17 Celos vengan desprecios

NOVELA SEXTA: Celos vengan desprecios

 Editores (formato, definiciones y anotaciones):
Erika Calle, Matt Coe, Isabelle Gueits y Olivia Matto

 

Narcisa, dama milanesa señora de vasallos, tan ilustre por su sangre como altiva por los pensamientos, era de tan rara hermosura que se aventajaba a todas las demás de su patria. Vivía tan libre de amor que se preciaba de cruel y desdeñosa con todos los que pretendían gozar su mano en dichoso casamiento. Pretendíanla los más poderosos caballeros de Milán, publicándose por amantes de su hermosura. Entre los muchos pretensores, los que más se adelantaban, fiados en su poder, como teniendo en poco a los demás, eran el duque Arnaldo y el conde Leonido.

 

Era Arnaldo feo de rostro y sobrado de condición; dábase por ofendido de los desdenes de Narcisa, preciándose de darla muchos enfados con decir que nadie había de gozar su hermosura si no era él, porque todos sus amantes eran unos pobres escuderos indignos de merecerla. Con este arresto, había algunos escándalos de cuchilladas. Leonido no se descuidaba en vengar sus desprecios, hablando mal de la honesta dama con intento de deslucir su honor.

 

Sentíalo Narcisa con tanto extremo que se determinó de quejarse al Virrey. Respondióle que bien echaba de ver la razón que tenía, que aquellos títulos eran tan poderosos que la obligaban a darse por defendido, que lo llevase con prudencia, pues tenía tanta. Quedó tan disgustada que, por vengar su enfado, los trataba con rigurosos desdenes.

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Como en Milán era tan pública la competencia de los dos, un caballero español que estaba de asiento allí no se determinaba a declarar su amoroso cuidado, considerando que Narcisa era tan soberana y rigurosa, y que no estimaría su amor, pues despreciaba tantos amantes y títulos. No porque no era digno de su casamiento, pues don Duarte era dichoso descendiente de la ilustre casa de los Duques de Cardona, y tan inmediato a la herencia de los estados que, a morir su tío sin herederos, no había deudo más cercano que le heredase. Sólo temía no enfadarla, mirando que se daba por ofendida de los que la servían.

 

Pasaba el bizarro español una vida triste, tan enamorado como melancólico; y servíale de alivio el seguirla en los actos públicos, sin dar a entender sus desvelos. En particular en la iglesia adonde iba a oír misa acompañada de un prima suya llamada Clori, dama de tantas partes que, a no estar a su lado, era digna de ser amada.

 

Tenía Narcisa una quinta a un cuarto de legua de Milán, sitio de mucho recreo por sus amenos jardines y por estar cerca de un hermoso soto donde había mucha caza. Gustaban sus amigas de ir a desenfadarse algunos días, en particular dos tituladas, porque Narcisa era amada de todas, cosa que se halla pocas veces. Preciábase de ser tan cortés y afable con las mujeres como cruel con los hombres, y con su amoroso cariño no daba lugar a la envidia.

 

Tenía su estrado en la iglesia cerca de una capilla, y don Duarte, entrándose en ella, gozaba de ver y oír a su adorado dueño sin dar nota de sospecha a los pretendientes.

 

Un día, estando las dos amigas con ella, después de oír misa le dijo madama Rosana que cuándo gustaba de que se fueran a la quinta. Respondió que luego, si gustaba de ir a entretenerse. Dijo Laurencia que lo dejase para el día siguiente, porque tenía aquella tarde una visita y quería ir con ellas.

Como don Duarte oyó la plática, deseoso de verla sin los recatos de la gravedad, luego que salió de la iglesia se fue a su casa. Y vistiéndose un vestido y capote de paño burdo que tenía para salir a campaña, se fue a la quinta y pidió al jardinero le recogiese allí un par de días, porque venía de camino y estaba enfermo; y sacando unos reales de a ocho, se los dio. Contento el jardinero con la paga, le llevó a un aposento que estaba en los jardines, acomodándole una cama en que descansara.

 

Otro día, por la mañana vino un paje a decir que no dejase entrar a nadie, porque había de venir su señora con otras damas. Como el jardinero le vio a don Duarte en traje ordinario, no cuidó de echarlo fuera. Venidas a la tarde, sentándose debajo de una hermosa enramada, mientras era hora de salir al soto pidieron unos azafates de flores, para entretenerse en hacer unos ramilletes. Tomó Narcisa cantidad de las flores y tejiendo una guirnalda, se la puso. Diéronla todas el parabién, celebrando su hermosura.

A este tiempo sonó un grande ruido y preguntando quién le causaba, dijo un criado:

—»¡El conde Leonido y dos criados han entrado por fuerza, sin poderlos detener…!»

 

Venían ya a donde estaban las damas, y Narcisa, enfadada, dijo:

—»No sé yo, señor Leonido, sobre qué cae tanta demasía; y se pudiera excusar cuando conocéis de mi buena voluntad que no estimo vuestros cuidados.»

 

Picóse el Conde de que le tuviera en poco delante de aquellas damas, y respondióla:

—»La demasía es vuestra, pues tratáis de esta suerte a un hombre como yo, y tanta vanidad ya pasa de soberbia.»

 

—»Bien parece —dijo Narcisa— que habláis en el jardín, pues a estar en Milán no faltara quien vengara mi disgusto.»

 

No quiso don Duarte perder la ocasión, y saliendo de donde estaba, se arrojó con la espada desnuda, diciendo:

—»¡Tampoco en la quinta falta quien os sirva!»

 

Sacaron el Conde y sus criados los aceros, y don Duarte, ganándole la punta, cortó a Leonido de un revés mucha parte del rostro. Y descalabrando a un criado, les obligó a salir a toda prisa, temiendo no los matara. Salió tras de ellos, y por no ser conocido, se fue a Milán para llegar antes que fueran los criados.

 

Quedaron todos admirados de ver su mucho valor, y Narcisa preguntó al jardinero quién era aquel hombre. Respondióle que no lo sabía, que el día antes, preguntando si había algo en que servir, le había recibido para que cuidase de los jardines. Con el repentino enfado, no quisieron salir a cazar. Y vueltas a Milán, dijo Narcisa a su prima que venía sospechosa de aquel hombre, porque su mucho valor no podía ser de hombre bajo.

 

—»Así me parece a mí —dijo Clori—. Sin duda te ama, y temiendo el rigor de tu condición, no se atreve a declararse.»

 

Respondióle:

—»Yo te prometo que me ha dejado tan picada su airoso despejo que diera cuanto tengo por conocerle.»

 

Rióse Clori, diciéndola: —»Pues mira lo que haces, porque ese cuidado es principio de amar, y me espanto decirte cuando te miro tan libre de amor.»

 

—»Pues no te espantes —dijo Narcisa—, que si nací libre de amor, no lo estoy de haber nacido mujer.»

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Al tiempo que sucedió este disgusto, había salido Arnaldo a visitar sus estados. Cuando volvió, contándole los amigos que estaba herido el Conde, respondió lo mismo que habían sospechado de las dos primas, diciendo que sin duda Narcisa favorecía en secreto a alguno de sus amantes, temiendo su enojo, como la estorbaba que no tomase estado. Arrebatado de los celos, quiso satisfacer su duda, y se determinó a pasear de noche su calle, encubierto por no ser conocido.

 

Como don Duarte sabía que estaba ausente y que Leonido no se había levantado, aunque estaba mejor, quiso celebrar en unos versos una guirnalda que se había puesto en el jardín. Y acompañado de un paje que le llevó el instrumento, se fue a su calle. No quiso Arnaldo, aunque echó de ver que quería cantar, interrumpir la música para reconocerle, y después de haber tocado muchas y galantes diferencias, cantó así:

 

De las manos de Narcisa

las rosas y los claveles,

aumentando la hermosura,

beben candores de nieve.

Las mosquetas y jazmines

coronan su hermosa frente,

ufanas de verse altivas

con el favor que merecen.

Las yerbas, cuando las pisa,

por besar su planta, crecen,

y en ellas mis esperanzas,

aunque lloro sus desdenes.

Loco me tiene el amor,

y estoy contento en mi suerte:

pues vivo libre de celos

mirando que a nadie quiere.

Pues no sabe amar Narcisa,

deme el mundo parabienes,

pues mi vida está en su mano,

y está en perderla mi muerte.

Si el tiempo lo puede todo,

nadie tema sus vaivenes:

pues al curso de los años

se mudan los pareceres.

 

Llegóse Arnaldo embozado, diciéndole:

—»Bien excusado podiáis tener este atrevimiento, pues no ignoráis que el duque Arnaldo sirve a esta dama y pretende sus favores.»

 

Respondióle:

—»Yo no le estorbo su pretensión, aunque adoro a Narcisa. Y si os parece mal, salgamos de la calle sin alborotarla a parte donde responda a lo que me decís.»

 

Sacó el Duque la espada, diciéndole:

—»¡No he menester dejar la calle para echaros de ella!»

 

Y tirando a herirle en la cabeza, reparó el golpe con el instrumento, y hecho pedazos, con el mástil que le quedó en la mano le dio dos o tres palos con que le derribó en el suelo, diciéndole:

—»Por guardar el decoro de la que ofendes no te mato.»

 

Con esto, dejó la calle antes que acudiese gente, porque sacaron algunas luces de las ventanas.

 

Estaban las dos primas en una celosía, y quitándose, dijo Clori:

—»Sin duda es cierta nuestra sospecha, que este hombre me pareció el mismo del jardín, pues celebra la guirnalda que te pusiste.»

 

—»Más me obliga» —dijo Narcisa— «con mirar por mi decoro que con el amor que me tiene; y si la calidad conforma con el valor, no dudes de que será dueño de mi albedrío, pues la industria de servirme sin darse a conocer me tiene tan rendida que entiendo que me ha de costar desvelos.»

 

—»No será fácil» —dijo Clori— «el saber quién es, si se encubre.»

 

—»No me da pena eso» —la respondió—, «pues su mismo amor le traerá a mis manos.»

~~~

Estuvo Arnaldo algunos días en la cama, y ofendido de los referidos palos, quiso hacer experiencia del encubierto amante, para ver si volvía por ella en público.

Fuese a la iglesia a esperar a Narcisa, y llegando la dama a tomar el agua, al quitarse un guante para recibirla, se le arrebató con alguna violencia, diciéndola:

—»¡Enviad el dichoso a que me le pida!»

 

Volvió Narcisa a mirar a sus amantes, y visto que no se daban por entendidos, dijo algo recio:

—»Bien hago yo de no estimar a los que me sirven, pues no se atreven a castigar estas demasías.»

 

Rióse Arnaldo, como haciendo burla, y con esto, fuese.

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Llegada la noche, se armó don Duarte a toda satisfacción. Y poniéndose una mascarilla, se fue a casa del Duque, y dándole un papel que llevaba a un paje, le dijo que esperaba la respuesta. Subió a darle, y visto en él que le desafiaba, tomó una pistola, con intento de matarlo.

Y bajando a la calle, le dijo:

—»¿Sóis vos quien me busca?»

 

Respondió:

—»Yo soy. ¡Seguidme si tenéis valor!»

 

Siguióle, porque no se entendiera que era él quien le mataba.

Llegaron a un despoblado; dijo don Duarte:

—»Yo vengo a que me deis una prenda que quitastéis hoy a una dama.»

 

Sacó el guante Arnaldo, diciéndole:

—»¿Véisle aquí? ¡Mirad si os atrevéis a llevarle!»

 

Y poniéndole dentro en el sombrero, le disparó la pistola, con tan mala fortuna que erró el tiro. Arrojóse el valiente español, y atravesándole de una estocada el pecho, le tendió a sus pies.

Quitóle el sombrero, y visto que estaba dentro el guante, le volvió las espaldas, diciendo:

—»Dos veces te he dado la vida, y si porfías en ofender a quien tú sabes, te la quitaré.»

 

Con esto, se fue. Y llegando a casa de Narcisa, pidió que le llamasen al mayordomo.

Salió a ver quién le buscaba, y dándole el sombrero y el guante, le dijo:

—»Decidle a vuestro dueño que el Duque queda en tal estado que no se atreverá otra vez a disgustarla, y que si manda algo en que la sirva quien la adora.»

 

Subió a dar el recado, y alborotadas, le mandaron que le hiciera subir, que querían verlo. Volvió a buscarle, y visto que no parecía, volvió a decir que ya se había ido.

Quedó Narcisa tan disgustada que se dio por rendida, diciéndola a Clori:

—»¡Brava industria tiene este hombre para vencer mi corazón, pues me sirve y me obliga sin darse a conocer…! Yo estoy determinada de irme a la aldea, para excusar el escándalo que pueden causar las heridas del Duque. Y podría ser que allá tuviéramos más lugar de satisfacer mi duda, pues no dejará de seguirnos.»

 

Respondióle:

—»Pues es él aldeano y no está más de dos leguas, harás bien de excusar estos enfados, y desde allí sabremos si Arnaldo está peligroso, que el ser hombre de tanto valor me tiene con cuidado.»

 

—»Por eso quiero yo» —dijo Narcisa—»ausentarme mañana, y he de salir en público, para que se sepa a dónde vamos y que este mi encubierto amante no ponga la vida a tanto riesgo por defenderme.»

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Con esta determinación, salieron otro día de Milán. No quiso don Duarte seguirlas de día, por no hacerse sospechoso con los amigos o deudos del Duque. Iba de noche a verlas, como salían a gozar de una hermosa arboleda que estaba a la vista del lugar; y volviéndose de día a Milán, entretenía los pensamientos con el deseo de que llegase la noche.

 

Sintieron las amigas de Narcisa su ausencia, y como estaba tan cerca, quisieron visitarla. Y acompañadas de otras señoras, se fueron a la aldea, con intento de estarse allí dos días. Fueron bien recibidas de las dos primas, y las zagalas y labradoras inventaron muchos bailes y juegos para entretenerlas. De noche, encendían muchas cazoletas, y a la luz de ellas hacían mojigangas, vestidos ridículamente. Como don Duarte iba todas las noches, no quiso pasar en silencio la lucida fiesta, y escribiendo unos versos, se llegó a una enana que tenía Narcisa, a quien estimaba mucho por ser gran música.

Le dio el papel y una sortija, diciéndola:

—»Hacedme merced de cantar este romance delante de vuestro dueño y fiad de mí, que estimaré el favor.»

 

Prometió hacerlo, contenta con el premio; y retirándose a darle el tono, llamándola a la sala para cantar, refirió la siguiente letra:

Cielo es la aldea, pastores,

por estar Narcisa en ella,

alba hermosa de los campos,

diosa hermosa de las selvas.

Contentas todas las damas,

dejan a Milán por verla,

que no admite su hermosura

envidias ni competencias.

A los rayos de sus ojos

no hay humana resistencia,

pues nadie puede mirarlos

sin adorar su belleza.

Dichoso yo, que, abrasado,

águila del sol atenta,

gozo, bebiendo sus luces,

la gloria de amarla y verla.

Pretendan los imposibles

los necios, que consideran

que son dignos de gozar

una deidad tan suprema.

Si a mí, que me juzgo indigno,

me basta en premio, que entienda

que amándola sin cansarla

la sirvo sin ofenderla.

 

Celebraron la letra, y Narcisa le preguntó quién se la había dado.

Respondió que un labrador, que no le conocía.

Dijo Laurencia:

—»Ya no nos tendréis por lisonjeras, pues los labradores alaban vuestra belleza.»

 

Estimóle el favor, y otro día, se determinaron de volverse a Milán.

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Pidiéronle que se fuera con ellas. Respondió que por librarse de los enfados del Duque quería estar de asiento allí dos meses.

Estuvo Arnaldo en la cama, y ya que estuvo bueno, dando a entender que se iba a sus estados, salió en público de Milán, con intento de alcanzar por fuerza el fin de su deseo. Y quedándose encubierto, puso espías que le avisaran cuándo había de volver su adorada ingrata a Milán, para salir al camino a lograr su mal fundado intento.

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Escribiéronle las amigas, dándole cuenta de su ausencia y rogándole que se viniera a Milán, porque se hallaban muy solas sin ella. Despachó a Rosana un criado con la carta, y venido a la aldea, respondió que dentro de dos días les cumpliría el deseo, pues era la que ganaba en gozar de su amada compañía.

Avisáronle las espías al Duque, y acompañado de seis hombres, salió a esperarla al camino, dándoles orden de que llegaran a resistir los criados que la acompañaban, porque no la pudieran defender; y que los retirasen hacia el arboleda, para dar lugar a que llegase el coche sin que le conocieran.

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Como la enana cantó la letra que don Duarte la había dado, sospechando las dos primas que estaba en el aldea, no quisieron que las acompañase más de un gentilhombre y el cochero, por dar ocasión a que el encubierto amante, con la licencia del campo, se llegase a hablarlas. Y para lograr su intento, salieron a prima noche.

 

Venía el dichoso caballero descuidado de su buena suerte, y por sentirse cansado con el peso de las armas, se retiró al hueco de unas peñas a la vista del camino. A poco rato de estar allí, oyó ruido de coche, y como no sabía el intento de su dueño, presumió serían algunas damas que habían venido aquel día a visitarla. Determinóse a esperar que el coche pasara, poniéndose en la parte más oscura. Y ya que venía cerca, vió salir de la arboleda los que la esperaban.

Venía diciendo Arnaldo:

—»Pues no trae gente, llevad vosotros esos dos que vienen con ellas a lo espeso de los árboles y atadlos en ellos, para que no puedan ir a pedir favor a estos villanos. Y no volváis tan presto hasta que yo dé un silbo.»

 

Bien conoció don Duarte que el agravio era contra Narcisa, mas no quiso salir de donde estaba, por dar lugar a que el Duque quedara solo y que ella conociera lo mucho que le debía.

En esto llegó el coche, y arrojándose los seis hombres a él, los tres llegaron al estribo, para que el gentilhombre se apeara, amenazándole de que le darían muerte si daba voces. Y los otros tres hicieron lo mismo con el cochero, llevándolos asidos a lo espeso de los árboles.

Llegóse el Duque, diciendo:

—»De esta suerte he de vencer vuestra cruel tiranía, pues gozando vuestra hermosura os obligaré a que me deis la mano.»

 

Estaban tan turbadas que no le respondieron. Salió don Duarte de donde estaba, a tiempo que iba a quitar el estribo, y dándole un cruel cintarazoque le aturdió, le dijo:

—»¡Villano, bien cumpliérades vuestro gusto a no tener estas damas quien las guardara!»

 

Aunque el Duque quedó turbado, sacó la espada, y tirándole don Duarte un revés, le llevó toda la mano. Cobraron ánimo las turbadas damas, pidiéndole que no le matara porque aventuraban su decoro.

Respondióles:

—»Días ha que le hubiera muerto, si no mirara eso.»

 

Y subiéndose en las mulas a toda prisa, volvió al aldea, rigiendo el coche con tal despejo que las obligó a risa.

 

Como los criados estaban a la mira y vieron andar el coche, temieron alguna novedad, pareciéndoles que el Duque no le había de llevar. Y dejando atados a los dos presos, corrieron a saber la causa.

Y espantados de verle herido, le dijeron que por qué no había silbado para llamarlos, Respondióles:

—»Diome en la cabeza un cintarazo que me privó del sentido el dichoso que la defiende. ¡Llevadme presto de aquí, que, pues volvía al aldea, vendrán en nuestro seguimiento!»

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No se engañó en la presunción, porque, alborotados todos de verlas volver, llegaron a saber lo que había sucedido, y Narcisa mandó a los labradores que fueran a toda prisa a lo espeso del arboleda, a defender a los dos criados de unos hombres que habían salido a robar el coche. Y subieron arriba, acompañadas de su nuevo cochero.

 

Luego que llegaron a la sala, le conocieron por la mucha asistencia que tenía en la iglesia.

Hiciéronle sentar, y Narcisa le dijo así:

—»Sólo vos, señor don Duarte, pudo librarme de un enfado tan grande, y la industria con que me habéis servido y obligado ha sido tan poderosa en mí que ha rendido mi libre corazón. Pues, sin enfadarme, habéis puesto la vida a riesgo por defenderme. No fuera yo quien soy a no mostrarme agradecida, y si el premio de vuestras finezas consiste en que os dé la mano de esposa, vivid seguro de que no será otro el dueño de mi albedrío. Sólo esperaré a ver en qué pararon las heridas de Arnaldo, que no quiero aventurar vuestra vida, pues ya la estimo.»

 

Quedó tan loco de contento que no acertaba a responderla. Pidióle licencia para volverse a Milán, y respondióle que se quedase aquella noche en el aldea, porque temía que los traidores le esperarían en el camino.

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Otro día, se fueron a Milán, y llegadas a su casa, les contó el mayordomo cómo el Duque había venido aquella noche herido, y que se decía que a una legua de Milán le habían salido unos ladrones a robar. Quedaron contentas, considerando que por encubrir su delito no había publicado la verdad, pues el quererla forzar en un campo era bastante a quitarle la cabeza de los hombros. El tiempo que tardó en cenar estuvo el valiente español gozando muchos favores de las dos agradecidas primas.

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Luego que el Duque se vido bueno, considerando que seguía un imposible y que Narcisa tenía de secreto quien la amaba, no quiso aventurar su vida a mayores riesgos, y mudando de intento, dio la mano a una prima suya a quien debía muchas finezas, aunque no se había dado por entendido de sus favores con la ceguedad que había tenido. Y como en desprecio de lo que tanto había estimado, quiso celebrar su casamiento con fiestas reales y públicos regocijos.

 

Quedó tan gustosa cuando la dijeron la nueva de verse libre de tan penoso embarazo, que quiso dar a entender su contento. Y mandando la alquilasen una ventana cerca de la del Duque, vestida a toda gala, acompañada de su prima y de amigas, se fue a ver las fiestas. Quedó tan abrasado de verla contenta y desenfadada que su esposa conoció el disgusto que había recibido, y pasadas las fiestas, le pidió por merced que se fueran a vivir a sus estados. Y visto que ya no tenía remedio su pretensión, tuvo por bien de darle gusto.

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Luego que el Duque se ausentó, dio Narcisa la mano a don Duarte, con mucho gusto de todas sus amigas y mayor admiración del mucho valor y prudente industria del valeroso español, porque Narcisa les contó todo lo que había pasado.

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Al cabo de ocho meses, volvió el conde Leonido, y contándole los amigos la ausencia del Duque y casamiento de Narcisa, pareciéndole que don Duarte le tendría por sospechoso por el lance del jardín, trató de pedir a la hermosa Clori, enviándola a decir se tendría por dichoso de emparentar con tan ilustre caballero, enviándole a pedir licencia para visitarle. Estimó don Duarte la cortesía, y adelantándose, cumplió con su obligación. Y efectuado el casamiento, hizo el Conde alarde de su grandeza enviando a su esposa ricas y costosas galas, viviendo después largos años, conservándose en seguras paces.

 

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