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Ahora toca el relevo al lector. Hasta aquí he realizado unas consideraciones que me parecían relevantes. Pero hay que pasar del dicho al hecho, y hay un buen trecho. Esto corresponde a cada uno. El lector tiene en sus manos la posibilidad de llevar a cabo esta tarea. Ciertamente puede pensar que se trata no solo de algo arduo sino también de que sea inútil, y sucumba a la tención de seguir formando parte del montón, de que a él nadie le ha llamado a meterse en camisas de once varas; y que, al fin y al cabo, es solo un mortal transeúnte que lo que quiere es vivir la vida. Que ese esfuerzo no vale la pena.
Pero también podría suceder al contrario. Para las cuesta arriba yo quiero mulo, que las cuestas abajo yo me las subo. Ciertamente nos ha tocado un momento histórico de grandes y profundos cambios, pero está en nuestra mano, por pequeña que nos parezca nuestra aportación, hacer un mundo más humano, menos engañoso, menos falaz, más justo y sobre todo más llevadero, con menos pesadumbre. La alegría de un corazón que no sabe decir basta. Quizá no lleguemos a ver ese nuevo amanecer de una humanidad más humana. No importa. En cierta ocasión, se encontraba Borges impartiendo una multitudinaria conferencia en la Universidad de San Marcos, de Lima. La revolución –esta vez, curiosamente, provocada por los militares-, hacía del ambiente universitario un espacio enrarecido y en ebullición. Los universitarios increpaban a Borges, por unas declaraciones suyas que chocaban estrepitosamente con los ideales revolucionarios. Tras largos minutos de abucheos, se hizo un silencio sepulcral. Borges comenzó, con voz queda, a hablar de literatura. De pronto, se alzó una voz juvenil que le espetó ¿cómo es posible que un hombre tan culto e inteligente como usted se empeñe en oponerse al curso de la historia? La respuesta no tuvo desperdicio: oiga, joven, ¿no sabe usted que los caballeros sólo defendemos causas perdidas? Eso decía el agnóstico Borges. Pero para una persona que disponga de una mayor proyección bien vale la pena traer aquí, a nuestra consideración, las palabras de Cristo: “nadie tiene amor más grande que aquel que da a vida por sus amigos. Yo os llamo amigos”. Entonces resulta que mi vida sí que tiene proyección, que lo que yo haga, aunque parezca minúsculo, puede ser revolucionario. “Eres, entre los tuyos –alma de apóstol-, la piedra caída en el lago. Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo…, y éste, otro… y otro, y otro… Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?” (san Josemaría, Camino, n. 831). En realidad, nada de lo que hacemos es inane. Todo tiene importancia. Porque la categoría no la damos los hombres, sino Dios. Lo importante, no es lo que yo pueda hacer; lo importante es lo que hace Dios. Esta consideración, bien puede aplacar el corazón atribulado de tantos que se encuentran en la encrucijada de la vida sin saber qué hacer o cómo hacer. Pero la esperanza es remedio, es tener la confianza de que, por encima de los avatares de esta vida, hay Alguien que nos ama y nos espera.