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La verdad no se impone, se propone. Se demuestra (en lo que se puede) y se muestra (en su núcleo más importante). La libertad religiosa es la más principal de todas las libertades, pues da un índice de la situación de bonanza de una sociedad.
En una sociedad democrática y plural el axioma principal y fundamental es la libertad para buscar la verdad y una vez hallada abrazarla, tanto personal como colectivamente. El hombre es un ser en permanente búsqueda: nunca alcanza de pleno la divinidad, ni, en consecuencia, la verdad plena. Siempre está haciéndose. Por tanto, en la convivencia, no se trata de imponer nada, sino de ayudar a buscar y encontrar.
Según la religión cristiana, de lo que se trata es de “anunciar” la buena nueva (Evangelio) –Dios es amor; y me ha elegido a mí como a su hijo muy amado- que sólo desde la libertad puede ser acogida. Una libertad negativa –de no coacción-, pero también una libertad positiva –de libre adhesión-: precisamente porque Dios es la mayor garantía de la libertad del hombre, puesto que lo ha creado a imagen y semejanza de Él. En consecuencia, y siendo el hombre un ser biográfico-temporal, irrestricto, nunca acabado, es necesario la continua acción libre para acceder a Dios. Y Dios no quiere que se le estime desde la coacción: esto sería contrario a la dignidad humana y, en consecuencia, irracional.
Las personas de una sociedad que profesen diferentes creencias (ateos, agnósticos, otras confesiones, etc.) han de aprender a convivir y la convivencia se realiza desde la RAZÓN. Es por eso necesario, de acuerdo con la tradición cristiana, separar ambos lados: dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Entendido que dar al César lo que le corresponde no significa, no debe serlo, marginar a Dios de la esfera de lo público, por cuanto es un aspecto esencialísimo de la sociabilidad del ser humano en la polis.
Dicho de otra manera, por Benedicto XVI. “A santo Tomás de Aquino le tocó vivir en un momento privilegiado: por primera vez, los escritos filosóficos de Aristóteles eran accesibles en su integridad; estaban presentes las filosofías judías y árabes, como apropiaciones y continuaciones específicas de la filosofía griega. Por eso el cristianismo, en un nuevo diálogo con la razón de los demás, con quienes se venía encontrando, tuvo que luchar por su propia racionalidad. La Facultad de filosofía que, como «Facultad de los artistas» —así se llamaba—, hasta aquel momento había sido sólo propedéutica con respecto a la teología, se convirtió entonces en una verdadera Facultad, en un interlocutor autónomo de la teología y de la fe reflejada en ella. Aquí no podemos detenernos en la interesante confrontación que se derivó de ello. Yo diría que la idea de santo Tomás sobre la relación entre la filosofía y la teología podría expresarse en la fórmula que encontró el concilio de Calcedonia para la cristología: la filosofía y la teología deben relacionarse entre sí «sin confusión y sin separación». «Sin confusión» quiere decir que cada una de las dos debe conservar su identidad propia. La filosofía debe seguir siendo verdaderamente una búsqueda de la razón con su propia libertad y su propia responsabilidad; debe ver sus límites y precisamente así también su grandeza y amplitud. La teología debe seguir sacando de un tesoro de conocimiento que ella misma no ha inventado, que siempre la supera y que, al no ser totalmente agotable mediante la reflexión, precisamente por eso siempre suscita de nuevo el pensamiento. Junto con el «sin confusión» está también el «sin separación»: la filosofía no vuelve a comenzar cada vez desde el punto cero del sujeto pensante de modo aislado, sino que se inserta en el gran diálogo de la sabiduría histórica, que acoge y desarrolla una y otra vez de forma crítica y a la vez dócil; pero tampoco debe cerrarse ante lo que las religiones, y en particular la fe cristiana, han recibido y dado a la humanidad como indicación del camino. La historia ha demostrado que varias cosas dichas por teólogos en el decurso de la historia, o también llevadas a la práctica por algunas autoridades eclesiales, eran falsas y hoy nos confunden. Pero, al mismo tiempo, es verdad que la historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una «comprehensive religious doctrine» en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses”. Texto de la conferencia que Benedicto XVI iba a pronunciar durante su visita a la «Sapienza, Universidad de Roma», el jueves 17 de enero de 2008. Visita cancelada el 15 de enero.