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Y cuando uno siente la necesidad de desandar lo mal andado en su vida, me espetó con ahínco, ¿cómo se hace? ¿Cómo lo puedo remediar? Si al arriero, siendo un caminante y no pudiendo dejar de serlo, su andadura consiste en tropezar y rodar, ¿qué le espera?
En mi opinión, la gran culpa de la modernidad es haber olvidado o diluido el sentido de la culpa. Durante un tiempo excesivo se nos ha inculcado que hay que inculpar a los demás: al sistema, a la represión, a la alienación de la sociedad opresora, incluso a la religión. Y ha calado. Y ahora, la libertad, despojada de su responsabilidad, se nos hace muy costosa. Nos sentimos condenados a un perpetuo e incesante esfuerzo baldío, como el mito de Sísifo. Siempre arrastrándonos para lograr un vacuo y efímero instante de gloria: el minuto de fama.
Hay quien ante esta cuestión se siente perplejo. Pero hay que asumir que el coste de una libertad liberadora no es ni más ni menos que la posibilidad de la culpa. Y la culpa, a su vez, requiere liberación. Así que nos encontramos en un callejón sin salida, en un laberinto inexpugnable.
Culpar(se) es reconocer la responsabilidad personal y, por tanto, la libertad. A nadie se le ocurre introducir en prisión, o mantener en libertad vigilada, a un perro que nos haya mordido. Si alguien va a presidio es porque es responsable y tiene la posibilidad de redención; y, por eso, se le mete en la cárcel: en caso contrario, sería una opción a considerar la eliminación del sujeto, como la del tigre o el tiburón que ha descubierto lo apetitoso de un manjar de carne humana.
¿En qué consiste la redención de la culpa? En sentido riguroso es la capacidad de volver a comenzar con el rédito intacto, con el crédito necesario para iniciar una nueva vida: volver a nacer, volver a ser uno mismo, renacer. Tener intacta la propia identidad. Redemptio, en latín, significa rescatar; y redimir es pagar el rescate y ser liberado. Y la siguiente pregunta sería ¿quién puede pagar el rescate? Hay diversas respuestas. La primera sería la negación de la culpa. Esto, sin embargo, no resuelve el problema: sería vivir en estado alzheimoso, desmemoriado y perder la propia identidad. Además, la negación de la culpa es, en sí misma, culpable. Como ya se ha expuesto.
También cabe que sea yo mismo quien la pague. Sin embargo, todos tenemos experiencia de lo insatisfactorio que resulta. Que alguien, por ejemplo, haya atropellado a una persona y le haya causado la muerte, por no haber respetado una señal de tráfico, es algo que no puede borrarse de un plumazo, no se puede deshacer, por mucho que nos embargue el dolor; ni uno mismo puede autoperdonarse, por más que no haya habido deseo de provocar el accidente y menos aún la muerte de la víctima inocente que en ese instante cruzaba confiadamente. La autorredención se define, pues, como solución cero o nula: nadie puede ser juez y parte de sí mismo.
Entonces, ya sólo disponemos de una tercera posibilidad, que es pasiva para el sujeto: admitir la necesidad de ser redimidos. Sin embargo, en este caso, no puede ser alguien que no disponga de fondos para pagar el rescate. En realidad, y a efectos, de sentido de la propia vida, en absoluto, sólo Dios es capaz de hacerlo. La cuestión clave, a la hora de entender la redención, es el problema de mi existencia, aunque en medio haya habido drama, congoja, dolor, angustia. En definitiva, un final feliz de mi historia personal.
A menudo zumba a nuestro alrededor la excusa, la justificación, cuando uno tiene que pedir cuentas de algo. Pero no sería otra cosa que la narcotización del propio yo, de la propia libertad que queda así como dormida. Resuena la frase bíblica del primer hombre, preguntado por la noche de su culpa, cuando se le llamó para que se arrepintiera, y que agravó con la excusa, machista ella, diciendo: “fue la mujer que me diste por compañera”. Y no sin cierto cinismo se oye decir que “yo ya soy bueno, pues no tengo de qué arrepentirme”.
Porque todos los días hay que empezar de nuevo. Pedir perdón. Lo sucedido, ni siquiera Dios puede hacer que no haya sucedido. Ese es su límite: mi libertad. Si pudiera hacerlo, no habría realmente libertad; o Dios no sería Dios, sino un fantasma, porque la vida no sería real, sino espectral. Así, Aristóteles puede decir que lo que ha pasado, es decir, lo ocurrido, no ha podido menos de haber pasado. Y cita una frase de Agatón “En este punto ni el mismo Dios tiene libertad; lo que fue, necesariamente ha sido”. La novedad está en el perdón, que es la condonación de la deuda. Sólo el perdón genera esperanza; porque versa sobre el futuro de un pasado recuperado. Circular por este borde es ciertamente orillar lo divino, por cuanto somos re-hechos de nuevo. Como dice el refrán “merecerías, serrana, que te fundieran de nuevo, como se funden las campanas”. Ya no ha lugar para la nostalgia (el pasado cerrado), sino para la ilusión (el futuro que se abre). Pero, para que haya cancelación, es necesario que, igual que hubo libertad en la culpa, haya libertad en el arrepentimiento: si uno no quiere, ni Dios aunque quiera puede perdonarle.
Para el fatalista la vida es algo irremediable que ha de terminar de un cierto modo ineludible. Por eso, en su mundo chato, de dos dimensiones, no hay novedad. Sucedió así, y así queda. Pero la novedad de la libertad y del perdón es una historia abierta a cualquier fin. Los hombres no somos como los ríos que no pueden volverse atrás. Nada es inevitable ni está determinado de antemano. Todo santo tiene pasado (no siempre limpio), y todo sinvergüenza posee futuro (que puede ser santo).
En la literatura clásica, el héroe se constituye como tal, justamente porque podía no haberlo sido. Para la moral de la libertad sería infame decir de alguien que está condenado, porque siempre puede re-hacerse. Es el argumento de Tirso de Molina en el “Condenado por desconfiado”. Como también sería perverso afirmar que es imposible asumir compromisos que comprometan la propia vida. La ‘utopía’ verdadera está en nuestra mano: una libertad que posibilita lo que es de más estimable: asumir mi compromiso. Si prometo fidelidad hacia un amigo, hacia una mujer, seré desleal en caso de no cumplir a lo que me he obligado. Por eso, la amistad, como el matrimonio, es ámbito de libertad. Un encanto hecho irrevocable. Quizá sea la razón por la que “enganchan” y gustan esas tramas en que tonto él y tonta ella, se aman para siempre. Nadie dice: te amaré hasta mañana, el mes que viene o hasta que ‘la vida nos separe’. Eso no tiene novedad, no tiene emoción, es mediocre. Ese no es un héroe, es un burgués al que le asusta el riesgo de su propia libertad, y se refugia en lo que le parece seguro: su medianía. El amor tiene esta premisa: o se ama para siempre –necesitaría toda una vida, dice la canción, para amarte- o no es sincero. Por eso es necesario el perdón para volver a empezar. Porque el amor se manifiesta en el perdón: sólo el que verdaderamente sabe amar lo hace perdonando. Una madre, un padre para el que el hijo, después de una trastada, vuelve a recuperar el esplendor de siempre: un hijo maravilloso. Y es maravilloso justamente por ser su hijo.