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El hombre dueño y autónomo, que persigue a toda costa asegurarse el paraíso aquí en la tierra, ha muerto: ¡Viva la libertad!, podríamos gritar. Viva la incertidumbre del existir humano, con todos sus vaivenes, fluctuaciones, inseguridades… de aquí abajo, de este mundo. Hemos intentado hacerlo seguro y predecible según leyes deterministas y nos hemos dado cuenta que la libertad, al final, es lo definitorio y lo decisivo. Pero esta libertad es el futuro que no está precisamente definido, sino que es indeterminado. El lema “le aseguramos la salvación y si no le devolvemos el dinero”, ha sucumbido ante la imposibilidad efectiva del negocio: la libertad se resiste a su muerte, a su determinación.

He aquí el dilema. La libertad de creer y de creer en lo que se cree. Chesterton afirmaba que la vida es una opción y la eternidad la apuesta. Los interrogantes son de cada uno, puesto que la eternidad es un presupuesto, tan válido, de momento, como la no eternidad. En cualquier caso, cada cual tiene la suficiente perspicacia como para darse cuenta de que la vida no tiene una segunda edición, salvo que comience a creer en la reencarnación. Pero esto sería otra historia.

Por eso conviene elegir y elegir bien. Y lo más sensato es elegir la mejor opción. Supongamos las dos opciones (este ejercicio ya lo hizo Pascal). Que no hay nada después de la muerte o que hay una eternidad. En el primer caso, lo que sucedería es la disolución del individuo en la nada: nada quedaría, nada de nada, polvo cósmico. Todas nuestras relaciones personales habrán muerto con nuestra muerte. Todas las ilusiones habrán sido eso “fantasmas”, espejismos vanos, sueños fatuos. La vaciedad más dolorosa es precisamente la extinción absoluta, el aniquilamiento total. El silencio eterno. Este panorama angustioso es tan absolutamente desértico que su avistamiento produce un pavor inconmensurable. La vida entonces carece de cualquier sentido y norte. No hay nada que esperar. Es la desolación. De hecho, nadie podría vivir de este modo. Y, cuando por alguna enfermedad, por ejemplo una depresión endógena, alguien se siente así, le resulta tan difícil vivir que prefiere cuanto antes que acabe la desesperación insufrible: quitarse la vida.

La otra opción es apostar por la eternidad… feliz; porque si se considera la eternidad, pero no feliz, entonces estamos ante un tonto de capirote. Y esa eternidad, desde el momento que la admitimos, incluye necesariamente el hecho de la existencia de un Dios bueno, que premia a los que se portan bien. Está tan arraigado en el corazón humano la necesidad de una justicia universal que ponga a cada uno en su sitio (pues en este mundo, pocas veces se consigue; y lo que se consigue es muy imperfecto hasta el punto de ser incluso injusto) que resulta necesaria esa justicia del todo justa y del todo universal. ¡Es anhelo del corazón, pero también de la inteligencia!

Pero cuando uno apuesta por la eternidad feliz -que según el credo cristiano, consiste en la contemplación de Dios, cara a cara, sin hartazgo posible, que sacia sin saciar, y que provoca una inmensa e inusitada realización y felicidad: “ni ojo vio ni oído oyó lo que Dios tiene reservado para aquellos que le aman”, dice san Pablo a los corintios- lo sensato entonces es llevar una “vida ordenada”, fiarse de Dios y comprender que lo razonable es que Dios quiera –como quiere alguien que ama a otro- la mayor felicidad para mí: aquí, en este mundo, y en del más allá; sabiendo que la opción de esta vida es pequeña, unos pocos años, en comparación con la eternidad dichosísima que se nos ha prometido… Pero, y si todo fuera “falso”; y si todo fuera nada… Entonces habríamos vivido de pie, con dignidad, habríamos muerto con dignidad, habríamos sembrado de nuestra parte una semilla de felicidad, de esperanza…, y habría valido la pena vivir así. Spinoza, decía que “aunque yo soy ateo, me gustaría vivir como un santo”. Esto, como es lógico, se contrapone esencialmente a la consideración de la nada: sencillamente repugna a la razón que la nada, como en el cuento de Una historia interminable de Michel Ende, se apodere de nuestra narración; y conforme avanzáramos hacia el final, la oscuridad fuera engullendo nuestra vida. ¡No!, ¡no puede ser! Hay que resistir, pues solo la consideración de esta posibilidad resulta profundamente inhumana e inicua.

No hace mucho, un buen amigo, ateo, al despedirse me dijo: te voy a pedir un favor, pídele a tu Dios por mí; a lo que le repliqué que ese favor no me lo podía devolver. Nos reímos.

La duda de la fe o la fe en la duda. Y el agnóstico es quien se ha instalado en la fe en la duda, aunque sea de buena fe, un buenismo. He aquí otro dilema. Podemos marear la perdiz, pretendiendo averiguar que es primero si el huevo o la gallina. Hay que escoger el axioma desde el que se parte. Y esta opción es simplemente libre. Quiero querer creer porque me da la gana. Libre y, por lo mismo, puede ser errónea. La libertad no me asegura la verdad. Sólo al revés es posible. Sólo si conozco la verdad es cuando puedo ser libre. Lo contrario es puro voluntarismo. Y el voluntarismo es inútil, porque es chocar contra la pared. A lo más que se llega es a un buen chichón.

Ninguno de nosotros es especial, ni marciano. Todos tenemos los mismos dispositivos y el mismo sistema operativo. Unos lo usan adecuadamente y otros tratan de cambiarlo. Pero cambiar las reglas del software no es tan fácil ni tan sencillo. Es enmarañamiento, quizá sutil, pero a la postre mortal; como la tela de araña que aprisiona y enreda hasta disecar el cadáver vivo en que se convierte la víctima incauta. Así como el creyente está continuamente amenazado por la incredulidad, de igual forma, el descreído se siente amenazado por la fe que derrumba su universo cerrado. El judío Martin Buber escribió: “Un racionalista fue un día a disputar con un Zaddik con la idea de destruir sus viejas pruebas a favor de la verdad de su fe. Cuando entró en su aposento, lo vio pasear por la habitación, con un libro en las manos, y sumido en profunda meditación. Ni siquiera se dio cuenta de la llegada del forastero. Por fin, lo miró ligeramente y le dijo: “Quizá sea verdad”. El entendido intentó en vano conservar la serenidad: el Zaddik le parecía tan terrible, su frase le pareció tan tremenda, que empezaron a temblarle las piernas. El rabí se volvió hacia él, y le dijo: amigo mío, los grandes de la Torá, con los que has disputado, se han prodigado en palabras; tú te has echado a reír. Ni ellos ni yo podemos poner a Dios sobre el tapete de la mesa. Pero piensa esto: quizá sea verdad. El racionalista movilizó todas sus fuerzas para contrarrestar el ataque; pero aquel quizá, que seguía retumbando en sus oídos, oponía resistencia….. Prescindamos del ropaje literario. Creo que en esta historia se describe con mucha precisión la situación del hombre de hoy ante el problema de Dios. El que no cree puede sentirse seguro en su incredulidad, pero siempre le atormenta la sospecha de que quizá sea verdad (Ratzinger. Introducción al cristianismo. Pág. 28). Es la anécdota del republicano que cuando quiso catequizarlo un pastor protestante decía a su camarada: no creemos en la Iglesia católica que es la verdadera, ¿cómo vamos a creer a éste?… La historia se repite. No son pocos, los viejos descreídos que, al llegar su hora, dicen, en serio, por si sí o por si no, yo quiero acudir al sacramento de la penitencia y confesarme con el sacerdote, que es poco el precio a pagar por lo mucho que puedo conseguir.

También, a la contra, es verdad que la fe comporta duda. Hasta Tomás duda ante la resurrección de Cristo ante quien se encuentra delante, con sus aberturas de la crucifixión. Pero después, su humildad, le lleva a esa fantástica exclamación: ¡Señor mío y Dios mío! Para el escéptico cualquier consideración al respecto será siempre duda. Porque no quiere dar el paso adelante. No quiere salir de la duda. Y en la duda quedará: hace un acto de fe en la duda: ¡duda mía y sólo mía: yo soy mi duda! Se aferra a la duda como método cartesiano: “Cogito ergo sum”.

Dostoievski lo pone de manifiesto en su pasaje sobre los hermanos Karamazov. Si Dios no existe, todo me está permitido. No hay límite. Mejor dicho, el límite es mi propio límite y, por lo mismo, insalvable. Lo mío entonces no tiene remedio, porque la redención no opera de mí y para mí, sino sobre mí y en mí. De existir la redención, sólo puede proceder de Dios, del Otro, no de mí.

Quizá no lo hayamos vislumbrado como Dostoievski, pero ya ahora se nos presenta en toda su hondura y perversidad, en ese abismo de maldad depositado en nuestro propio interior. Pascal lo decía de forma clarividente. No sé cómo será el corazón de un criminal, pero me asomé al corazón de un hombre honrado y me asusté.

La modernidad, que ha visto en la libertad el fundamento “ontológico” del ser humano, se encuentra impotente ante tanto desaprensivo como hay en este mundo. Ha calificado que la libertad es lo que me hace verdadero. Subvirtiendo la afirmación evangélica de que la verdad os hará libres. Pero el equívoco es inmenso. Ya lo ponía de manifiesto Marcello Pera cuando expresaba que para él –agnóstico- sólo hay un “dogma” de la Iglesia Católica que le parece evidente: el del pecado original. Sólo basta con abrir un periódico o ver un noticiario para darse cuenta de la existencia del mal en el mundo. Y si ese mal está inserto en el corazón del hombre, en mi corazón ¿Quién me libera del mal? ¿En qué consiste entonces la libertad? ¿Qué relación hay entre verdad y libertad?

La liberación del mal es el gran reto del hombre moderno que se ha hecho a sí mismo, es un self-man: sin antecedentes ni consecuentes. Una mónada en el desierto de las mónadas, en el vacío cuasi infinito de un mundo perdido en el universo. Y por tanto abocado a repetir en sí mismo el mito de Sísifo: subir la inmensa roca por el pedregal de una ascensión fatigosa para que, antes de llegar, caiga rodando y vuelta a empezar, una y otra vez, en un eterno retorno. No hay otra posibilidad. No hay buenismo que limpie al hombre, porque todo ser humano tiene precio, si antes no se le ha dado valor. Pero siendo tan pobre ¿quién lo rescatará? Sólo una acción divina es posible que consiga rescatarlo de su actual vagabundeo inframundano.

Si a Dios se le considera una especie de entelequia en el que se proyecta lo que el hombre no puede llegar a ser, si se le ve como competidor antagonista que quita la libertad del hombre, entonces a ¿dónde vamos a ir? Ya no nos vale la humanidad grandiosa llena de un futuro prometedor. La historia nos enseña que las grandes pestes modernas han sido precisamente las ideologías: han mermado la humanidad en cifras jamás antes contempladas. La única posibilidad de rescate ha de venir de fuera y el único sistema de visualización es un gps divino.

Es decir, la única capacidad de ser buenos, no es la certeza que yo posea de mi bondad, equívoca y, en consecuencia, errónea “No fui yo, fue el maldito cariñena que se apoderó de mí” afirma sin ambages el protagonista de La venganza de don Mendo de Muñoz Seca; sino la capacidad de admitir una salvación que no procede de mí, ni de mi razón, ni de mis circunstancias: es la Redención que sólo Dios puede prometer y realizar. Entonces cobra todo su sentido la libertad: porque me es dado el remedio de sanación de una libertad enferma. Es entonces y sólo entonces cuando puedo comenzar de nuevo, pero sin la pesadez de la carga, ni la insensatez de su inutilidad.

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