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Es muy fácil acceder a lo que enseña la Iglesia Católica, porque lo han creído así los católicos a lo largo de estos 21 siglos; y recogido en el Catecismo de la Iglesia Católica; pero, por eso mismo, me gustaría hacer algunos comentarios.

El credo o símbolo está dividido en tres partes, según el esquema tradicional (ya del primer siglo), de acuerdo con el dogma central trinitario: Dios Padre, creador; Dios Hijo, Jesucristo, Redentor; Dios Espíritu Santo, santificador. De conformidad con esta trilogía, la primera parte refleja lo que hay que creer; la segunda, cómo celebrarlo; y la tercera, como vivirlo. A esto se añade un apéndice: cómo dirigirse a Dios, en trinidad de personas.

Una segunda consideración cultural. No siempre ni en todos los tiempos, se acepta, sin más, el contenido del credo, por chocar con determinados planteamientos culturales. Por ceñirnos a nuestra época, y a modo de ejemplo, citemos dos aspectos: uno que hay que creer, otro que hay que vivir.

El infierno. Para la mentalidad de hoy, de reinserción del reo, resulta chocante que haya un “castigo divino eterno”. Habrá que tratarlo con un lenguaje teológico comprensible, pero, en modo alguno nos está permitido seleccionar lo que nos guste o no, de acuerdo con nuestras categorías culturales. En este caso concreto, conviene apelar a que: a) el infierno no es un lugar, sino un estado; b) no es Dios quien castiga, sino el hombre quien escoge; c) el infierno es ser dios para mí: la soledad.

El sexto y noveno mandamiento: la castidad. Después de la revolución sexual de 1968 se hace especialmente dura esta cuestión, y no pocas veces se ha soslayado. El amor sexual se interpreta como una necesidad fisiológica que hay que satisfacer, para no “frustrarse”. El descuido del pudor y la modestia solicitan de continuo la promiscuidad. La caída de tabúes, ciertamente puritanos, ha ayudado a desmantelar una moral hipócrita. Y luego, que a nadie le amarga un “dulce”: aunque la realidad existencial sea precisamente la contraria, la amargura. El argumento principal es que si dos adultos lo desean no hay por qué atenerse a “convenciones”, puesto que no “hacen daño” a nadie. Naturalmente, este tema hay que explicarlo de acuerdo con una antropología adecuada, también del cuerpo humano, en la que se exponga con claridad que la persona –toda ella- es sexuada, y lo que se pone en juego en la sexualidad es algo tan íntimo cómo la masculinidad-paternidad y feminidad-maternidad: es decir toda la persona. Uno no tiene sexo, que pueda emplear como se emplea una manguera para ducharse. Si no, no se entiende fácilmente. Y, siguiendo la doctrina paulina, el que comete pecado con su cuerpo, es su cuerpo el que queda manchado.

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