"

La postmodernidad, nuestra época, son ya los restos de un naufragio. Hay quien lo ve; y hay quien no, o no es capaz o no quiere verlo. Se trata, en última instancia, de una disolución del yo, de un nihilismo extremo –el único que puede tener el nihilismo, que inexorablemente es paroxístico- en el que no solamente estoy solo –o me siento solo- ante un mundo cada vez más hostil, sino que además mi interior lo siento fracturado, escindido, roto, tirado como un juguete destripado. Es lógico si pensamos en la deriva de la modernidad. Primeramente se da una escisión de tipo religioso –el luteranismo- que infringe una rotura irreparable entre el hombre y Dios. Después, como reacción, vendrá toda una reata de fracturas concatenadas que se puede resumir en la infranqueable barrera –además en oposición- entre fe y razón, religión y cultura, verdad y certeza, objetividad y subjetivismo, hasta hacer desaparecer del horizonte humano cualquier atisbo de trascendencia. En esta inmanencia en la que viven y despliegan sus energías nuestros coetáneos, en esta sumisión en la que se han sumido, el hombre se ha hecho dios para sí mismo y en esta pseudodivinización, la diosa razón, la de nuestros ilustrados, se ha hecho pedazos al caer del altar al que la habíamos encumbrado. El más allá se nos presenta problemático, azaroso e incierto. Y la tentación a la que hemos sucumbido es la de asirnos a lo único que tenemos: mi vida aquí y ahora. Esta absorción por lo inmediato lleva aparejada, necesariamente, la pérdida de la dimensión social, del otro, tanto del que es, del que fue como del que será.

Hace años me comentaba un capellán de un hospital el comportamiento, diametralmente opuesto, que se encontraba en las actitudes de los familiares –o supuestos familiares- de los enfermos del centro sanitario al atravesar el umbral de la puerta de urgencias: había quien, durante meses, al pie de la cama, yacente junto a su ser querido, pasaba noches y días enteros, sin querer desprenderse. Pero también acompañantes que, al rato, se les veía salir: ¡Ésta –o éste- no me va a arruinar mi vida! Y ya no volvían. Allí quedaba a  su suerte el desahuciado. Y concluía su exposición: desde este privilegiado lugar de observación, se contempla lo mejor y lo peor de la condición humana.

También nosotros somos espectadores del mundo, un tanto alocado, que nos ha tocado en suerte vivir. Y necesariamente, en nuestra existencia cotidiana, hemos de pasar por situaciones difíciles, complejas, poco satisfactorias, arriesgadas, que comprometen nuestra tranquilidad y seguridad. Pero cada uno cosechará aquello que haya sembrado.

Estas notas no dejan de ser observaciones de la vida misma. He procurado ser conciso, dejando que el lector saque sus propias conclusiones. Y esta brevedad implica también la toma de postura del lector y la suplencia de las lagunas que necesariamente, en aras a la brevedad, ha de poner de su parte; a la par, que depositar no poca confianza en las afirmaciones que se van deslizando en el texto. Mi deseo es ir al grano. Demasiada palabrería y vacuidad hay ya como para hacer perder el tiempo. Nos sobran palabras y nos falta reflexión, ahondar en las raíces de nuestra existencia y en la razón y sentido de nuestro vivir. El que ose leer estos textos, y no desee plantearse las cuestiones más vitales y, por eso mismo, más críticas y agudas, incluso dolorosas de su propia existencia, necesariamente habrá de abandonar la lectura, porque le sobra y se llevará un chasco. Si por el contrario, y aunque le desazone, está buscando, con ahínco, el sentido de su vida, encontrará algunas reflexiones útiles, pero no, desde luego, fórmulas magistrales. Pero puede ser, y mi deseo es honrado, que encuentre abundantes motivos para seguir profundizando.

A veces, en aras a la concisión, el texto puede parecer excesivamente contundente. Mi intención no es otra que la de la persuasión; pero muchas veces hay que dejar asentadas, de forma más o menos categórica, algunas cosas, tanto porque supongo cierta cultura en el lector, como porque nunca se puede ir razonando todo: se haría muy enojoso y pesaroso. Además, y vista la historia del pensamiento humano, no tengo más remedio que dejar sentadas algunas tesis, que no son mías, sino del acervo común o corolarios necesarios de las premisas propuestas.

Es mi deseo establecer un diálogo franco, sincero, abierto… con quien esté en disposición de afrontarlo, cuestión que no hay que dar por supuesta. El diálogo puede ser muy fructífero, pero requiere algunas condiciones. La primera es que hay, o puede haberlo, algún punto de encuentro y alguna meta a la que llegar, que no puede ser otra que la verdad, la bicha de nuestra postmodernidad. Decir verdad es decir algo que hoy se cuestiona desde la misma base. Por eso, no se puede dialogar con quien posee en exclusiva la verdad, ni quien niegue que dicha verdad exista o, al menos –en un acto de suma y pseudo “humildad”- no nos resulta posible llegar a conocerla y tan solo podemos alcanzar algunas cosas relativas y prácticas, pero siempre provisionales y no rectoras de nuestras vidas: “mi “verdad” no será nunca “tu verdad” porque sencillamente tal cosa no existe. En ambos casos, no puede haber un diálogo fructuoso, porque, a priori, no se puede llegar a ninguna parte y, aunque formalmente sea correcto, en el fondo, no sería más que un diálogo de besugos.

Como el objeto de estas reflexiones es poder entablar con frescor y franqueza un cambio de impresiones positivo, pido disculpas si el potencial lector que llegara al término del mismo no lo hallara, o quedara como el paisano del sermón: con los pies fríos y la cabeza caliente. O bien no despertara la ilusión, una cierta admiración y sorpresa, que le guiara a replantearse o afirmarse en sus presupuestos vitales. Para mí, lógicamente, sería un fracaso no pequeño. Pero mi deseo es remover esos presupuestos vitales que nos hacen ser lo que somos, pero que nos gustaría cambiar para llegar a ser lo que querríamos ser y no somos.

Escribir estas consideraciones ha sido un ejercicio de constante reflexión. Hay cosas a las que doy más importancia porque me parecen más nucleares y de mayor interés. Otras muchas solo las dejo entrever e incluso las ladeo, precisamente para llegar a la “almendra” (in nuce, decían los clásicos) o meollo de la cuestión. Ni mi ciencia es ilimitada ni tampoco la paciencia del lector. Los libros se empiezan y se concluyen sin más.

He considerado conveniente, precisamente por el objetivo, no precisar citas, fuentes, etc., de manera que la lectura sea lo más ligera posible, teniendo en cuenta que, de lo que trata, es ya de por sí bastante denso.

Reflexionar sobre el mundo de hoy, los valores admitidos acríticamente, los planteamientos vitales que hacen que todavía no nos tiremos por un balcón, las coordenadas frágiles y delicuescentes que nos hacen soportable  esta vida pesarosa, en un mundo cambiante, errático y metido en la prisa, no es tarea baladí. No tenemos tiempo para pensar porque quienes dirigen este mundo –no me refiero sólo a los lobbies– han insertado un software difícil de detectar, troyano, que va corroyendo la esperanza. Necesitamos reposo y poso –ese poso que hace la “madre” de la levadura que hincha y da ternura y crujentía al pan bueno- y que ha sido seleccionado a través de los siglos, por las generaciones que nos han precedido. Yo formo parte de la generación de la estacada: aquella que rompió los lazos que le unían, que nos uncían a las generaciones anteriores, y dijimos que ese poso milenario era veneno, que nosotros disponíamos de una pócima nueva y maravillosa… y nos dimos sin freno a una alucinación alocada. Ciertamente esas ideas estaban ya presentes, pero no habían hecho presa de forma masiva, con la autodestrucción que potencialmente llevaba la ponzoña que bebimos, creyendo que sería el potingue mágico que resolvería todos los males de la humanidad. Y nos hemos narcotizado. Me refiero básicamente a Occidente, pero es extensible, por sus dimensiones planetarias, al orbe. Fue la revolución de 1968, la única, como afirman muchos pensadores, que realmente triunfó, porque llevó aneja un cambio de paradigma. Y su triunfo modificó sustancialmente  las bases puestas durante siglos. Y lo que ha traído no es sino desolación. Ya no pensamos igual que nuestros padres, abuelos, bisabuelos…, nuestros ancestros. Y lo más peligroso de todo es que hemos despreciado el legado recibido y, por tanto, no lo hemos transmitido a nuestros hijos, privándoles de una sabiduría milenaria. En realidad, no disponemos de nada que puedan heredar, sencillamente porque la nada nos está devorando. Nuestros antepasados, con sus más y sus menos, disponían de un centro referencial, unas coordenadas vitales, una estrella polar a dónde dirigirse en caso de pérdida existencial. En cambio, nuestros descendientes carecen de toda referencia. En todo caso sólo les hemos dejado cachivaches con GPS que no sirven para nada. Están creciendo y tomando puestos de responsabilidad en un mundo sin rumbo, sin norte ni normas. Les hemos señalado que lo importante es que sean libres, pero no que sean buenos. Y francamente, no saben cómo serlo. Les hemos atiborrado de señuelos del tipo “han de ser los primeros”, “lo importante es el éxito y la fama”, “no tienen que dejar de ser independiente y para ello la meta es ganar dinero”, “no han de comprometerse irreversiblemente”, “han de poder disfrutar de la vida que solo se vive una vez”. Esto, dicho sucintamente, es sencillamente demoledor porque conlleva la disolución de los vínculos humanos y su corolario necesario es la soledad, y en el mejor de los casos, soledad compartida. Y no solamente eso, sino que además lleva pareja la disolución del yo, la ruptura interna de la persona, la desidia y el tedio en el vivir, la búsqueda constante de nuevas experiencias vitales que suban la adrenalina y que nos indique que aún estamos vivos porque,  conectados a una máquina, el corazón late.

Hace años que se habla de sociedad “líquida”. Pues bien, nos dirigimos a una sociedad gaseosa (y no precisamente una bebida carbónica) en numerosos sentidos, que bien podría desembocar en una sociedad “plasma”, último tramo de la desmembración definitiva. Y digo que ya estamos en una sociedad gasificada porque hay síntomas inequívocos: es inasible desde el punto de vista moral; porque escapa al control de lo humanamente sensible; porque se ha vuelto confusa y difusa; porque llena cualquier poro que se encuentre vacío, sin por eso llenarlos más que de más “gas”; y porque resulta altamente inflamable y si explosiona puede causar estragos de enormes dimensiones: subyacen presiones internas muy potentes.

No es apocalipsis, sino descripción de una realidad que nos envuelve,  de contornos indefinidos y muchas veces invisible. Y no es fatalismo, sencillamente porque tal cosa no existe, no hay inevitabilidad. La historia está abierta a la libertad y ésta es futuro indesfuturizable (Leonardo Polo). Por eso cabe la esperanza. El hombre es capaz de novedad. Podemos encontrar lo inesperado. No hay que olvidar que cualquier santo (persona buena) tiene un pasado (no precisamente del todo bueno); y cualquier pecador (persona con un pasado algo turbulento, pero no siempre del todo malo) tiene un futuro. Nada está escrito y determinado de antemano.

Para que la bondad –y con ella la verdad y la belleza- triunfe, es necesario un reseteo, un come-back, un regreso a nuestros fundamentos, un mirar al pasado porque lo que nos ocurre ya ocurrió y porque ni somos especiales ni tan distintos que no nos sirvan las reflexiones, por ejemplo, de Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona o Tomás de Aquino, o tantos otros pensadores que a lo largo de los siglos han puesto los fundamentos de nuestra cultura.

Recuperar nuestra” tradición” –traditio, lo entregado-, lo que nuestros antepasados nos transmitieron y que nosotros hemos abandonado como trastos viejos se hace tarea ineludible que no podemos, por más tiempo, demorar. No hay que olvidar que traición tiene el mismo origen latino, es no entregar lo valioso: dar gato por liebre. Nuestra generación ha sido rebelde y contestaría y, aunque en cierto sentido todas lo son, la nuestra ha sido de una gran eficacia y permanencia porque todavía no hemos recuperado lo “entregado”: lo que hemos transmitido a la siguiente generación ha sido una fabulación. Y aquí está el error, tal y como lo veo, de mi generación. Nos hicieron pensar, con gran eficiencia porque caímos en la trampa, de que lo antiguo, por serlo, era falso; y lo moderno, por ese mismo hecho, era lo verdadero. Y aunque este argumento conste de una gran simpleza racional y afectiva con nuestros padres y abuelos, nos ha deslumbrado hasta el punto de creerlo dogma de fe, a pies juntillas, con una fascinación llena de encomio, como la de los indígenas que intercambiaban sus tesoros por espejuelos y lentejuelas pensando que estaban haciendo el gran negocio del siglo.

Hoy todavía son pocos los que se han dado cuenta del gran fraude, el engaño masivo al que hemos sido sometidos por nuestra indigencia mental y espiritual: en definitiva, nos han vendido la burra. Como si nuestros padres y abuelos hubiesen sido unas personas ilusas, cuando la realidad es que vivieron erguidas; o no nos hubiesen querido tanto como nosotros a nuestros hijos… Que como no tuvieron oportunidad de acudir a la Universidad como nosotros, por eso hayan sido unos patanes, mentecatos, menesterosos y estafadores.

Hay una ciencia de la vida que no está en los manuales. Es la experiencia del sufrimiento y del tirar hacia adelante a pesar de las penalidades de la existencia. Nosotros apenas toleramos la frustración y estamos educando a nuestros hijos en una especie de burbuja algodonada de almíbar: dulce y empalagoso hasta estragar. Impotentes de asumir riesgos y compromisos vitales. La ciencia de la vida solo se aprende en contacto con la gente que te quiere y te acompaña a lo largo de la existencia, no son “ocasionales”, ni “expertos”. No es cuestión de habilidades sociales, ni de tener mundo o saber tres idiomas. Es algo nuclear, profundo, enraizado en lo más íntimo de nuestro ser, lo que nos configura y nos hace entender lo que somos.

Para superar la ruptura de nuestra generación y poder regresar al buen sentido, hemos de ponernos en vanguardia frente a los disvalores de la postmodernidad que nos ha metido en un buen embrollo, en un laberinto que no tiene salida: entender la vida lograda y feliz (Eudaimonia) como atiborrarse de artilugios y tener los instintos satisfechos. Porque tal cosa es del todo insatisfactoria, nos deja en la nube y es la puerta de la avaricia principio de todo desorden. Hoy en Occidente, sin moral que compartir, por más que nos calentemos los sesos con leyes, normas y reglamentos, no somos capaces de salir del marasmo, porque hemos abandonado el bien, la verdad y la belleza en pos de lo útil, lo práctico y lo cuántico (lo contante y sonante).

Se necesitan, decía el papa san Juan Pablo II en 1985, “Heraldos del Evangelio, expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos”.

Las palabras anteriores de un santo que ha vivido la dureza de las grandes calamidades humanas que asolaron Europa en el siglo XX, iban a ser el fin del prólogo, pero mientras lo copiaba he pensado que conviene explicitar ese texto para captar la hondura de lo expresado.

Heraldo es mensajero, el que anuncia yendo por delante. Evangelio significa “buena nueva”, la que Jesucristo trajo a este mundo afirmando que Dios nos quiere, que no se ha desatendido de nosotros y, además, para colmo nos ha mostrado nuestra grandeza: somos hijos de Dios; y para que no nos cupiera duda de la validez de esta verdad, Él mismo ha querido dar su vida por nosotros de una manera ignominiosa: porque nadie tiene amor más grande por sus amigos que aquél que da la vida por ellos, como pone san Juan en boca del mismo Jesucristo.

Conocer el corazón humano no es fácil: tantas veces pasan desapercibidas para cada uno de nosotros las necesidades de los demás… Conocer el corazón no quiere decir saber mucho de muy poco, ni tampoco poco de mucho: es otra ciencia, otra dimensión de carácter espiritual a la par que profundamente humana. La muerte de Dios es la muerte del hombre. Si quitamos de éste sus aspiraciones más genuinas, lo que nos separa de cualquier simio, la aspiración y el sentido de lo religioso, lo habremos convertido en algo infrahumano e infernal.

Que participen quiere decir que no se hayan dejado alienar por los valores materialistas de este mundo: lo práctico, lo útil, lo cómodo, lo placentero. Porque en tal caso, dejan de “vibrar”, se vuelven anodinos, con electroencefalograma plano, y por lo mismo, de participar en las angustias y tristezas de los demás: vivirán al margen aunque estén pringados de los asuntos políticos, económicos, sociales, empresariales, etc. Al final serán unos corruptos más del sistema: inservibles porque no desean ser mejores. La preocupación por la persona concreta que está a nuestro lado es el termómetro que mide esta disposición de apertura.

Al mismo tiempo sean contemplativos: que no dejen que la inercia o  los nubarrones le acobarden. Que pasen olímpicamente de lo “políticamente correcto”. Que no caigan en ese estado de indiferencia hacia los demás, hacia lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, en la que tantos parecen anegarse en las charcas nauseabundas de una mediocridad aceptada y querida para adormecer sus fuerzas y narcotizar su conciencia hasta la insensibilidad más pavorosa.

Finalmente, se necesitan “nuevos santos”: no héroes, políticos, aventureros, empresarios, financieros, literatos, periodistas, ingenieros, psicólogos, etc. Que se puede ser de cualquier profesión. Lo que el mundo demanda hoy son testigos –mártires, en griego- de que hay otro mundo y que las cosas tienen otro modo de ser, más acorde con la condición y dignidad humanas. Otra forma de ver la vida por la que vale la pena arriesgar. Que la causa de Dios va aparejada con la causa del hombre, especialmente del más indefenso, desasistido e inocente.

Licencia

Icono para la licencia Dominio público

Esta obra (¿Quién soy? por Pedro López García) no tiene restricciones de copyright conocidas.

Comparte este libro