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En muchas ocasiones he oído decir: “A mí me encantaría tener la fe que tú tienes”. Y no es infrecuente leer “Soy agnóstico, pero me gustaría ser creyente”. Quizá porque estiman, y no sin razón, que la persona que cree en Dios debe ser más feliz. Ya anotó Aristóteles, en el primer libro de su Ética a Nicómaco, que todos los hombres buscan la felicidad (Eudaimonia), que viene definida como el fin del obrar humano: para eso estamos hechos. Pero, a continuación, el mismo Aristóteles defiende que para alcanzar la vida feliz, la vida plena, es necesaria la virtud. Y aquí nos tropezamos con un primer obstáculo: la vida lograda no es gratis total. Supone esfuerzo y recursos… porque para ser virtuoso hay que tener, también lo recuerda Aristóteles, cubiertas las necesidades básicas. Se hace heroico ejercitarse en la virtud cuando se carece hasta de lo más indispensable, en la más estricta miseria. Y por contra, se es agnóstico, es mi tesis, por una falta de virtud, por cobardía, por querer vivir atiborrado y abocado a este mundo en plenitud de placeres.
Conviene clarificar qué se entiende por agnóstico, algo que ha estado muy de moda y lo sigue estando. Es una pose con cierta dosis de suficiencia sobre los demás: resulta ‘chic’. Gnosis significa en griego conocimiento; y a-gnosis es el no conocimiento. El que no sabe es agnóstico. No saber no es precisamente una virtud. Quien no sabe, debe buscar la sabiduría –sofía en griego-, porque el que es agnóstico es en última instancia un ignorante. Y el ignorante, según Aristóteles, no puede ser feliz: se incapacita por esto mismo, ya que es necesario ser virtuoso: con virtudes intelectivas (sabiduría, prudencia, ciencia), con virtudes volitivas (justicia, templanza, fortaleza) y las virtudes propias de la afectividad, una afectividad ordenada en la que la amistad, según Aristóteles, queda situada en la cima de la vida ordenada y lograda. Para este filósofo la vida lograda es básicamente la contemplación de la verdad: el otium (ocio). Ya decía Pascal, hace tres siglos que muchos problemas se resolverían si uno fuera capaz de estarse quieto en su habitación. Si uno pudiera dedicarse tranquilamente a leer un buen libro, pasear, a contemplar un paisaje, una puesta de sol, una mirada al mar; a conversar con los amigos, vecinos y familiares. Para los antiguos, el otium era lo importante, entendido como solaz del espíritu. Por eso llamaban al nec-otium (negocio), con un sentido claramente negativo, a ocuparse de las tareas necesarias para la supervivencia que se entendían como un consumo transitorio: hoy me he de alimentar nuevamente como si las comidas anteriores ‘no hubieran servido’ de nada. El famoso adagio primum vivere (nec-otium), deinde philosophare (otium, como sabiduría) tiene este sentido. Hoy lo importante es el negocio, hasta el extremo de que el ocio lo hemos convertido en más negocio. No hay tiempo para reposar, para pensar, para evadirse de la cotidianidad enriqueciendo el espíritu. Si vivir en equilibrio debe significar, como insinúa R. Spaemann siguiendo una larga tradición, vivir en armonía con la naturaleza, también con uno mismo, hay que abdicar de lo aparentemente útil y funcional y primar el otium, como contemplación, también de tantas manifestaciones culturales que están ahí, al alcance de cualquier bolsillo, y que formaron parte de los que nos precedieron, en un perenne y fructífero diálogo.
Pero para lograrlo hay que pensar. Y pensar es ponerse a pensar. Hace años, a una cantante, Alaska, le preguntaban si se había puesto a pensar alguna vez. Ella, sin rubor, con esa desvergüenza juvenil de lo esplendoroso, le replicaba: “Sí, el otro día. Al principio, lo pasé mal; luego, me aburrí muchísimo. He decidido no volver a hacerlo más”.
Una vida más tranquila, de más sosiego nos hará mejores. Una buena conversación, un buen libro, es una tarea fascinante y enriquecedora, sin parangón alguno: porque es apertura de sí para contemplar cómo el otro ve la realidad, desde un punto de vista diverso que despliega ante uno mismo una nueva variedad, una manera distinta de acercarse a la existencia, que nos enriquece. Chesterton afirmaba que los grandes y duraderos cambios sociales se han concebido en esos pequeños círculos de amigos capaces de liberar grandiosas energías en ideas sublimes, que nos parece mentira que no se nos hubieran ocurrido a nosotros. Ya lamentaba T. S. Eliot, en “Coros de la Roca”, hablando de nuestros días, que la sabiduría la hemos perdido en conocimiento, y éste lo hemos subvertido en mera información que nos agobia y no pocas veces nos colapsa en perplejidad e inacción; y así la vida se nos pasa en sobrevivir, que nos aparta de Dios y nos acerca al polvo. Poner cabeza es, a veces, una tarea ardua, pero quien no lo hace, acaba oxidándose.
La búsqueda es siempre un cometido fatigoso: no sin trabajo, se consigue. Conocer, supone esfuerzo. No se llega al conocimiento por el mero paso del tiempo, sino por un aprendizaje que requiere dedicación, empeño, voluntad, constancia. Ante una tarea que exige sacrificio, lo cómodo es dejarla de lado. Al niño hay que instruirle en la disciplina, si no queremos que se constituya en un vago patológico. Y eso requiere pensar.
No es infrecuente, es más, me da la impresión de que es algo generalizado –“el que piensen los otros”- en nuestra sociedad de consumo, de usar y tirar, que muchos de nuestros coetáneos vivan, sin saberlo, en una especie de ignorancia impostada. Casi parodiando a los hermanos Marx, en su versión cinematográfica, podríamos decir que “Estos son mis principios. Si no le gusta, tengo otros”. Porque de principios es de lo que se trata. ¡Qué difícil es mantenerse en los principios! ¡Y más, permanecer en el tiempo y terminar con esos mismos principios! ¡Y más difícil todavía es cambiarlos cuando uno descubre que eran erróneos! ¡Cuánto cuesta rectificar! Es cómodo, al principio, autoengañarse, pero luego resulta pavoroso cuando, con el pasar de los años, uno ve horrorizado a dónde lleva la holganza y la desidia; y ya no tiene mucho remedio; o sí, pero requiere un corazón ardoroso: tarde te amé mi Amor, cuenta san Agustín en las Confesiones, lamentándose de haber descubierto el amor de Dios ya de mayor. Pero nunca es tarde si la dicha es buena.
El marchamo juvenil, según el cual, “Tengo un proyecto de vida, sé lo que quiero hacer y a donde quiero llegar; y no voy a consentir que nadie se interponga”, nos habla ya de una autosuficiencia arrogante, que lleva al precipicio. ¿Qué será capaz de hacer con tal de lograrlo? ¿A quiénes usará y atropellará en el carril solo bus de su vida? ¿Y si tiene que mentir y engañar para conseguir esos objetivos?… Son muchas las preguntas sin respuesta de una situación vital que, en mi opinión, es sencillamente detestable.
La antigüedad no entendía la agnosis. De hecho, lo que pululan son las sectas gnósticas de diversos orígenes y pelajes que pretenden tener el conocimiento por excelencia, son los iluminados (ilustrados) de la época. A ellas se llega por un riguroso proceso de selección e iniciación.
El agnosticismo es un fenómeno nuevo, moderno, consecuencia del declive de la razón, a causa del racionalismo kantiano y del idealismo hegeliano. El agnosticismo no es más que racionalismo frustrado: la constatación de que no nos cabe el universo en la cabeza, que no somos dios, no podemos controlarlo todo. El desmedido afán de conocerlo todo (de reducir a «razones» la misma libertad divina; de interpelar a Dios y recelar de Él: ¿cómo es posible que Dios permita esta situación? ¿Por qué?) procede siempre de no discernir entre lo asequible y lo inasequible, o de ignorar los límites de la propia capacidad intelectual (Sto. Tomás, In de Caelo et mundo, 11, 7). Meter a Dios, enjaularlo, en mi cerebro es una pretensión banal y se me antoja que estúpida: ese dios pequeñito que cabe en mi cabeza no es, ni podrá ser nunca, Dios en su infinita majestad, sabiduría y bondad. Por eso, «ha llegado el momento de acostumbrarnos a una cierta manera de no comprender, que no es más que modestia ante la inteligibilidad pura. Quien piensa que lo comprende todo, corre el grave riesgo de comprender mal lo que comprende, y de no sospechar siquiera la existencia de lo que no comprende» (E. GILSON, Introducción a la filosofía cristiana). El tonto siempre se considera listo. Curiosamente, a diferencia de otras cualidades (belleza, habilidades, etc.), nadie se considera a sí mismo necesitado de más inteligencia de la que realmente tiene. O dicho de otro modo, los tontos son siempre los demás.
Si yo comprendiera a Dios, yo sería dios. Si Dios cupiese en mi mente, ese Dios no sería Dios: la infinitud. Sería en última instancia mi proyección: y ahí sí que tendría cabida la moderna idea atea de dios, de ser la proyección del yo, muchas veces frustrado. Un dios minúsculo, hecho a imagen y semejanza mía, contrario al de la revelación bíblica: haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios. No admitir este límite es cabezonería, tozuda idiotez. La visión moderna de la “teología de la sospecha” hace que mire a Dios con recelo, como usurpador de mi libertad y, en última instancia, escupa con despecho al cielo: pero ya se sabe que quien tal hace lo único que consigue es que le caiga el escupitajo en el propio rostro. Dios ya no es quien me acompaña, sino el competidor por antonomasia al que hay que eliminar.
A un amigo, su padre, con buen juicio, cuando era pequeño, le decía: tú pídele a Dios todo lo que quieras, todo lo que necesites, todo lo que se te ocurra; pero nunca le pidas a Dios explicaciones. Detrás de este consejo, no obstante su bondad, se esconde también el deseo de no complicarse la vida innecesariamente. En última instancia, la fe cristiana tiene una respuesta a esta cuestión: el sufrimiento de Dios mismo, hecho hombre. Un misterio insondable en el que cobra sentido, de algún modo, el sufrimiento “inútil” de la humanidad, el sufrimiento gratuito, el sufrimiento del inocente que es la verdadera piedra de escándalo de la razón racionalista.
La lucha contra la ignorancia ha sido siempre una característica de la religión católica. En efecto, fue la Iglesia, a través de innumerables instituciones, quien mantuvo, tras el derrumbamiento del imperio romano, la sabiduría grecolatina en los monasterios, en síntesis con la fe cristiana, durante siglos. Fue también la Iglesia la que comenzó la “schola”. San Benito llama al monasterio una dominici servitii schola (escuela del servicio divino). El monasterio sirve a la formación y a la erudición del hombre –una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios-. Pero esto comporta también la formación de la razón por la que el hombre aprende a percibir, entre las palabras, la Palabra. Y por esta razón los monjes aprendían las lenguas: leer y escribir; y aprender a encontrar el sentido último de las palabras. Narrar historias: saber percibirlas y saber contarlas. El monje lo es por un deseo de buscar a Dios. Jean Leclercq afirma que en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Da así comienzo la cultura cristiana del bajo Medioevo.
Dice Claudio Magris, en Microcosmos que la corrección lingüística es la premisa de la claridad moral y de la honestidad; y que muchas fullerías nacen cuando se hacen chapuzas con la gramática y la sintaxis, lo que conlleva a la confusión, alterando el orden de las cosas, vaciando de contenido la verdad, enredándolo todo, enmarañando lo claro y convirtiendo en un marasmo lo que era sencillo; de manera que no hay quien se aclare. Una sola coma en un sitio equivocado puede acarrear destrucciones inimaginables, cataclismos semánticos, vuelcos de la realidad. Y afirma que es necesario meter el lapicero rojo, como hacía antaño el maestro en la escuela, y corregir, sin miedo a que nos tachen de censores.
Aldous Huxley, en su famosa novela Un mundo feliz, consigna la siguiente escena: “Una nueva Teoría de Biología. Éste era el título del estudio que Mustafá Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en la portadilla: ‘El tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación’. Subrayó estas últimas palabras. ‘Debe someterse a vigilancia a su autor. Es posible que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una verdadera lástima’, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas… bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.” La finalidad… está intrincadamente tejida con la gramática; y con el sentido de la vida.
Nietzsche escribió en una ocasión: «me temo que no nos acabamos de desembarazarnos de Dios, porque aún creemos en la gramática». Esta imputación intencionada no va contra Dios, sino, en todo caso, contra la gramática, que es precisamente comprensión del mundo y que está requiriendo la existencia de una mente creadora, que conlleva finalidad. Recuperar la visión realista del mundo equivale a desenmascarar el orgullo radical que inspira la voluntad de poder nietzscheana. Sólo la honradez intelectual podrá abrirnos al mundo sin los engaños ni el embauco de una supuesta ilustración cerrada al espíritu, enfundada, y con olor a naftalina, en cenáculos ininteligibles de iniciados e incontaminados hombres y mujeres políticamente correctos, con sus disquisiciones academicistas y baldías, con cuestiones ociosas, capciosas y caprichosas que rehúyen los problemas existenciales del hombre cotidiano, del ser vivo concreto, corriente y moliente, que vive, y que no es otro que cada uno de nosotros. Por eso, hoy día, la cuestión religiosa es decisiva, no se puede escamotear del debate ni escaquear de la mente. No en balde, muchos transitan por este mundo sin darse cuenta de que “pasan” –otra manifestación nietzscheana de la voluntad de poder: pasar hasta de la vida-, seducidos como están en las realidades virtuales, esas que ni existen ni se esperan, como relata Samuel Beckett, en su Esperando a Godot; y nos acontece lo que el clásico ya advirtió: que vamos atravesando del nacer al morir con tal prisa que no gustamos ni reparamos en la hermosura de la vida, ni contemplamos las cosas más normales –una puesta o salida de sol, por ejemplo- con la novedad de la admiración. A Chesterton le preguntaron en cierta ocasión que era la vulgaridad; y, con su flema británica y clarividente sagacidad, contestó: transitar por la grandiosidad y no darse cuenta. No son pocos los que incurren en esa pesadez mental del que no quiere pensar ni que le traigan a colación las verdades del barquero: ellos viven en su mundo empantanado, enlodazados y enredados como están con los sueños infantiles, en un permanente síndrome de Peter Pan: verdadera patología de la personalidad del adulto que no quiere dejar de ser niño, porque se asusta ante la capacidad creadora de la libertad que conlleva compromisos –responsabilidades- que ha de asumir.
Hoy estamos, más que en ninguna otra época de la historia, mediatizados, esperando vanamente que las nuevas tecnologías con su prodigio seductor, verdadero ídolo de la modernidad, solucionen nuestros problemas, nos den la felicidad prometida, tan anhelada y nunca encontrada. Es una vida inmersa en lo virtual. Y se torna necesario volver a los clásicos, a la literatura de toda la vida: donde los espíritus preclaros, por su humildad, han sabido beber a lo largo de los siglos y se han planteado las cuestiones candentes que han preocupado al hombre de todos los tiempos: ¿Quién soy? ¿Qué debo hacer? ¿Qué será de mí y de los que quiero después de la muerte? No se puede saciar esa sed de inmortalidad que todos tenemos en las charcas nauseabundas de best-sellers monstrencos, ni en las últimas ocurrencias del postrero snobista, que sobrepasa los límites de la tolerancia con sus exabruptos y rudezas, ni en las de una intelectualidad escéptica y desencantada que ha abdicado de su menester, ni en la del pseudocientífico que lo mezcla todo porque no sabe nada, aunque cuente con el prurito de una sapiencia en una micromolécula por la que ha recibido un premio más o menos prestigioso. No digamos si llevamos el tema a lo esotérico. Es necesario volver a las obras de los griegos y latinos, de los Padres de la Iglesia y de los grandes pensadores medievales, de los filósofos renacentistas y de los grandes maestros modernos que han configurado, que no desfigurado, nuestro mundo.
También la Iglesia, en el bajo Medioevo, comenzó a trazar los Estudios Generales que, más adelante, darían lugar a las Universidades, centros del saber, especialmente localizado en el trívium (gramática, dialéctica y retórica), quadrívium (matemáticas, geometría, astronomía y música), la Filosofía, la Sagrada Escritura, el Derecho y la Teología. Y este estatus se mantuvo hasta el siglo XIX en que los estados modernos comienzan a disponer de universidades o bien adueñarse de las ya existentes…, pero esto es, después de casi 20 siglos, hablar de la estructura que hoy conocemos.
La ignorancia no sólo es la gran enemiga de la religión, sino del hombre mismo. Sin ciencia, sin formación, no es posible el diálogo y el progreso social, jurídico, científico, técnico, etc. Y no pocas veces, la ignorancia se encuentra también en “cenáculos de eruditos”. Más peligrosa resulta la ignorancia del sabio que la sabiduría del necio. Es la punta de lanza del tonto útil que usa del desaprensivo para llevar a los demás a su particular huerto, donde quedarán clausurados en su tontería.
Un ejemplo, entre muchos, puede ser el famoso libro de Stephen Hawking, Breve historia del tiempo, en la que el autor postula, sin más, que el universo se habría creado a sí mismo, a partir de “fluctuaciones topológicas de la gravedad cuántica”, ocurridas sin causa alguna y que habrían dado lugar a estructuras espacio-temporales creadas a partir de la nada cuántica. Vamos, algo así como sacarse un conejo de la chistera. Confunde, deliberadamente, o por ignorancia, que el origen absoluto del universo, entendido como creación a partir de la nada, cae fuera del terreno de la ciencia: la nada absoluta no es un estado físico, experimentalmente analizable; ni siquiera una hipótesis matemática. Se trata de expulsar al creador. Si el universo tiene el origen -sea cual sea- y la estructura que tiene gracias a que existen unas leyes físicas que le hacen ser como es, si se creara a sí mismo, tendría que disponer previamente de unas determinadas leyes físicas que le hagan originarse de este modo… y ¿cuál es el origen de esas leyes físicas? Es la pregunta del millón que naturalmente Hawking no contesta. ¿Cómo desde la nada absoluta podrían auto-originarse las leyes de una Naturaleza que aún no existe, leyes que -en el mejor de los casos- coexistirían con la Naturaleza a medida que esta fuese llegando a la existencia? Se trata pues de una aporía. Pero le funciona, le da dinero.
Por eso, lo primero que conviene indicar a quien se considera agnóstico es que se trata -o debería tratarse- de una situación provisional. Para algo se nos ha dado la inteligencia. En definitiva, hay que salir del estado de ignorancia. No se puede permanecer en la inopia. Hay que revisar los presupuestos hasta llegar a conclusiones válidas y valiosas para la única vida que disponemos en este mundo.
Sin embargo, alguno puede argüir que si no se encuentra, se ha de seguir en ese estado de ignorancia. Bien podría ser. Pero la experiencia humana nos indica la verdad de la sentencia evangélica: quien busca, halla; a quién llama, se le abre. Y el Dios cristiano, no es un dios “in oculto”, sino un Dios manifiesto, revelado, encarnado. Hay que encontrar respuestas que satisfagan, a cambio de asumir esa verdad. No hay que olvidar que la verdad religiosa compromete todo el ser: y si hubiese que definir al hombre por lo específico, habría que señalar que el hecho de que sea un animal racional (Aristóteles) le constituye instantáneamente en un ser religioso: el hombre sabe que va a morir, a diferencia del animal que lo desconoce. Este es el hecho religioso por antonomasia: la pregunta –y la respuesta subsiguiente- por el más allá. Y no se puede soslayar. No es humano vivir como si uno no fuera a morir. Sería instalarse en la mentira. La esencia del hombre es el conocimiento de su mortalidad. Todos los filósofos -y las filosofías- que “ignoren” este hecho del yo mortal, para colectivizarlo y diluirlo en “La Idea”, el “Cosmos”, “La Naturaleza”, “La Voluntad General” “el Estado” o cualquier otra forma de colectividad anónima son, en consecuencia, falsas: hay que huir de ellos como de auténticos apestados, por considerarnos idiotas. Una tal resignación a lo colectivo repugna a la autodisolución del yo. Como si en realidad, mi yo no fuera más que un epifenómeno, una manifestación del hado que tira de los hilos, y yo mismo no fuera más que un espectro, una fantasía forjada en la imaginación; un matrix. Y mi vida real, la de aquí, no fuera más que un sueño de sueños que se diluye sin capacidad de historia, sin libertad, sin yo. Si tal cosa fuera así, yo no tendría las riendas de mi vida y, en última instancia, yo no sería yo.
Los epicúreos tenían a gala, como suprema regla de la vida, la de lo placentero. El sumum lo constituye la mayor cantidad posible de placer y el mínimo de dolor. Claro que no disponemos todavía de un mediométro de lo uno ni de lo otro. Lo que se antoja, por principio, algo subjetivo. A este respecto, plantea R. Spaemann la ficción de que quien afirma que la maximización del placer es la última regla de la acción humana y, por este mismo motivo, debería prestarse al siguiente experimento. Imaginemos, por un momento, que pueda permanecer en una unidad hospitalaria en la que al sujeto se le introducen unos diodos en el cerebro y mediante unas corrientes eléctricas calculadas pudiéramos mantenerlo en estado de euforia permanente, sintiendo el máximo placer posible. Todos sus sueños se harían “realidad”. Su vida, carecería de pesadilla alguna, de dolor o sufrimiento, de riesgo, en fin de todas las tribulaciones e incertidumbres de cualquier vida humana. Después de una luenga y animosa estancia en este mundo, ya anciano, se le daría una inyección letal para que atravesase el umbral de la muerte sin enterarse siquiera. Ahora viene la pregunta crucial: ¿Qué persona estaría dispuesta a vivir una vida así? ¿Sería un loco o, por el contrario, un cuerdo? Todo depende de lo que se estime, pero, a priori, parece que quien aceptara una propuesta de esta calaña tendría que estar bastante rayado.
Miguel de Unamuno en su opúsculo “Mi religión”, escrito en 1907, a temprana edad, en plena crisis de “escepticismo”, señala lo siguiente:
“Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso -y cabe pereza espiritual con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos- propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndoselo o sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica. Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él.
Y bien, se me dirá, «¿Cuál es tu religión?» Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que quizá no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Incognoscible, ni con aquello otro de «de aquí no pasarás». Rechazo el eterno ignorabimus. Y en todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.
‘Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto’, nos dijo Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es mi religión.
Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero «quiero» saber. Lo quiero, y basta.
Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten ¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.
No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa en el orden de la cultura -y cultura no es lo mismo que civilización- de aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen: «¡No se debe pensar en eso!»; espero menos aún de los que creen en un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos de los que afirman con la gravedad del necio: ‘Todo eso no son sino fábulas y mitos; al que se muere lo entierran, y se acabó’. Sólo espero de los que ignoran, pero no se resignan a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria.
Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos, como yo busco; que luchen, como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.
Es obra de misericordia suprema despertar al dormido y sacudir al parado, y es obra de suprema piedad religiosa buscar la verdad en todo y descubrir dondequiera el dolo, la necedad y la inepcia”.
Unamuno era ciertamente una persona angustiada, que escudriñó incesantemente. Cuentan sus biógrafos, que el 31 de diciembre de 1936 uno de los amigos, desolado ante la lucha fratricida entre españoles, exclama ante Unamuno: Dios ha abandonado a España. Al oír esto, Unamuno dio un fuerte puñetazo en la mesa diciendo Dios no puede abandonar a España… y cayó fulminado de un ataque al corazón. Unamuno mandó poner en su tumba el siguiente epitafio: “Recíbeme, Padre Santo, en tu seno, mansión de paz; pues vengo rendido del duro pelear”. Unamuno buscó con ahínco y da la impresión de que lo logró.
Ciertamente no siempre la ignorancia es una situación propia, sino que modernamente es una situación inducida, una moda. Ningún pueblo primitivo, antiguo, es pueblo sin un dios (o varios). Es el dios del pueblo que aglutina y tiene un efecto benefactor sobre la colectividad (y también, a veces, un efecto de terror). Por eso el fenómeno del ateísmo y del agnosticismo es algo nuevo, en el sentido de que nunca antes se había dado de forma colectiva en ninguna civilización. Quizá quede algún incauto que considere plausible el planteamiento ingenuo del positivismo de Compte afortunadamente ya superado. En efecto, Compte considera la humanidad como en tres fases: la primera, es la mágica. La no explicación de los fenómenos naturales es achacado a los poderes de una deidad (o múltiples). Después vendría, la metafísica, en la que habría un cierto raciocinio y una religión establecida, institucionalizada. Por último, llega la etapa última y definitiva, la positivista: la ciencia empírica lo explica todo. Este planteamiento ha calado en no pocos de nuestros contemporáneos, pero se manifiesta errónea, por insuficiente. No se puede simplificar tanto. El hombre sigue siendo hombre, antes y después del descubrimiento del arco, la rueda, la llegada a la luna, o los ordenadores. La posmodernidad ha abatido definitivamente el mito del progreso, también porque ahora somos más conscientes y poderosos: podemos erradicar el hambre del mundo, pero también podemos eliminar a los hambrientos. En esto, nihil novo sub sole: nada nuevo bajo el sol.
Enhebremos de nuevo el hilo. No hay que confundir creencia –lo creído- con el acto de creer. Creer, creemos todos. En última instancia, el teísmo o el ateísmo (y la agnosis) es una creencia. Creencia en Dios o no-Dios, pero creencia. Y tan “creyente” es el que cree en Dios como el que cree en no-Dios (o “suspende” el juicio, como el agnóstico). Otra cosa distinta es lo creído, es decir la sustancia de lo que se cree, que lógicamente difiere de una creencia a otra, incluso de un dios a otro. Por eso hemos de buscar. El hombre es un animal a la búsqueda del sentido (Viktor Frankl), de su origen, de su finalidad. Las preguntas más sencillas son las más difíciles de responder. Cualquier padre lo sabe; y cualquier científico, también: ¿Qué es la materia? ¿Qué es la energía? ¿Qué es la vida? ¿Qué es el hombre? ¿Quién soy yo? Algo que, para empezar, la ciencia empírica (las ciencias naturales) no nos pueden responder, o solo muy tangencialmente, entre otras cosas porque solo pueden explicar los fenómenos, pero no porque existe algo cuando podría no existir; yo mismo, por ejemplo, por qué estoy cuando antes no he estado y un día no estaré. Por qué existe el universo en vez de la nada. Y sin embargo, hay que recalcar ahora, al principio, que la creencia en Dios es razonable y la ciencia actual nos sitúa en un contexto coherente para que, con la razón, lleguemos a creer en su existencia. Es una disyuntiva. “Nosotros creemos en Dios. Ésta es una opción fundamental. ¿Pero es hoy aún posible? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se ha dedicado a buscar una explicación al mundo en la que Dios sería innecesario. Y si eso fuera así, Dios sería innecesario en nuestras vidas. Pero cada vez que parecía que este intento había logrado éxito inevitablemente surgía lo evidente: las cuentas no cuadran. Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran, y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin Él, no cuadran. A fin de cuentas se presentan dos alternativas: ¿Qué existió primero? La Razón creadora, el Espíritu que obra todo y suscita el desarrollo, o la irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado matemáticamente, al igual que el hombre y su razón. Esta última, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y por lo tanto, en definitiva, también irrazonable” (Homilía de Benedicto XVI, 12 de septiembre de 2006, en la explanada del Islinger Feld de Ratisbona).
Considero obligado hacer un parón para continuar este diálogo socrático, sincero, abierto. Porque de esto es de lo que deseo departir con amplitud de miras, sin cerramientos en un círculo ideológico, en un eterno retorno, en la circularidad de un supuesto diálogo ensordecido. No podemos perder el tiempo ni está el horno para bollos. También porque no sabemos cuánto “tiempo” vamos a disponer, se nos va a dar: porque si algo resulta evidente es que un día no estábamos en este mundo, y sin que nos pidieran permiso, vinimos aquí. Pero llegará otro día en que no estemos ya, y tampoco nadie nos pedirá permiso. La muerte es la gran pregunta: ¿por qué estoy cuando podría no estar? ¿Por qué dejaré de estar algún día? ¿Qué será de mi entonces? ¿Me disolveré para nunca más existir o, por el contrario, perduraré eternamente? ¿Nadie ha venido a decírnoslo? o ¿Quizá sí?… Además, si anticipamos la muerte como un problema, la desorientación es segura, pues se trata de un problema imposible de resolver.
Un diálogo sincero requiere siempre la mutua franqueza y el descubrir las cartas, sin quedarse con un as en la manga. Es la confianza de que el debate va a ser limpio. Sin posicionamientos apriorísticos que no se hayan consensuado, bien por evidencia, bien por ‘pacto’ racional.