"

6

Fue Lutero quien abrió, en el seno de una sociedad en crisis, la puerta a la certeza. Él quería, a toda costa, padeciendo un trastorno de personalidad obsesivo-compulsivo, salvarse. Tan porfiada y pertinaz idea le tumbó y, en vez de dejarse ayudar, quiso justificar su propia necesidad de asegurarse el futuro: inventó la fe fiducial. Tal planteamiento suponía, en la práctica, la abolición de la libertad y su intercambio por la predestinación (él no llegó a tanto, pero si sus propios reformadores: Calvino, Zuinglio, etc.). Pero abdicar de la libertad no sale tampoco gratis. Escindió al hombre en dos: por una parte, su animalidad concupiscible; y, por otra, su libertad ficticia. Dicho de otra manera, escindió la razonabilidad de la fe, de modo que ésta quedaba ayuna de razón y al albur de una supuesta voluntad divina, incierta y caprichosa. Su posicionamiento fue tal que, en la práctica, suponía un self-service religioso. Y la conciencia quedaba como última instancia de verdad. Desde luego su planteamiento resulta sugestivo, si no fuera porque tal hecho fractura no sólo al hombre por fuera, sino también por dentro: lo disgrega.

Sus postulados sólo podían traer consecuencias funestas. Inserto en su tesis, queda un dios despojado de su divinidad, porque ya no es logos, razón. Lutero manifestó que lo que Cristo sea en sí le importaba un bledo, lo que le importaba de verdad es lo que Cristo fuera para él: un subjetivismo tal que llevó a una disgregación de la cristiandad y a un siglo extremadamente revuelto, precisamente por su planteamiento individualista.

La visión de Dios que entrañaba las enseñanzas de Lutero, fue  descubriéndose con el tiempo, hasta llegar a la crisis actual de Occidente. Su impulso fue un acelerón para la filosofía que, a partir de ese momento, tomó derroteros mucho más subjetivistas, donde el punto central no era la observación, ni lo observado, sino el observador. Sin darse cuenta abrió la puerta para el actual proceso de secularización inmanentista que, en última instancia, borraría a Dios del mundo, escindiendo el cielo y la tierra. Para quien quisiese quedarse con la razón, no tenía más remedio que abdicar de Dios; y para quien quisiese quedarse con Dios, no tenía más remedio que abdicar de la razón. Dos mundos: la ciencia y la fe se veían, por primera vez, escindidos e irreconciliables, por irreconocibles.

La ciencia, en un primer momento, trató de recuperar la visión de Dios, pero un Dios de los filósofos, teísta, que fuese conciliable con los postulados de la razón. El gran relojero, el gran arquitecto. Pero el relojero, una vez construido el reloj y dado cuerda, ya no tiene nada que hacer. Llegó así a cuajar la tesis de un deum otiosum, un dios que no tiene nada que hacer, que se ha desentendido de su mundo, que gira ya a su aire y con sus leyes. Dios desentendido y ocioso, no tiene nada que decirnos; o mejor dicho, podemos funcionar a nuestro aire, etsi deum non daretur, como si Dios no existiese. Pero este intento se ha demostrado vano. Charles Moeller, en su magna obra Literatura del siglo XX y Cristianismo cita a Joseph Malègue. Es de esas frases apabullantes, intuitivas. Dice así: “Lejos de serme Cristo ininteligible, si es Dios, es Dios quien me resulta extraño si no es Cristo”. Es irrefutable que admitida la existencia de Dios, si Dios no ha intervenido en la historia del hombre, entonces es un Dios irrelevante, que apenas influye en el hombre o, a lo menos, es un Dios difuso. Pero si el Creador es también Redentor, todo adquiere luz. Cuando, en su Jesús de Nazaret, Benedicto XVI se pregunta ¿qué es lo que nos ha traído Jesucristo? y contesta: a Dios. Porque, en efecto, Jesucristo no nos ha traído otra cosa y mucho menos dominio, riquezas, placer y comodidad.

La religión, por su parte, fue cayendo, de un lado, en una moral puritana que no deja de ser moralina, indefensa ante el intenso ataque que sufriría a causa de su inhumanidad y de su estrechez de miras: libertad atenazada en una sociedad rígida. De otra parte, en el irracionalismo de un sentimentalismo paniaguado y sin chicha, que lleva irremediablemente a su disolución o bien a encerrarse en posturas de tipo fundamentalista, impermeables a la razón.

La reacción católica no se hizo esperar y tras el concilio de Trento, recuperó su fe en la razón…, un proceso lento, porque el desgarro fue muy intenso y la reacción no siempre fue la deseable: hubo excesos. Pero lo fundamental se salvó. Me llama poderosamente la atención que ya, en pleno siglo XIX, fuera otro concilio quien volviera sobre la cuestión de la libertad y de la razón. El Concilio Vaticano I, en su constitución Dei Filius (1870), frente al romanticismo y la caída de la poderosa razón, que estaba dejando un inmenso agujero gruyere en la cultura, salió precisamente a defender la razón: el hombre con sus solas fuerzas naturales puede acceder a Dios. Su razón no está tan pervertida y desatinada que no pueda alcanzar esa meta.

Licencia

Icono para la licencia Dominio público

Esta obra (¿Quién soy? por Pedro López García) no tiene restricciones de copyright conocidas.

Comparte este libro