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Lo primero, sin lugar a duda, es volver a la razonabilidad de la razón. Es decir, confiar que lo que la razón nos dice -el sentido común-, suele ser certero, posee validez, nos lleva a la verdad; a condición de no validar la razón como algo meramente instrumental, sino en un sentido amplio y profundo. Ya decía Pascal que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Y por supuesto, la no irreductibilidad de la razón a la mera ciencia empírica, que no es más que una parte pequeña de la misma. Un reduccionismo de la razón a lo empírico sería, a mi juicio, disecarla, insertarla en un corcho con alfileres, dejarla enana como un bonsái.

Lo segundo, recuperar la dialógica razón-voluntad-corazón; y para eso, hay que volver a repensar a los grandes pensadores clásicos y modernos que han estudiado estas cuestiones desde una óptica objetivista: Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, etc. Razón, voluntad, afectividad están juntas en la persona. No se puede prescindir de la enorme riqueza e interrelación que existe en la persona humana. Disociarlas es caer en un reduccionismo absurdo e irreal como el existente.

Lo tercero, afirmar y arrostrar el riesgo de la libertad, pero anclarla en la búsqueda de la verdad. La mejor síntesis la dan san Juan que pone en labios de Jesús de Nazaret este aforismo: “La verdad os hará libres”. La postmodernidad en su estertor ha subvertido esta sentencia, afirmando que es la libertad la que nos hace verdaderos. Pero tal aserto no se mantiene en pie sin antes descerebrarse, pues una libertad aislada, autónoma y sin más norte que su ejercicio nos llevaría sin más a lo que al principio se señalaba: que la única cuestión relevante, desde el punto de vista filosófico, que toma la libertad como la única realidad formal del hombre, sería la del suicidio. Dejemos en paz a los enfermos que se tiran por la ventana. Hemos de pensar en cuestiones más “relevantes”, al menos para los vivos.

Lo cuarto es que la búsqueda de la verdad en la que anclar la libertad nos ha de llevar a la cuestión nuclear: la existencia de un Dios amoroso. La filosofía moderna con todos sus esfuerzos titánicos ha mostrado, indirectamente, por sus consecuencias, que necesitamos a Dios. Además de modo perentorio. Es un grito desgarrador que surge de lo más hondo, como en el cuadro de Munch, porque no quiere caer en el terror de la nada. La ausencia de Dios en las personas y en la sociedad es un drama de incalculables consecuencias. No es que uno tenga que suponer que Dios existe, como hipótesis para manejarse y que las cosas funcionen. Es justamente al revés: porque existe Dios  hay que atenerse a esta realidad; y solo entonces las cosas adquieren matices y comienzan a funcionar.

Lo quinto es que no nos vale un dios cualquiera. Eso ya está fuera de toda duda. Existe Dios, pero solo puede ser el Dios que trae Jesús de Nazaret. Un Dios que es amor, que se hace vulnerable, que es Emmanuel (Dios con nosotros) y que suscita una respuesta de amor incondicional. Un Dios que es Padre y que nos ha hecho sus hijos. Cualquier temor es esencialmente incompatible con el Dios cristiano.

Lo sexto es que, desde el punto de vista histórico, parece congruente y relevante dar nuestra confianza a ese Dios que nos revela Jesús y que nos transmite en toda su integridad la Iglesia Católica. Esta afirmación es la conclusión que honestamente se puede deducir después de que el protestantismo se haya hundido por el proceso de secularización y subjetivismo que lleva anexado en sus postulados. Así pues, de facto, solo nos queda la Iglesia Católica.

Un apunte pedagógico. Hay que recuperar la cultura del esfuerzo y de las virtudes y para eso es necesario dar un vuelco educativo. Nuestros jóvenes, en general, desconocen prácticamente todo lo relevante. Sólo se les enseña técnicas, ciencias, matemáticas y lingüística y poco más. Desconocen las raíces profundas de la cultura en la que se desenvuelven y naturalmente tienen un déficit de conceptos, símbolos, etc. que hace que el mundo en el que viven les resulte invisible, viven en él, pero no lo entienden.

Y finalmente, y lo más importante, se requiere un proceso de conversión personal que comporte la vuelta a los valores religiosos que vivieron nuestros padres y abuelos. Valores universales que se vertieron como derechos humanos, y que desligados de sus raíces religiosas cristianas, quedan vaciados de contenido.

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Esta obra (¿Quién soy? por Pedro López García) no tiene restricciones de copyright conocidas.

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