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He dejado para el final el capítulo más importante de todo lo relatado hasta el momento. La visión de Dios como amor (Deus caritas est, como escribe san Juan) y la de su correspondiente paternidad.

La conclusión es clara cuando se miran las cosas desde la óptica cristiana. La bondad de Dios es manifiesta, no sólo en sus obras (creación) por cuanto “Vio Dios que era bueno” como se cita al principio del Génesis, sino que el hombre supone la cima de la bondad de Dios. Dios no necesita de la creación: es libre. Pero su libertad, que es coincidente con su amor, se traduce en la creación. Dios crea por amor. Sublime. Pero la cosa no queda ahí. Ha constituido al hombre, creado a imagen y semejanza suya, en hijo… y no es un simulacro, sino una realidad.

Hay una película sobrecogedora que analiza con gran dramatismo la aplicación de la condena capital en Estados Unidos. Pena de muerte. En una de las últimas secuencias del filme hay un diálogo prodigioso, lleno de fuerza dramática, en la que la protagonista sugiere al reo que él tiene una dignidad, pero no una dignidad concedida graciosamente por la sociedad, cosa que no sucede, pues esa misma sociedad le ha condenado a morir por inyección letal: es una dignidad de ámbito superior. ¿Tú no sabes -le dice- que eres hijo de Dios? El reo contesta que, a lo largo de su vida, le han llamado hijo de muchas cosas, con epítetos sonoros, pero que es la primera vez que alguien le dice que es hijo de Dios, y que le ha tratado con cariño.

Una persona con sensibilidad no se acostumbra a este hecho prodigioso: que Dios es amor. Si Dios es amor, es “pasible”: Dios que es impasible, se hace pasible por el amor. De esto tenemos abundancia de experiencias. El amante se hace frágil, vulnerable, precisamente en su amor. Porque el amor es necesariamente libre y la correspondencia a ese amor es igualmente libre… y no depende de mí. Que Dios sea amor, quiere decir, en última instancia, que el impasible se hace pasible; el que no puede sufrir, porque es inmutable, se hace vulnerable. He ahí el íntimo secreto del amor: la pasibilidad.

Ciertamente Dios no puede ser mudable, porque es perfectísimo; pero en la humanidad asumida en Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad, vemos la pasión. Sólo hay que leer el relato de las últimas horas de la vida de Cristo para darse cuenta de la inmensidad del don recibido, del abismo que Dios ha querido saltar, precisamente por su amor a mí.

Es este un aspecto que, en su misteriosa actualidad, me hace replantearme continuamente mi vida: que Dios, siendo Dios, haya querido abajarse hacia mí, como dice san Pablo a los cristianos de Filipo (2, 5-11):

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre.”

 

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