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Todo lo contado hasta el momento –y acontecido- no es más que un producto de los hombres, un artefacto cultural mostrenco por sus consecuencias y, en último lugar, nosotros somos los responsables de tal desaguisado. De que la situación siga deteriorándose y corrompiendo de modo alarmante. Pero también está en nuestras manos que la humanidad llegue a ser auténtica: hogar, calor, acogimiento del otro, etc.
La postmodernidad nos habla de que la modernidad ha terminado. El hombre dejado a sus solas fuerzas se hunde inexorablemente. La razón desrazonada no da más de sí. Se hace necesario recuperar la capacidad de escucha, de comunicación interpersonal. Manifestarnos a los demás y aprender. Dejar de lado los aprioris y el aire de suficiencia, y abrirnos a una sana filosofía y teología de la razón. Mantener una voluntad amorosa que nos lleve a hacer lo que debemos no porque debemos, sino por amor que es racionalidad y confianza en la razón y en los demás. También en quienes nos han precedido.
No se trata de ingenuidades, sino que hay sobrados motivos para un cooperativismo en y desde el pensamiento y en la organización social. Los Estados son incapaces de asumir los retos a los que nos enfrentamos a nivel global para que la civilización prosiga por cauces humanos. Las dificultades son tan inmensas que da sobresalto solo de pensarlas. Muchas y muy importantes cuestiones nos acechan: retos técnico-científicos, sociales, de recursos, de medio ambiente, inmigración, etc.
Pero esa sanación que necesitamos no la vamos a conseguir por medio de la violencia ni con un estado autoritario. Lo sabemos. Es verdad que la maldad crece junto a la bondad – ¡Qué nos pregunten a cada uno!- y que nunca llegaremos a extirparla, pero sí es verdad que esa maldad que anida en nuestro corazón podemos desbrozarla o incluso arrancarla sólo, y solo si, uno se decide a hacerlo en sí mismo, a convertirse. La conversión personal. No hay otro camino. No hay atajos.
Con-versus significa en latín “volverse”. Cuando uno se ha perdido en el camino, lo mejor no es seguir avanzando hacia lo desconocido que puede ser el abismo, lo mejor es desandar lo andado, dar marcha atrás, reconocer que nos equivocamos de senda, hasta regresar al camino seguro que nos lleva al lugar deseado. Volver sobre nuestros pasos. Con-versus significa también “encendido”. Cuando uno se ha apagado no alumbra ni da calor. Hay que volver a encenderse. Nuestra civilización, desde el punto de vista moral, filosófico y religioso está, desde hace tiempo, apagada, a oscuras. La niebla que hemos producido nos ha envuelto en su tenebrosa negrura. Ya no ilumina como antaño. Por tanto, hay que recuperar lo que hizo que Europa fuera grande, que no es otra cosa sino la prodigiosa conjunción de la razón (Grecia), la justicia (Roma) y el Cristianismo (Jerusalén) que configuró, con luz y brillo propios, la concepción más radical del ser humano que mente alguna haya alumbrado: que Dios es amor y que estamos hechos para amar. Ciertamente otros productos son posibles del que forjó Europa, pero esos tres componentes son necesarios, especialmente el último porque es sabiduría que no viene de los hombres sino de Dios.
Puede parecernos excesivo, pero si pensamos que los que nos precedieron fueron capaces de hacer, con muchos menos medios, una cultura tan excepcional y brillante, nosotros no podemos ser menos y, además, no sería sensato abandonar todo eso a la barbarie que vendrá si no tomamos las riendas de nuestro destino. Pero para lograrlo hemos de acudir a las fuentes prístinas que no son sino la fe en Jesucristo, Hijo de Dios vivo, y la esperanza de un más allá glorioso como el que nos anuncia el Resucitado. Necesitamos de esa fe y de esa caridad que nos lleve a una entrega, un amor personal por los demás, que remueva los obstáculos que siempre acechan. Saber que el amor es más fuerte que la muerte.
Solo con estas premisas estaremos en condiciones de aportar nuestro grano de arena a esta gran empresa que se nos ofrece: devolver al mundo un rostro humano. Sin esta tarea que se me antoja menos ardua que su contraria, aunque ciertamente más incómoda porque nos compromete, no podremos levantar cabeza y el mundo se irá desmoronando, dando tumbos de aquí para allá como en los coches de choque de una feria. Y no solo eso, es que si no lo logramos la disolución del yo se vuelve irremediable. Decae en puro emotivismo y en un pesimismo antropológico paralizante de fatales consecuencias, porque nos arrastrará al miedo. Observo que la gente tiene miedo porque ya no confía en el futuro que inspira incluso terror, al menos una intensa incertidumbre. Ese miedo atenaza. Miedo porque las convicciones que poseemos son tan frágiles como mi yo disuelto en cuestiones banales, paupérrimas, desintegradoras que vendrán abajo en cualquier momento, en un instante de fragilidad o de locura.
Vivimos una desintegración. El mundo que hemos transmitido en herencia tiene los pies de barro. Muchos de nosotros no sabemos quiénes somos ya, ni de dónde venimos, porque desconocemos nuestras raíces. Tampoco sabemos –ni queremos saber- a dónde vamos. Por eso no hay hijos, ni hay descendientes porque el miedo es paralizante y además, ¿para qué traer a otros a un mundo absurdo? ¿Para hacerlos carne de cañón del sufrimiento inherente a la condición humana con una gran incertidumbre acerca del mundo que van a heredar?
No valen ya los subterfugios de una religiosidad inexistente o, en el mejor de los casos, que actúa como bálsamo de fierabrás que todo lo
sana como por arte de magia. No, esa religión no existe. Porque la religión es un re-ligare con Dios, ligarse a Él, dejar que sea Él quien conduzca nuestra vida y, por tanto, dejar de querer tener asegurado el futuro. Sólo un Dios amoroso y providente nos los asegura. Pero Dios es el Otro, no la proyección de mi yo. Es lo trascendente. Es lo real. Lo que hay. Uno está de paso. Hay que trascender, no dejarse llevar por el derrotismo ni por los vagos sentimientos, aunque sean buenos (el buenismo), ni por las utopías dolosas que nos ha vendido la modernidad.
Hoy asistimos a una desintegración interna y externa de las personas; y con ella de la misma sociedad, en la que se pervierte el sentido de la fraternidad, de la solidaridad, de lo donado graciosamente, de la referencia a los demás, de la fidelidad. Somos, en alguna medida, una sociedad egoísta y, aunque esto no es nuevo en la historia de la humanidad, ni seguirá siéndolo, quizá nunca antes como ahora se ha pervertido el sentido de lo humano, confundiendo lo verdadero con lo falso, lo bueno con lo malo…, para justificarse de forma colectiva de tanta injusticia como cometemos. No se trata de admitir la derrota y tirar la toalla, eso sería sencillamente suicida. Se trata de asumir cada uno su propia responsabilidad en esta tarea titánica. Mi afirmación es que tal cosa no es posible si no contamos con Dios, el Dios cristiano, el Dios revelado en Jesucristo, si no volvemos a nuestros orígenes religiosos. El cristianismo allí donde ha cuajado ha dado frutos relevantes de cultura, ciencia, libertad, amor. Ha hecho posible la vida de los pueblos en paz. Ha introducido un concepto completamente desconocido en el resto de culturas: el perdón. Hoy se nos presenta esta disyuntiva, como a cada generación, de elegir.