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Ya iniciábamos estas reflexiones preguntándonos acerca de la inmortalidad. Desde el principio de la vida del hombre ésta ha sido la cuestión decisiva. ¿Qué me pasará después de la muerte?

No es una pregunta fácil de responder. Es más, no disponemos de experiencia al respecto. La vida del más allá es siempre un interrogante indescifrable, entre otras cosas, porque nadie ha vuelto para contárnoslo. Mejor dicho, sólo hay una persona que ha vuelto: Jesucristo. El cristianismo es la única religión sobre la faz de la tierra que tiene la osadía de hacer tal afirmación. Y no solamente esa audacia, sino que, a lo largo de la historia, los sucesivos discípulos del Resucitado han dado su vida por esta fe, arrostrando el martirio con la mirada puesta en Él. Es de notar que tal hecho es único. No se conoce otro similar. Se puede argumentar que otros también dan su vida por un ideal político, religioso, cultural…, pero han de reconocer que ciertamente no saben, al menos no lo admiten por sí, que sepan lo que hay después, entre otras razones porque pueden afirmar sin riesgo a equivocarse que nadie haya venido para contarlo. Es ésta una diferencia notable y que conviene tener en cuenta.

Que todos los hombres somos mortales no es ningún artículo de fe: es un hecho cierto. De momento, por otros; pero algún día a mí me tocará el turno. Sin embargo el anhelo de inmortalidad es también un “factum”, un hecho perfectamente constatable. Los mayores fraudes históricos han consistido en hacer creer, aunque sólo sea por un instante, que el momento presente es una imagen fija, inamovible, que se puede asir “eternamente”. Para siempre es una mentira de los hombres. Un falso consuelo.

“Procuremos que aumente nuestra humildad. Porque sólo una fe humilde permite que miremos con visión sobrenatural. Y no existe otra alternativa. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? ¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre? Este adverbio —siempre— ha hecho grande a Teresa de Jesús. Cuando ella —niña— salía por la puerta del Adaja, atravesando las murallas de su ciudad acompañada de su hermano Rodrigo, para ir a tierra de moros a que les descabezaran por Cristo, susurraba al hermano que se cansaba: para siempre, para siempre, para siempre. Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre” (san Josemaría Escrivá, Camino, n. 200).

El eterno presente no es más que un engatusamiento. Máxime, el arte de birlar el presente por un futuro absolutamente falso. Todo mesianismo que trate de presentar el presente como lo futuro, fijo e inamovible, es una burla, una estafa. Y los profetas de tales trampas, son unos fuleros y  farsantes, que embaucan con sus patrañas a los ignorantes. La historia, y curiosamente, la moderna, está llena de mesianismos que prometían el paraíso y la inmortalidad del más acá, a cambio de usurpar la libertad y las conciencias de las gentes. Sabemos cómo comienzan estas burlerías y como acaban estos excesos: en campos de exterminio.

El cristianismo no es tan inocente. Si así lo hubiese sido, como las ideologías, hace tiempo que hubiese fenecido. Imposible que hubiese subsistido. Es más, el engaño hubiese sido desenmascarado hace tiempo, y la Iglesia, sin lugar a dudas, hubiese desaparecido. Es imposible mantener a mucha gente en el engaño durante tantos siglos. ¿Qué hay en la fe de la Iglesia para que el personal mantenga incólume su esperanza, a pesar de la agitación y de la imputación de la Iglesia como farsante que hace creer en un más allá, olvidándose de un más acá?

Es un hecho, que en los últimos siglos, una de las punzadas más agudas que ha recibido la Iglesia Católica ha sido precisamente ésta: sostener y ayudar a los pobres (y no tan pobres) en la convicción de que esta vida es paso para la vida eterna, en la que se consumará el paraíso tan anhelado. La puntada no se da sin hilo. Al transmitir ese anhelo por el más allá, se desentiende –o puede desentenderse- del más acá. Y eso adornado con el tópico de la alianza con los poderosos para que continúe el “estatus quo”. Aunque la historia desmienta en muchos aspectos esta simplicidad, la verdad es que esta idea ha calado en el imaginario colectivo. Pero, y ahí está la trampa, ¿Cuál ha sido el sucedáneo propuesto? A mi modo de ver, toda vez, como dice Chesterton, que alguien ha prometido el cielo en la tierra, lo que ha traído ha sido precisamente el infierno.

Infierno es palabra tabú en nuestra cultura relativista, en donde nada hay seguro: todo es cambiable e intercambiable: somos seres funcionales y, por eso mismo, prescindibles. Un número de una masa. Al parecer, este rincón del imaginario, ha sido rellenado por los seguros, instituidos como fondos de inversión. Y ya puestos, los seguros, con tal de aumentar la cuenta de resultados, son capaces de asegurar la salvación y, si no, o no nos gusta, nos convencen con la devolución de nuestro dinero: muerto el burro, la cebada al rabo, dice el refranero. Magnífica oportunidad de hacer negocio “seguro” con la inseguridad e incertidumbre. Sólo basta con ver un anuncio de estas compañías que, como el estado-bienestar, te conducen desde la cuna hasta la sepultura. No sin razón ya se habla de la cultura del bienestar por el malestar de la cultura. Entre otras razones, porque si la cultura –y en ella incluyo la visión religiosa del hombre como pieza angular de la cultura humana- no da respuesta adecuada, lo que subsigue a este hecho no puede ser más que un malestar: la de la inconclusión, la insatisfacción permanente ante un estado de cosas que nunca nos gusta ni podrá llegar a satisfacernos.

La realidad más bien tiene que ser otra. La visión cristiana de la vida (más acá y más allá) es unitaria, en el sentido de que el anhelo ha de quedar, de algún modo satisfecho, al menos racionalmente de manos de la fe. Algo ha de haber más acá que, de alguna manera, anticipe el más allá. Y además del deseo de felicidad, todos poseemos un ansia de justicia “infinita” y “universal”. Las cosas no pueden quedar así: que el sinvergüenza triunfe a costa de la bondad de los otros. Que el engaño, la falsificación, la estafa, la mentira…, en definitiva, queden impunes en esta vida. Y esto es lo que constatamos a diario. Anhelamos un estado diferente: una justicia universal que, ciertamente, no tiene nada que ver con códigos, constituciones y jueces humanos. Porque tal cosa es sencillamente inviable.

No es que haya que mantener, como si fuera un autoengaño colectivo, la existencia de Dios y, en consecuencia, el más allá, como hipótesis para manejarse y que las personas funcionen y no se desmadren. Es justamente al revés: la convicción racional de que Dios existe hace que las cosas adquieran matices de felicidad y el puzle de la vida encaje. Kierkegaard se dio cuenta de lo anteriormente expuesto, y en uno de sus diarios (IX) lo expresa de un modo radical, como él es, pero también muy bello: «O Dios es el amor, y entonces la situación se hace absoluta: arriesgarlo absolutamente todo por esta única causa, y la felicidad consiste precisamente en no tener más que a Dios. O bien Dios no es el amor, ¿y entonces? Entonces… mi pérdida es de tal manera infinita, que todo lo que pueda perder ya me es infinitamente indiferente»

A mi modo de ver hay una cosa que todavía me resulta más aguda y dolorosa, si prescindimos del más allá. ¿Qué es o será de las personas a las que queremos y que les ha sobrevenido la muerte o perecerán en un futuro más o menos inmediato? ¿Qué se le puede decir a un niño que ha perdido, por ejemplo, a su madre en un accidente de tráfico? ¿Es posible que ya no podamos verlos nunca más? ¿Se han disuelto en la nada? El corazón humano se resiste a la pérdida total y absoluta de los seres queridos. Sencillamente por inhumano. Quedaríamos sumidos en la perplejidad, en una crisis permanente, en un duelo sin fin. No es posible. Lo que anhelamos es poder reunirnos un día en un nuevo mundo, donde ya no habrá lágrimas, ni llanto ni dolor. Donde no haya muerte. En el que la vida sea completa y feliz, sin término: porque, como según dice Aristóteles, lo que hace que un ser vivo lo sea es precisamente que tenga vida. Ánima, decían los latinos para referirse al principio vital. Lo que separa a un cadáver que unos minutos antes estaba todavía vivo es precisamente ese principio, ánima, alma, que ha perdido el cadáver. Platón afirmaba que en el hombre el alma es inmortal, porque es racional, espiritual, y no se corrompe con la materia, porque la trasciende. Esta inmortalidad que la filosofía griega concedía al alma humana es retomada por el cristianismo para auparla a una mayor dignidad: no sólo no muere el alma, sino que el mismo cuerpo que tengo resucitará. No son leyendas, ni tampoco cosas infantiles. Si no fuera así, ¿qué esperanza nos quedaría? El mundo se volvería absurdo y las personas a las que queremos en un espejismo que fue, pero que nunca jamás volverá a tornar. Es duro, cruel e inhumano someter a esta forma de pensar a nuestros hijos, a nuestros hermanos, a nuestros parientes y amigos… No es verdad. La apariencia de este mundo puede parecernos como lo único que hay, y, en una burda simplificación, pensar que muerto el perro se acabó la rabia. No hay más. Y sin embargo, hay algo en nuestro interior que se resiste tenaz y audazmente a que las cosas sean así. Los niños tienen una capacidad de entender estas cosas y diferenciarlas de la fantasía. Para ellos, el cielo no es un cuento de hadas, sino una realidad presente. Su abuela, que se ha ido al cielo, no es la abuelita del cuento de caperucita. Ellos lo saben. Se lee en el Evangelio que el reino de los cielos es de los niños y de quienes se hacen niños en su inocencia originaria. Superar las apariencias es específico de lo humano que trasciende el acontecer y que se proyecta en el futuro. Si quitamos la quintaesencia, eso que con tanta naturalidad y sencillez dice el niño –“mi abuela, mi hermanito…, está en el cielo”-  es que nos hemos maliciado. Los niños tienen un sentido innato de lo sobrenatural como lo más natural del mundo.

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