parte del “obispo de Roma”.
Para situar esta cuestión principal, podemos traer a colación aquí la actitud que Tomás Moro adoptó frente a la pretensión de Enrique VIII de considerarse cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Ante la negativa de Moro frente las presiones del rey para que firmara el acta del parlamento, fue encarcelado. Un amigo suyo, precisamente el duque de Norfolk, fue a visitarlo a la Torre de Londres, a título privado; y le pide que transija por amistad. Moro lee responde que por amistad con él no puede ir al infierno, pervirtiendo su conciencia. El duque de Norfolk contraataca y le advierte del grave peligro en el que se encontraba, pidiéndole que no fuera testarudo y que, al fin y al cabo, todos eran conocedores de su actitud: que firmara el acta del parlamento con la boca pequeña. Y agregó: «indignatio principis mors est«. Tomás Moro, le contestó: «Si eso es todo, mi buen amigo, entonces entre vos y yo hay sólo una diferencia: que yo moriré hoy, y vos mañana». Moro fue llevado al cadalso y le fue cortada la cabeza…, el duque de Norfolk tardó algunos años, pero, a su debido tiempo, también fue ejecutado.