En áfrica lo explican así…
Dicen que hubo un tiempo en que los animales hablaban, y que el mosquito era muy charlatán. Hablaba de cualquier cosa, con tal de no quedarse callado, y tenía hartos a todos. Un día encontró al lagarto, que tomaba sol en paz hasta que el llegó con su bla – bla.
—No hace falta —contestó el otro—. Y ahora quiero dormir.
—Pero es muy interesante —porfió el mosquito—. No te duermas. Lo que vi es una banana amarilla…
—Como todas —resopló el lagarto, impaciente.
—Pero es que otras son verdes.
—Porque no están maduras.
—Bueno, pero esta era muuuy amarilla y además, arqueada. ¿Por qué las bananas no crecen derechas? Si los choclos no son torcidos, ¿por qué ellas sí? ¡Es más difícil comerlas! Si uno no se fija bien, la punta ladeada le pasa de costado a la boca. Habría que enderezarlas, pero no sé si se podría… aunque… ¿No sería mejor que fueran redondas? ¡Creo que sí! porque…
—¡Basta, basta y basta! ¡No aguanto más zonceras! —gritó el lagarto. Y tapándose los oídos con las manos, salió corriendo.
En el camino se cruzó con la víbora, que lo saludó; pero él no la oyó y siguió de largo, repitiendo: —¡Es imposible! ¡Una tortura!
—¿Qué pasa? —se alarmó la víbora—. Este, que es tan tranquilo, ahora corre, se agarra la cabeza y se queja. ¡Viene algo muy malo! ¡Ay, ay, ay!
Y sin pensarlo, se escondió en el primer agujero que encontró. Era la cueva de la liebre, que cuando al rato entró en su casa se topó, hocico con hocico, con la víbora. Salió corriendo y a los gritos.
Desde el cielo la vio el buitre, ese pajarraco negro, de cabeza pelada y pico ganchudo.
Bajó planeando y oyó que gritaba “¡Socorro! ¡Socorro!” y también él se preocupó. “Esto es algo serio”, pensó y empezó a dar chillidos para avisar a los demás.
—¡Cuidado, amigos! ¡Peligro!
Lo oyó el mono, que se asustó muchísimo y empezó a gritar y dar saltos en la rama del árbol donde estaba trepado. Tanto saltó, que la rama se partió y se cayó; el gritón no hizo nada, porque estaba acostumbrado a las caídas, pero la rama pegó sobre el nido de la lechuza, que fue a parar al suelo. Los dos huevos que tenía dentro se estrellaron.
Cuando llegó la lechuza y vio este desastre, se enojó mucho. Un pajarito se acercó y le dijo:
—Fue culpa del mono, señora, que saltaba como loco y tiró una rama.
La lechuza voló a quejarse al jefe de los animales, que era el león.
—¡Que vengan todos! —dijo el melenudo—. ¡Vamos a juzgar al mono!
Cuando se reunieron y la lechuza señaló al acusado, el mono explicó:
—Es que el buitre me asustó, porque gritaba que había un peligro.
El buitre se defendió:
—Yo quise avisar a todos. La liebre pedía socorro.
La liebre contó lo que había pasado:
—¡Es que la víbora estaba en mi cueva!
La víbora se adelantó arrastrándose y dijo:
—Yo me escondí en su casa, porque el lagarto corría, se agarraba la cabeza y hablaba de algo insoportable.
Todos miraron al lagarto, que les hizo saber:
—Yo me escapaba de la charla del mosquito.
—¡Sí, es un cargoso! —gritaron todos—. ¡El tiene la culpa! ¿Dónde está?
Pero el mosquito se había escondido en el pasto y no apareció.
Desde entonces, sale a la noche y le zumba junto a la oreja a la gente para preguntar si a los demás les dura el enojo. Y la respuesta es ¡ZAS!: un sopapo.