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Hay una cuestión lateral que no se puede soslayar. Se ha dicho, y se sigue diciendo que:
- a) Dios sí, Jesucristo, no;
- b) Dios sí, Jesucristo también, pero la Iglesia no.
- c) Dios si, Jesucristo sí y la Iglesia también.
¿Quién tiene razón?
Vayamos por partes. La primera tesis dejaría en una buena posición al teísmo. Dios existe, pero nada más. No se interesa por nosotros. Estamos abandonados. En la práctica, el teísmo llevaría, como de la mano, al ateísmo (o a su versión light; el agnosticismo). El hombre quedaría a oscuras y, en este sentido, sería válido cualquier tipo de acceso a Dios. Todas las religiones vendrían a ser, en última instancia, un intento humano, más o menos acertado, un modo cultural en todo caso, de la querencia humana de la existencia de un Dios justo: es la necesidad de una JUSTICIA que no encontramos en este mundo. Pero esto plantea muchas objeciones, no sólo teóricas sino de orden práctico. En primer lugar: la religión que da lugar a una cultura ¿Valdrían todas igualmente? La respuesta sería, en efecto, positiva, pues no podríamos salir de un relativismo cultural y religioso, en el que nadie “puede pretender disponer” de la verdad. Todas serían aspectos, más o menos interesantes de la verdad inalcanzable. En cuestiones prácticas, el problema es sencillamente irresoluble, pues no es posible alcanzar una respuesta satisfactoria a tantas preguntas como la existencia humana nos plantea: ¿Qué hay después de la muerte? ¿Qué sentido tiene el dolor y la enfermedad? ¿Por qué el sufrimiento del inocente, del niño, etc.? En fin, preguntas que quedarían en la más absoluta de las oscuridades. La solución práctica más humana sería entonces un planteamiento estoico de la vida (también cabe el carpe diem de los epicúreos). El Budismo, por ejemplo, participa grandemente de una visión estoica de la propia existencia: no sentir dolor por lo negativo, no sentir alegría por lo positivo. Pero no dejaría de ser, por eso mismo, inhumano.
Respecto a la segunda pregunta, quedaríamos con una visión subjetivista y autónoma de la religión. Es lo que Lutero y los reformadores protestantes con él, predicaron. Cristo tiene un papel central, ciertamente, pero el individuo se encuentra solo frente a él. Es la sola Scriptura, sola fidei… y, en última instancia, es la propia conciencia la modeladora de la propia verdad, puesto que no hay normatividad posible o, mejor dicho, la normatividad queda a la libre disposición del individuo (y a su fuerza de coacción para con el grupo). Lutero y los reformadores son siempre “disyuntivos”: fe o buenas obras, fe o razón, naturaleza o gracia, omnisciencia divina o libertad, Escritura o Tradición, conciencia o Magisterio, y así sucesivamente. Es el resultado de su postulado inicial: la sola fides y sola Scriptura. El subjetivismo de interpretación personal en materia religiosa.
El tercer aspecto nos llevaría a cuestionarnos el hecho de que si Dios ha querido encarnarse en Jesús de Nazaret, para comunicar algo a los hombres, ¿Quedaría su mensaje a la libre interpretación de éstos? ¿Es posible que su existencia histórica quede reducida a una interpretación personal? ¿Acaso el hombre no es un ser comunitario? ¿Es que se da él solo la fe y la cultura? ¿Cada persona y cada generación tienen que comenzar, en el orden cultural y religioso de cero? ¿Puede consentir Dios que la verdad pueda ser establecida sin más por mí? Son algunas de las cientos de preguntas que surgen cuando, admitida la existencia de Dios y de Jesucristo como hijo de Dios, no damos el siguiente paso de confiarnos a la Iglesia como depositaria de la fe y de la moral de Jesucristo. Es fácil la tentación de una religión a la carta. Y la práctica resalta precisamente este aspecto: el desfondo de la religión sin Iglesia, sin comunidad ni tradición, pues se quita todo contenido objetivado de la fe, para quedar reducida a una actitud meramente sentimental que prima sobre la razón y, en consecuencia, se le puede dar el cambiazo en cualquier instante, dependiendo de la situación personal y cultural del momento. La afectividad así entendida queda perturbada e irracional. Cualquier sentimiento puede ser trasladado de objeto sin que apenas uno se dé cuenta: desde Dios, por ejemplo, a una mascota, pasando por una afición, un sueño, un ideal, un proyecto, o simplemente una persona. En un marco tan amplio, no hay lugar para compromisos y, desde luego, estos se deshacen como azucarillos en agua. Piénsese por ejemplo en el amplio abanico de relaciones humanas que quedan o pueden quedar, terriblemente afectadas por esta visión relativista: las relaciones matrimoniales con el divorcio; las relaciones paternas-maternas filiales con el aborto o con la escasa responsabilidad de la paternidad; los contratos; la fidelidad de los amigos, etc. No me refiero a que esto no nos pueda suceder a todos, sino que, en esta nueva religión instaurada, sin más autoridad que la mía, queda tan sumamente debilitada y expuesta a mi capricho que, en la práctica, se hace irreconocible.
Lógicamente, hay que situar el papel de la Iglesia. ¿Qué es la Iglesia? ¿Cómo se autocomprende ella misma? Los primeros seguidores de Jesús, siguiendo las enseñanzas de su maestro, se organizaron en comunidades, tal y como lo habían aprendido a lo largo de su permanencia con él: formaban un grupo alrededor de Jesús. De igual forma, en torno a los apóstoles, fueron agrupándose los que se iban bautizando, de acuerdo con el mandato de Jesús: id por todo el mundo, enseñando a todas las gentes a guardar lo que os he indicado, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (S. Mateo 8, 19-20). Esa convocación (Eklesia, en griego) es la Iglesia: los fieles bautizados reunidos alrededor de los apóstoles y sus sucesores (epískopos: vigilantes, en griego). No se constituye cada uno por su cuenta, ni interpreta a su propio arbitrio las enseñanzas recibidas, sino que, más bien, es al revés: las enseñanzas recibidas y vividas por las primeras comunidades cristianas son las que configuran el contenido de los Evangelios: instrucciones y dichos acerca de la vida de Jesús sobre las que se conforman dichas comunidades. Los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles son catequesis (enseñanza) de lo que Jesús hizo y dijo.
Nuestros contemporáneos ignoran que ciertamente la Iglesia es la comunidad de los pecadores, pero que, al mismo tiempo, se saben necesitados del perdón. Lo ignoran porque han perdido conciencia del pecado –de la culpa- y consideran que la Iglesia debería ser la convocación de los “perfecti”, de los puros e incontaminados… como ellos. Este error es de bulto y no es necesario analizarlo en profundidad: resalta por evidente. Si los malos son los otros, entonces… la estulticia humana no tiene remedio. Que la Iglesia albergue a los pecadores no es otra cosa que su condición: continuadora de la misión de Jesucristo. Quien no necesita de perdón, no tiene necesidad de mediación, ni por tanto, de Iglesia: se sobra consigo mismo. Esto es válido para todos: los creyentes e increyentes, los que se consideran en el seno de la Iglesia como los que no, etc. Este axioma obliga a una permanente revisión de la propia vida y a una “conversión del corazón”, pues la Iglesia es la portadora de la integridad del mensaje de Jesús: a quien vosotros escucha, se lee en el evangelio, a Mi me escucha, y el que me escucha a Mí escucha a mi Padre (San Lucas, 10, 13-16).
Los avatares de la historia de la Iglesia son muchos y muy interesantes para quien, sin prejuicios, quiera estudiarlos. Pero no es un tema que ahora sea objeto del presente ensayo.
Un último apunte: sin comunidad, no hay persona, porque no hay relación interpersonal. Y en la esfera religiosa, si es Dios quien llama, se hace más patente todavía: porque es el mismo Dios el que nos llama a conformar su propio pueblo. El hombre es un animal político (Aristóteles): es decir, por naturaleza es social. No se construye desde sí mismo, sino que prácticamente todo le es dado: desde su herencia biológica hasta la herencia cultural.
Admitida la existencia de Dios, la divinidad de Jesucristo y la constitución de la Iglesia como continuadora de la obra salvadora de Jesús, nos podemos hacer muchas preguntas. Pero de entre todas, yo me haría la siguiente: ¿Qué significado tiene para mí? ¿En qué me compromete? La cuestión es principalísima. En primer lugar requiere por mi parte coherencia. La fe en Jesucristo y en su Iglesia es una fe que ha de ser plenamente encarnada. No es algo que se tiene, como se tiene una bicicleta. Sino algo que unifica mi vida, que le da proyección, futuro, al tiempo que la aúna y le da sentido. Si no, la encarnación de Dios sería del todo irrelevante. La fe no es una teoría, ni tampoco un código. Por eso la religión cristiana, al revés que la religión judía, y en mucha mayor medida, que la religión musulmana, no se trata de una religión del libro, sino del seguimiento de una persona llamada Jesús. Esto quiere decir que no basta con seguir unas normas morales, cultuales, rituales, sino la configuración personal de acuerdo con un modelo viviente y plenamente actual (si no fuera actual, la encarnación de Jesús no sería tal, por dejar de ser divina y actuante en la historia). La religión cristiana es un encuentro personal con Jesús. Por tanto, la fe hay que aprenderla en el seno de una comunidad que vive la fe (Iglesia) y en la lectura de la vida de Jesús, de acuerdo con la tradición transmitida (Iglesia). Llama la atención que siendo así, tan pocos cristianos, aunque tengan la Biblia en su hogar, se hayan preocupado de leer la única biografía que vale la pena leer, pues la vida de Jesús tiene un hondo y altísimo significado para mí.
Leer la vida de Jesús (y sus antecedentes: antiguo testamento; y sus consecuentes en los primeros seguidores de Jesús: Hechos de los apóstoles, cartas paulinas, cartas católicas, etc.) no es leer un libro cualquiera, por muy valioso y ejemplarizante que nos parezca: es –o debería ser- otra cosa. Porque es el lugar de mi aprendizaje vital; y porque es un conocimiento trascendente: de esa manera conozco a Dios y me conozco a mí mismo. Es lo que declara el Concilio Vaticano II en su Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22: «En realidad sólo en el misterio del Verbo encarnado se ilumina verdaderamente el misterio del hombre»; y un poco más adelante, en el mismo número: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de Su amor, manifiesta con plenitud el hombre al propio hombre, y a la vez le muestra con claridad su altísima vocación». Si queremos saber qué es verdaderamente el hombre, quién soy yo, debemos mirar y preguntar a Cristo, la Palabra de Dios hecha carne.
Esto exige, como aclaraba al principio, coherencia. La coherencia de la fe me hacer vivir de acuerdo con unos presupuestos que yo no me invento, pero que son realizables por mí y que sólo yo puedo llevar a cabo (soy insustituible): tanto porque son razonables como también porque son amabilísimos. Esto es importante captarlo, no sólo porque la vida religiosa y moral no debe caer en un deber, en un moralismo, sino porque debe de ser, además de razonable, amable: digno de amor y de ser amado. En consecuencia, la fe cristiana es siempre incompatible con cualquier ejercicio de violencia o coacción, tanto externa como interna: es el amplísimo espacio de la libertad que Dios ha concedido al hombre. Y por tanto, la respuesta a la fe ha de ser libre: no cabe otra opción.
Las exigencias evangélicas, siendo tan razonables y amables, no son sin embargo “facilonas” o cómodas: exigen un alto grado de compromiso. Sin coherencia, por muy claro que tengamos estas cosas, se nos vendría abajo todo, porque si uno no vive de acuerdo con lo que piensa (coherencia) acaba pensando como se vive (con incoherencia): siempre resulta más fácil. No debe pues extrañarnos que a lo largo de los siglos, en el seno del cristianismo, haya habido innumerables santos que han entregado su vida en testimonio de su amor a los demás. Tampoco nos debería extrañar que haya otros que hayan abandonado su fe y las exigencias que estas comportan cuando se han encontrado con dificultades o simplemente cuando se han tenido que enfrentar a sus propias miserias y deseos (avaricia, codicia, ansia de poder, sexo, etc.). Un abandono clamoroso y, aún escandaloso, cuando se ha pretendido abusar de la Iglesia para la consecución de poder, no sólo por eclesiásticos, sino también por el propio poder político y económico. Es una constante: junto al trigo crece la cizaña; en cada persona en singular y en cada sociedad y generación en general.
Lo más curioso del asunto es que, aunque a lo largo de los siglos, se haya dado esta variedad de tipos, ahora se den, además, los tipos que apoyados en razonamientos –en lo que se podría llamar la racionalización de la mala voluntad- hayan levantado sistemas de pensamiento que ahoguen la sed de Dios y, en nombre de una supuesta racionalidad, sean unos tipos egoístas, comodones, sensuales, amantes del dinero y de los goces placenteros, como si todo eso fuese el único fin del hombre, “demostrado científicamente”. Me parece que la humanidad ciertamente no se ha hecho mayor, simplemente se ha hecho más majadera, creyéndose cuentos y fábulas para descerebrados. Y para esto, después del nihilismo nietzscheano, lo mejor que hay, si uno no se quiere suicidar, es simplemente el relativismo: es la explicación más clara de la estulticia del ser humano que piensa que lo mismo vale una cosa que su contraria; que no hay verdad; que el diálogo, por lo mismo, se hace inviable y oneroso, puesto que no vamos a llegar a ninguna parte (porque no hay parte alguna a la que llegar); que la virtud es lo mismo que el vicio; que el bien se confunde con el mal, porque no existen bienes a conseguir –más que los que me satisfacen- ni males morales que extirpar –desde luego, ninguno en mí-, por lo que todo se vuelve caótico y confuso; y la sociedad entra en una espiral de idiocia autodestructiva. Con semejantes mimbres resulta imposible construir un cesto. En todo caso, queda que el fuerte desmiembre al más débil, lo aplaste; y, siempre, cuando convenga, los fuertes pueden agruparse, eso sí procedimentalmente, para no causarse bajas entre ellos: es la realpolitik, los hechos consumados, el equilibrio mientras se ostenta capacidad de disuasión frente al contrario, la tiranía, el reino de la mentira.