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Según el mensaje cristiano, no hay ninguna oposición entre la fe cristiana y la razón. El Dios Bíblico, si es el Dios verdadero creador del mundo, no puede contradecirse con el Dios de la ciencia y de la filosofía. Por tanto, lo que a lo largo de la historia, y en la actualidad, se presenta como enfrentamiento, en realidad es un falso planteamiento, un dilema doloso, malintencionado, un entuerto que hay que “desfacer”, como diría D. Quijote.

A este propósito viene bien traer a colación el Discurso del Cardenal Ratzinger en la Sorbona de París, el 27 de noviembre de 1999, titulado ¿Verdad del cristianismo?

En él, se plantea la discusión que entabla Agustín de Hipona con el filósofo estoico Marco Terencio Varrón (116-27 a.C.), anterior a él. La tesis de Agustín que recoge el intenso debate del siglo II, acerca de la pretensión de verdad universal que conlleva el cristianismo resulta por lo demás muy actual. Ahora cualquiera que manifiesta una pretensión de búsqueda de la verdad es considerado como un fanático fundamentalista, porque al hombre no le ha sido dado conocer la divinidad y tal pretensión no deja de ser una ilusión. Alude el cardenal Ratzinger a la parábola budista del elefante y los ciegos: un rey del norte de la India reunió un día en un mismo lugar a todos los habitantes ciegos de la ciudad. Después hizo pasar ante los asistentes a un elefante. Permitió que unos tocaran la cabeza, diciéndoles: esto es un elefante. Otros tocaron la oreja o el colmillo, la trompa, la pata, el trasero, los pelos de la cola. Luego, el rey preguntó a cada quien: ¿cómo es un elefante?, y según la parte que habían tocado, contestaron: es como un cesto de mimbre, es como un recipiente, es como la barra de un arado, es como un depósito, como un pilar, como un mortero, una escoba… Entonces —continúa la parábola—, empezaron a pelear y a gritar «el elefante es así o asao» hasta que se abalanzaron unos contra otros a puñetazos, para gran diversión del rey. La querella de las religiones se revela a los hombres de hoy como la querella de estos hombres que nacieron ciegos. Tal parece, frente a los secretos de lo divino, que somos como ciegos de nacimiento. Para el pensamiento contemporáneo, el cristianismo de ninguna manera se halla en una postura más positiva que otras. Al contrario, con su pretensión de verdad, parece particularmente ciego frente al límite de nuestro conocimiento de lo divino, y se distingue por un fanatismo singularmente insensato, que toma irremediablemente la parte que la experiencia personal logró asir por el todo.

“Este escepticismo general ante la pretensión de verdad en materia religiosa se alimenta también de las interrogantes de la ciencia moderna sobre los orígenes y el objeto de la esfera cristiana. Es como si la teoría de la evolución hubiera rebasado la teoría de la creación y los conocimientos sobre el origen del hombre, la doctrina del pecado original: la exégesis crítica hace relativa la figura de Jesús y duda de su conciencia de Hijo; el origen de la Iglesia en Jesús parece incierto, etcétera. El «fin de la metafísica» propició que el fundamento filosófico del cristianismo se volviera problemático, mientras que los modernos métodos históricos colocaron sus bases históricas bajo una luz ambigua. Así, resultó fácil reducir los contenidos cristianos a un discurso simbólico, sin atribuirles una verdad superior a la de los mitos de la historia de las religiones: se perciben como una forma de experiencia religiosa que debe situarse con humildad al lado de otras. En tal sentido, todavía es posible, en apariencia, seguir siendo cristiano; siguen usándose las expresiones del cristianismo, aunque su pretensión, claro está, se ha transformado de pies a cabeza: la verdad que fue para el hombre una fuerza obligatoria y una promesa confiable, es ahora una expresión cultural de la sensibilidad religiosa general, expresión que, nos dan a entender, es el producto de los avatares de nuestro origen europeo.

Ante este supuesto, lo “razonable”, como ya indicó Ernst Troeltsch no puede ser otra cosa que el retiro a lo privado, ya que las culturas son insuperables y la religión está ligada a las culturas. El cristianismo no es más que la parte del rostro de Dios que está vuelta hacia Europa, puesto que el hombre es ciego de nacimiento.

No obstante, el ciego de nacimiento sabe que la gente no nace ciega y no deja de preguntarse del por qué de su ceguera y cómo librarse de ella. Es lo que corresponde al ser del hombre que no se conforma con que las cosas sean así, que no se resigna. La titánica empresa de la modernidad de adueñarse del mundo, de extraer de nuestra vida y para ella todo lo que sea posible, prueba —tanto como los destellos de un culto hecho de trance, de trasgresión y de autodestrucción—, que el hombre no se satisface con este juicio. Si no sabe de dónde viene ni por qué existe, ¿no es acaso en todo su ser una criatura fallida? ¡Qué engañoso es ese adiós definitivo a la verdad divina y a la esencia de nuestro yo!, y esa aparente satisfacción de no tener que ocuparse ya más de ello. El hombre no puede resignarse a ser y permanecer en esencia ciego de nacimiento. El adiós a la verdad nunca es definitivo.

Así las cosas, debe replantearse la anacrónica pregunta de si es verdad el cristianismo, por superficial e irresoluble que le parezca a muchos. Y si tal pretensión responde al ser humano.

Pues bien, aquí se sitúa la discusión de San Agustín con la filosofía religiosa del «más docto de los romanos», Marco Terencio Varrón (116-27 a.C.). Varrón compartía la imagen estoica de Dios y del mundo. Definía a Dios como animam motu ac ratione mundum gubernantem («el alma que dirige el mundo por el movimiento y la razón»), en otras palabras, como el alma del mundo que los griegos llamaron Cosmos: hunc ipsum mundum esse deum. Al alma del mundo, cierto, no se le rendía culto. No fue el objeto de una religión. En otros términos, verdad y religión, conocimiento racional y orden cultual se ubican en dos planos totalmente diferentes. El orden cultual, el mundo concreto de la religión, no pertenece al orden de la res, de la realidad como tal, sino al de las costumbres (mores). Los dioses no crearon el Estado, el Estado estableció a los dioses cuya veneración es indispensable para el orden del Estado y el buen comportamiento de los ciudadanos. La religión es, en esencia, un fenómeno político. Varrón distingue tres tipos de «teología», entendiendo por teología la comprensión y la explicación de lo divino. Tales son:

  1. a) theologia mítica;
  2. b) theologia civiles; y
  3. c) theologia naturalis.

Los teólogos de la teología mítica son los poetas, porque compusieron cantos sobre los dioses y porque son también los poetas de la divinidad. La teología mítica se acomoda en el teatro que se inscribía por completo en un rango religioso, de culto; de acuerdo con la opinión imperante, los espectáculos se instauraron en Roma por orden de los dioses.

Los teólogos de la teología civil son los «pueblos», que no optaron por aliarse a los filósofos (a la verdad) sino a los poetas, a sus visiones poéticas, a sus imágenes y figuras. La teología política se acomoda en la urbe, aunque el espacio de la teología natural es el cosmos.

La teología natural responde a la pregunta de quiénes son los dioses. Los teólogos de la teología física (natural) son los filósofos, es decir los eruditos, los pensadores que, más allá de las costumbres, se interrogan sobre la realidad, sobre la verdad. Aquí vale la pena escuchar con más detenimiento lo que dice san Agustín: «si constan de fuego, como creyó Heráclito, si de números, como creyó Pitágoras, si de átomos, como Epicuro, y otros desvaríos semejantes más acomodados para ser oídos entre paredes, en las escuelas, que afuera en el trato humano y la conversación social» (cfr. La Ciudad de Dios, San Agustín, Libro VI).

Aparece, con toda claridad, que esta teología natural es una desmitificación o, mejor aún, una racionalidad que con su mirada crítica supera la apariencia mística que analiza mediante las ciencias naturales. Culto y conocimiento se separan por completo. El culto sigue siendo necesario, pues es asunto de utilidad política; el conocimiento tiene un efecto destructor sobre la religión y no debe por ello colocarse en la plaza pública.

Finalmente queda la cuarta definición: ¿Qué tipo de realidad constituyen las diversas teologías? Varrón responde: La teología natural se ocupa de la «naturaleza de los dioses» (que casi no existen), las otras dos teologías tratan de las instituciones divinas de los hombres.

Así, toda la diferencia se reduce a la que hay entre la física en su sentido antiguo y la religión cultural. «La teología civil finalmente no tiene dios alguno, solamente la ‘religión’; la ‘teología natural’ no tiene religión, sino solamente una divinidad». No, no puede tener religión alguna, porque no es posible dirigir religiosamente la palabra a su dios: fuego, número, átomos. Así, religio (término que designa esencialmente el culto: re-ligazón entre Dios y el ser humano) y el conocimiento racional de la realidad se ubican como dos esferas separadas, una junto a la otra. La religio no encuentra su justificación en la realidad de lo divino, sino de su función política (es meramente funcional). Es una institución que el Estado necesita para existir. Sin duda, nos hallamos en este punto en una fase tardía de la religión, en la que el candor del mundo religioso se resquebraja e inicia su descomposición.

Sin embargo, el vínculo esencial de la religión con la comunidad del Estado penetra aún más a fondo. El culto es en última instancia un orden positivo y como tal no debe compararse con la cuestión de la verdad. En una época en que la función política tenía todavía fuerzas suficientes para justificarse como tal, Varrón podía seguir defendiendo el culto políticamente motivado, a partir de una concepción un tanto cruda de la racionalidad y de la ausencia de la verdad, mientras que el neoplatonismo buscaría pronto otra salida a la crisis, un medio en el que se basará más tarde el emperador Juliano en un esfuerzo por restablecer la religión romana de Estado: lo que dicen los poetas son imágenes que no deben entenderse de forma física; son imágenes que sin embargo dicen lo inefable para todos aquellos a quienes está vedado el camino real de la unión mística. Aunque las imágenes como tales no son verdaderas, se justifican en ese momento como acercamientos de lo que por fuerza debe permanecer por siempre inefable.

Agustín por su parte sitúa al cristianismo en el dominio de la teología natural, en el dominio de la racionalidad filosófica. Esto lo coloca en perfecta continuidad con los teólogos anteriores al cristianismo, los Apologistas del siglo II, e incluso, con Pablo y su topografía de la realidad cristiana en el primer capítulo de la Epístola a los romanos: una topografía que, por su lado, se basa en la teología veterotestamentaria de la sabiduría, y remonta, más allá de ésta, hasta los Salmos y sus mofas de los dioses falsos (ídolos).

El cristianismo, en su aparición, no topa con las religiones cultuales del Estado, sino que se sitúa del lado de la filosofía, en la racionalidad física. Agustín identifica el monoteísmo bíblico con las visiones filosóficas sobre el fundamento del mundo, que se formaron, según diversas variaciones, en la filosofía antigua. Esto es lo que se entiende cuando, desde el areópago de Atenas, San Pablo presenta el cristianismo con la pretensión de ser la religión verdadera: la fe cristiana no se basa en la poesía ni en la política, esas dos grandes fuentes de la religión; se basa en el conocimiento. Venera a este Ser que se halla en el fundamento de todo lo que existe, el «Dios verdadero».

En el cristianismo, la racionalidad se volvió religión y no su adversario. Y el cristianismo se entendió como la victoria de la desmitologización, la victoria del conocimiento y con ella la de la verdad, debía por fuerza considerarse universal y llevarse a todos los pueblos: no como una religión específica que reprime a otras, no como un imperialismo religioso, sino más bien como la verdad que vuelve superflua la apariencia. Y es por ello justamente que en la amplia tolerancia de los politeísmos aparece necesariamente como intolerable, y hasta como enemiga de la religión, como «ateísmo». No se limitó a la relatividad y a la convertibilidad de las imágenes, de suerte que incomodó en especial la utilidad política de las religiones y puso en peligro los fundamentos del Estado, en el que no quiso ser una religión entre otras, sino la victoria de la inteligencia sobre el mundo de las religiones. Teniendo en cuenta además que el monoteísmo filosófico, en correspondencia con las exigencias de la razón, se debía corresponder a la vez con la necesidad religiosa del hombre. La filosofía no podía responder a esta necesidad por sí sola: no se reza a un dios que sólo se piensa. Sin embargo, cuando el dios que el pensamiento halló se deja encontrar en el corazón de la religión como un dios que habla y actúa, el pensamiento y la fe se reconcilian.

En Justino, el filósofo mártir (+167), puede verse como figura sintomática de este acceso al cristianismo: estudió todas las filosofías y al final reconoció en el cristianismo la vera philosophia. Al convertirse al cristianismo, no renegó, según su propia convicción, de la filosofía, sino que apenas entonces se hizo en verdad filósofo. Esta reconciliación entre fe y razón estuvo presente en toda la época medieval; y se entendió también como el arte del bien vivir.

Esta complicidad entre teología y filosofía, trajo dos aspectos de integración muy importantes:

  1. a) El primero consiste en que el Dios en el que creen y veneran los cristianos, a diferencia de los dioses míticos y políticos, es verdaderamente natura Deus; en esto, satisface las exigencias de la racionalidad filosófica. Y al mismo tiempo, que non tamen omnis natura est Deus: no toda naturaleza es Dios. Dios es Dios por naturaleza, pero la naturaleza como tal no es Dios. Se produce una separación entre la naturaleza universal y el ser que la funda, que le da origen. Sólo entonces la física y la metafísica se distinguen claramente una de la otra. Sólo el Dios verdadero que podemos reconocer por el pensamiento en la naturaleza es objeto de plegarias. Aunque es más que la naturaleza: la precede, ella es su criatura. Hay, por tanto, una desacralización de la naturaleza, que deja de ser mitológica para convertirse en racional (y, por tanto, científico). Son criaturas de un Dios sapientísimo, logos, que inunda de racionalidad el cosmos creado.
  1. b) A Dios, a la naturaleza, al alma del mundo, o cual fuere el nombre que se le daba, no se le podía rezar; establecimos que no era un «dios religioso». Pero ahora, lo enunciaba ya la fe del Antiguo Testamento y más aún la del Nuevo Testamento, este dios que precede a la naturaleza se volvió hacia los hombres: Dios ha hablado y se ha revelado a la humanidad. Dios no es silencioso. Entró en la historia, vino al encuentro del hombre, y por ello el hombre puede ahora encontrase con él. Puede vincularse con Dios porque Dios se vinculó al hombre. Ambas dimensiones de la religión, la naturaleza en su reino eterno y la necesidad de salvación del hombre en sufrimiento y en lucha, que estaban siempre separadas, están vinculadas. La racionalidad puede volverse una religión, porque el Dios de la racionalidad entró a su vez en la religión. El elemento que reivindica finalmente la fe, la palabra histórica de Dios ¿no es acaso el presupuesto para que la religión pueda volverse ahora hacia el Dios filosófico, que no es un Dios meramente filosófico y que sin embargo no desdeña el conocimiento filosófico sino que lo asume? Algo sorprendente se vuelve aquí manifiesto: los dos principios fundamentales, contrarios en apariencia al cristianismo, el vínculo con la metafísica y el vínculo con la historia, se condicionan y remiten uno al otro. Suman juntos la apología del cristianismo como religio vera (religión verdadera).

Si en consecuencia vale decir que la victoria del cristianismo sobre las religiones paganas fue posible gracias a su pretensión a la inteligibilidad, hay que añadir a esto un segundo motivo de igual importancia. Consiste, por decirlo en términos muy generales, en la seriedad moral del cristianismo, característica que, por lo demás, Pablo había también acercado a la racionalidad de la fe cristiana; lo que la ley busca en el fondo, las exigencias esenciales, iluminadas por la fe cristiana, del Dios único en la vida del hombre, satisface las exigencias del corazón humano, de cada hombre, de suerte que cuando se le presenta esta ley, la reconoce como el Bien. Corresponde a lo que «por naturaleza es bueno» (Romanos 2, 14).

La alusión a la moral estoica, a su interpretación ética de la naturaleza, es aquí tan manifiesta como en otros textos de Pablo, por ejemplo en la Epístola a los Filipenses. «Ocupad vuestro pensamiento en todo lo verdadero, en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo amable, en todo lo de buena fama; haciendo todo aquello que merezca elogio» (Filipenses, 4: 8). Así la unidad fundamental (aunque crítica) con la racionalidad filosófica, presente en la noción de Dios, se confirma y se concreta entonces en la unidad, a su vez crítica, con la moral filosófica. Al igual que en el dominio de la religión, el cristianismo rebasaba los límites de la sabiduría de la filosofía de escuela porque precisamente el Dios pensado se dejaba encontrar como un Dios vivo; así, hubo aquí también un más allá de la teoría ética en una praxis moral, vivida y concretada de manera comunitaria, en la que la perspectiva filosófica se trascendía y se transportaba a la acción real, en particular en la concentración de toda la moral bajo el doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo.

El cristianismo, podríamos simplificar, convencía por el nexo entre la fe y la razón y por la orientación de la acción hacia la caritas, el cuidado caritativo de los enfermos, de los pobres y de los débiles, por encima de todos los límites de la condición.

Podemos decir, si miramos hacia atrás, que la fuerza que transformó al cristianismo en una religión mundial consistió en su síntesis entre razón, fe y vida: esta síntesis precisamente halla en las palabras religio vera una expresión abreviada. Y conlleva, en el cristiano la necesidad de una búsqueda de perfección en su propia vida: la coherencia, la unidad de vida. Pensar, creer, vivir, son manifestaciones de esa ansia de verdad que nos penetra”.

Llegado aquí, Benedicto XVI se pregunta ¿Por qué esta síntesis no convence hoy? ¿Por qué la racionalidad y el cristianismo se consideran, más aún, contradictorios y hasta excluyentes? ¿Qué cambió en la racionalidad, qué cambió en el cristianismo para que así sea?

En la modernidad, lo que ha fracasado en cierta forma es la razón. Después de la pretensión de racionalizarlo todo, hasta la formulación hegeliana de “todo lo real es racional, todo lo racional es real” y el escarmiento dado a la razón (Kierkegaard, Heidegger, Nietzsche, etc.), lo que ha quedado es un escepticismo brutal: no somos capaces de conocer la verdad como tal, porque hemos decidido que la razón falle. En consecuencia, expresamos en imágenes diferentes lo mismo. Un misterio tan grande, lo divino, no puede reducirse a una sola figura que excluya a todas las demás, a un camino que serviría a todos. Son muchos los caminos, muchas las imágenes, todas reflejan algo del todo y ninguna es por sí misma el todo. El ethos de la tolerancia es de quien reconoce en cada uno una parte de la verdad, de quien no coloca el suyo por encima del otro y de quien se inserta apaciblemente en la sinfonía polimorfa del eterno Inaccesible. Éste en efecto se disimula entre los velos de los símbolos, aunque estos símbolos son, tal parece, nuestra única posibilidad de alcanzar de alguna forma lo divino.

La separación que operó el pensamiento cristiano entre física y metafísica se ha abandonado. Todo debe volverse de nuevo «física». Cada vez más, la teoría de la evolución se cristalizó como la vía para que desapareciera por siempre la metafísica, para que la «hipótesis de Dios» (Laplace) se volviera superflua y se formulara una explicación del mundo estrictamente «científica». Una teoría de la evolución que explique de manera conjunta la suma de todo lo real se convirtió en una especie de «filosofía primera», que representa, digamos, el fundamento verdadero de la comprensión racional del mundo. Cualquier intento por poner en juego otras causas que las que elabora esta teoría «positiva», cualquier intento de «metafísica», es visto como una recaída por debajo de la razón, como una pérdida de nivel ante la pretensión universal de la ciencia. Por ello, la idea cristiana de Dios se considera forzosamente como no científica.

Eventualmente, el mundo entero podría considerarse, en el sentido del budismo, como una apariencia; y la nada, como la verdadera realidad. Y justificar así las formas místicas de la religión que no están, al menos, en concurrencia directa con la razón.

¿Se ha dicho entonces la última palabra? ¿La razón y el cristianismo están separados de manera definitiva? En cualquier caso, no hay camino que evite la discusión sobre el alcance de la doctrina de la evolución como filosofía primera y sobre la exclusividad del método positivo como única forma de ciencia y racionalidad. Esta discusión debe darse entre ambas partes con serenidad y en la disposición de escuchar, lo que hasta ahora apenas se ha dado.

En este sentido la investigación por los orígenes puede calificarse con derecho como la disciplina regia de la biología. La pregunta que formulará el creyente ante la razón moderna no se refiere a esto, sino a la extensión de una philosophia universalis que pretende convertirse en una explicación general de lo real y tiende a abolir cualquier otro nivel de pensamiento. La pregunta que debe formularse aquí va, a decir verdad, más a fondo: se trata de saber si la doctrina de la evolución puede presentarse como una teoría universal de todo lo real, más allá de la cual ya no se permiten y ni siquiera son necesarias preguntas ulteriores sobre el origen y la naturaleza de las cosas; o si estas preguntas últimas no desbordan, en el fondo, el terreno de la investigación abierto a las ciencias naturales. Quisiera plantear la pregunta de manera aún más concreta ¿Acaso está dicho todo con el tipo de respuesta que encontramos, por ejemplo, en Popper, así formulada: «La vida, tal y como la conocemos, consiste en ‘cuerpos’ físicos (mejor: en procesos y estructuras) que resuelven problemas? ¿Es lo que las diversas especies ‘aprendieron’ de la selección natural, es decir por el método de reproducción más variación; un método que, por su parte, se aprendió según este mismo método? Se trata de una regresión, aunque ¿no es infinita…?».

A fin de cuentas, se trata de una alternativa que ni las ciencias naturales ni la filosofía pueden sencillamente resolver. El punto está en saber si la razón o lo racional se hallan o no en el comienzo de todas las cosas y en su fundamento. El punto está en saber si lo real surgió de la base del azar y de la necesidad (o, con Popper, con Butler, del luck y cunning [feliz casualidad y previsión]), y por ende de lo que no tiene razón; si, en otras palabras, la razón es un producto periférico y accidental de lo irracional y si es finalmente tan insignificante en el océano de lo irracional, o si sigue siendo verdad lo que constituye la convicción fundamental de la fe cristiana y de su filosofía: In principio erat Verbum (al comienzo de todas las cosas está la fuerza creadora de la razón).

La fe cristiana es, hoy como ayer, la opción para la prioridad de la razón y de lo racional. Esta pregunta última, como se dijo, ya no puede resolverse con argumentos tomados de las ciencias naturales, y el mismo pensamiento filosófico se encuentra aquí con sus límites. En este sentido, no se puede brindar una prueba última de la opción cristiana fundamental. Pero ¿puede la razón, al fin, sin renegar de sí, renunciar a la prioridad de lo racional sobre la irracional, a la existencia original del logos? El modelo hermenéutico que ofrece Popper, que reaparece bajo diversas formas en otras presentaciones de la «filosofía primera», muestra que la razón no puede evitar pensar lo irracional según su medida, es decir racionalmente (resolver problemas, elaborar métodos), restableciendo así de manera implícita la cuestionada primacía de la razón. Por su opción en favor de la primacía de la razón, el cristianismo sigue siendo aún hoy «racionalidad», y pienso que la racionalidad que se deshace de esta opción implicaría, contrariamente a las apariencias, no una evolución sino una involución de la racionalidad.

Vimos anteriormente que en la concepción de la Antigüedad cristiana, las nociones de naturaleza, hombre, Dios, ethos y religión estaban indisolublemente imbricadas, y que esta imbricación le permitió al cristianismo discernir la crisis de los dioses y la crisis de la antigua racionalidad. La orientación de la religión hacia una visión racional de lo real como tal, el ethos como parte de esta visión, y su aplicación concreta bajo la primacía del amor se asociaron. La primacía del logos y la primacía del amor se revelaron idénticas.

El logos no apareció sólo como razón matemática en la base de todas las cosas, sino como un amor creador, al punto que se volvió compasión de la criatura. La dimensión cósmica de la religión que, en la potencia del ser, venera al Creador, y su dimensión existencial, la cuestión de la redención, se compenetraron y se volvieron un problema único. De hecho, una explicación de lo real que no puede fundar a su vez un ethos de manera sensata y comprensiva, es necesariamente insuficiente.

Sin embargo, es un hecho que la teoría de la evolución, ahí donde se arriesga a ampliarse en una philosophia universalis, intenta también fundar de nuevo el ethos sobre la base de la evolución. Pero este ethos de la evolución, que ineluctablemente encuentra su noción clave en el modelo de la selección, y por ende en la lucha por la supervivencia, en la victoria del más fuerte, en la adaptación lograda, ofrece pocos consuelos. Aun cuando se procura embellecerlo de varias formas, sigue siendo al cabo un ethos cruel. El esfuerzo por destilar lo racional a partir de una realidad en sí misma insensata, fracasa aquí a ojos vistas. Todo esto de poco sirve para lo que necesitamos: una ética de la paz universal, del amor práctico al prójimo y de la necesaria superación del bien individual. La tentativa por devolver, en esta crisis de la humanidad, un sentido comprensivo a la noción de cristianismo como religio vera, debe apostar, por así decirlo, tanto por la ortopraxis como por la ortodoxia. Su contenido deberá consistir, en lo más hondo, a decir verdad hoy como ayer, en que el amor y la razón coinciden como pilares fundamentales propiamente dichos de lo real: la razón verdadera es el amor y el amor es la razón verdadera. En su unidad, son el fundamento verdadero y el fin de todo lo real.” (Discurso del Cardenal Ratzinger en la Sorbona de París, el 27 de noviembre de 1999, titulado ¿Verdad del cristianismo?).

En resumidas cuentas, y después de este largo pasaje, podemos concluir que la filosofía tiene su propia esfera y la religión la suya; pero ambas tienen en común el ejercicio de la razón. De esta forma, la religión constituye una fuerza purificadora para la razón, que la ayuda a ser más ella misma: una fuerza contra la opresión del poder y de los intereses, contra la prostitución de la razón enorgullecida. De otro lado, la religión es siempre permanentemente purificada por la fuerza de la razón, de modo que no decaiga en formalismo, en superstición o en una forma aberrante e irracional de teoría y moral. La Teología y la filosofía se atraen mutuamente, fuertemente. Cuanto más fuerte se hace la razón, más fuerte se hace también la fe. La actual crisis del cristianismo es en el fondo la gran crisis de la razón.

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