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Como en otros momentos históricos y culturales, hay que volver a los comienzos. Y nuestros orígenes son la razón y la fe cristiana. Ambas juntas. La grandeza de Occidente ha pivotado sobre esta mutua y fructuosa dualidad; su miseria ha sido la desmembración de este par. Adentrémonos un poco en la historia. Entre otras cualidades originales de su pensamiento, Benedicto XVI no ha dejado de escribir repetidas veces acerca de que, cuando aparece el cristianismo con el marchamo de ser la religión verdadera, no se acomoda ni se aviene a los usos –mores; costumbres- de la sociedad y de la religión paganas. Abre, en cambio, un discurso racional entre la fe cristiana y el logos griego (la filosofía). Primeramente en Platón y en los estoicos, como autores básicos con los que dialogar; quizá porque históricamente, los primeros pensadores conversos al cristianismo proceden de escuelas platónicas o estoicas, por otra parte las más difundidas en la antigüedad. Así por ejemplo, Justino (s. II) aboga por la unidad de la Razón creadora (el Logos: Jesucristo) con la razón humana. Todo hombre lleva en sí una semilla del logos. Todo lo bello, bueno y verdadero, afirma san Justino, pertenece por esencia a la fe cristiana, la religión del Logos. Justino afirma que la filosofía griega contiene en sí esas semillas de racionalidad que abocan precisamente al cristianismo, que es la “religión de la razón”.
Este planteamiento, corrigiendo cuanto de contradicción pueda haber entre la filosofía griega y la fe cristiana, es la que se mantendrá incólume tanto en la antigüedad como en el Medioevo.
Es ya con la modernidad y especialmente en el pensamiento luterano y racionalista, donde se abre una brecha infranqueable entre razón y fe religiosa, pues ésta se entiende en el universo subjetivo de la propia conciencia, sin posibilidad de comunicación racional y, en consecuencia, ya no es compartible, ni puede tener pretensión de universal. La religión se convierte en algo independiente de la razón; en fideísmo que conduce inexorablemente bien a un puritanismo un tanto irracional, o a un sentimentalismo intimista de vaguedad sensorial. En cualquier caso, cuando la vida se muestra en toda su crudeza, ya no sirve el viejo adagio de que para las cuestas arriba yo quiero mulo (la religión), que las “cuestas” abajo yo me las subo. Ciertamente, hay que situarse también en el contexto de las guerras de religión que asolaron especialmente a Centroeuropa, que se pacificó con la paz de Westfalia después de 30 años de violentos conflictos. Los pensadores y filósofos de la ilustración abrieron camino, escuchando meramente a la razón, a costa de reducir la religión al principio empirista de eius regio eius religio, transmutado posteriormente en un mero meus religio que se autoabastace en el supermercado de la autoayuda, el esoterismo o el new age. Su ideal tenía el deseo –ciertamente elogiable- de que nunca más los hombres entraran en guerra por cuestiones religiosas; cuando la religión, especialmente la cristiana, siempre había sido, históricamente, un fundamento sólido para la paz. Pero esto duró poco, porque la razón, desligada de la religión, dio lugar a la Ilustración que desembocó en la revolución francesa, que entronizó a la diosa razón en Notre Dame, y señaló de modo unívoco el camino: a partir de ahora, en nombre de la razón (y las subsiguientes razones de Estado, de seguridad, de humanidad, de igualdad, etc.) se invocará la necesidad precisamente de la violencia para arreglar las desavenencias. Napoleón comenzó, pero le siguieron otros muchos… Esto dio motivo a la reflexión que dibujó Goya: el sueño de la razón engendra monstruos.
La diosa razón continuó su paseo triunfal frente a la oscurantista y cavernícola religión, fruto de un pasado infantil de la humanidad que sólo se explica por su minoría de edad: la religión quedó en las clases cultas como un residuo desechable de gente ignorante y analfabeta que vive de misterios, hechizos, encantos, embrujos, en definitiva, una superchería. Quizá sirviera para que el pueblo estuviera tranquilo con su idea de que tras este mundo vendría otro y no subvirtiera el orden establecido por las nuevas clases burguesas. Así, poco a poco, se fue configurando una manera de ver las cosas que llevaron al liberalismo en lo económico, al colonialismo en lo comercial, al positivismo en lo científico, a la marginación en lo social por el “científico dogma” darwinista de la lucha del más fuerte, y, en general, a un optimismo generalizado de que la humanidad, por fin se vería libre de ataduras de la malvada naturaleza, el progreso sería indefinido (Bacon): había amanecido una aurora de felicidad inagotable para el mundo. Marx se sumó al carro preconizando la liberación del trabajo y la servidumbre del poder, aunque como paso previo a esa liberación, a la sociedad sin clases, fuese necesaria la dictadura del proletariado. Queriendo que todo fuera de todos, materializó, hasta el extremo de la enajenación, la condición humana que ya sólo dispone de tener: el marxismo no deja de ser una alienación consistente en tener, en nombre de la diosa razón.
Toda esta ingeniería social fue puesta por obra poco a poco, o de modo revolucionario, pero, en cualquier caso, concienzudamente; y aún seguimos en las mismas, con minorías ilustradas y despóticas. Los resultados catastróficos de estas praxis del pensamiento moderno están a la vista de todos. Dictaduras, en nombre del pueblo y para el pueblo, dos guerras mundiales, las bombas atómicas y el equilibrio de fuerzas, la carrera armamentística, la cuestión ecológica, y tantos otros problemas… Sin lugar a dudas, el siglo XX ha sido terriblemente sañudo por su violencia, en nombre de la diosa razón. Y ahora estamos con la resaca: un pesimismo antropológico que desecha, por inservible, a la razón que ya queda confinada al mundo científico-empírico, y que exalta lo subjetivo, afectivo y sentimental.
Este esquema esbozado nos basta para caer en la cuenta de que, en efecto, el sueño de querer vivir exclusivamente de la razón, etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera), de los ilustrados, ha sido catastrófico para la humanidad. Tan aberrante, que los actuales seguidores de la razón se encuentran, en el mejor de los casos, confundidos; y en el peor han caído en un relativismo cultural inane, que es autodestructivo, como bien pusiera de manifiesto Nietzsche a principios de siglo XX, profetizando lo que vendría después: el hombre sin Dios, precisamente porque la razón lo había matado y dejaba el campo abierto a su sustitución, construye el superhombre. La voluntad de dominio. El hacerme yo mismo dios para mí y, en consecuencia, para los demás (tiranía del yo). Pero la experiencia nos ha devuelto a una realidad que aún cuesta aceptar: la muerte de Dios supone, en la práctica, la muerte del hombre.
La actual situación no es muy halagüeña. Dejada la razón y la voluntad, sólo queda la animalidad. Hoy nos conducen como rebaño a ser unos satisfechos. El sentido desaparece de la vida. Sólo quedan fragmentos inconexos sin significado coherente. Desestimada la razón, queda el sentimiento y el instinto, como instancias de la conducta. Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, afirma: “Pienso luego existo es el comentario de un intelectual que subestima el dolor de muelas. Siento luego existo es una verdad que posee una validez mucho más general y se refiere a todo lo vivo. No hay verdades, hay apetencias. Y las apetencias sean cuales fueren deben ser satisfechas sin pensar”. Banalidad del que padece dolor de muelas.
Hoy empezamos a vislumbrar otra razón, recogiendo la expresión de Pascal dirigida a los agnósticos: vive como si Dios existiera. Kant lo había reconocido en su teoría de la razón práctica, aunque hubiera negado que la deidad pudiera ser alcanzada por la racionalidad. Y esto es así, no sólo por cuestiones de economía y política, sino que hay en el fondo un planteamiento de una profunda humanización. En efecto, si sólo la razón es capaz de “organizar” las cosas, al final nos encontraríamos quizá con un “sistema perfecto” de individuos atomizados, porque ninguna razón, ni ley, me puede, en el fondo, obligar a comportarme de otra forma que sea tan solo “correcta” con los demás, educado. En efecto, el estado social moderno que ha suplantado en gran parte la iniciativa interpersonal y la gratuidad, para convertirse él mismo en servicios sociales, no deja de ser algo anómalo. Los propios individuos tienden por eso mismo a desentenderse de los demás. No es que no deban existir algunos organismos dedicados a la beneficencia, sino que los lazos de solidaridad humana cada vez se estrechan menos; y la soledad se adueña del paisaje de nuestras ciudades como una sombra que anega y engulle las auténticas relaciones humanas. Sólo quedan precisamente los espacios que, una vez más, abre la religión: la misericordia.