13 El esclavo de su esclavo

Editores (formato, definiciones y anotaciones):
Kiley Aymar, Lauren Coughlin, Evan Czulada, Zoe Marinacci y Kaley Michael

 

Cuando el Condado de Barcelona no estaba agregado a la real Corona de España, reinaba en Cataluña un conde llamado Rodulfo. Entre los grandes potentados de su corte, privaron dos de los más nobles y poderosos, mereciendo su gracia. El uno llamado don Félix Centellas y el otro Feliciano Torrellas. Gozaba don Félix el absoluto poder del gobierno de Cataluña. Feliciano Torrellas, con su mucho valor, defendía sus tierras del Conde de todos los enemigos; en particular, de los moros de Argel, porque el Rey moro las molestaba, en venganza de un bajá que le habían muerto los catalanes en una batalla.

Don Félix, con el asistencia en palacio, gozaba los favores de Blanca, hermana del Conde, dama de tan rara belleza que pretendían su casamiento muchos príncipes. No quería el Conde casarla, porque era incapaz de engendrar y temía que le quitaría la corona el esposo de Blanca. No le pesaba a ella del rigor de su hermano, por estar enamorada de don Félix. Y mostrándose esquiva en los favores que le daba, lo sentía el rendido amante dándole amorosas quejas. Respondióle un día que no sería posible pasar a mayores demostraciones hasta que su hermano muriera, pues sin darle la mano de esposa se aventuraba su decoro. Estaba sin sus damas, y don Félix se arrojó a tomarla una y besándosela, la dijo:

—¡Pues no me la queréis dar, yo la tomaré, para que su nieve temple el fuego que me abrasa!

Diose Blanca por ofendida del atrevimiento, porque una dama entró en la ocasión. Y quedó tan triste del rigor con que le trató por disimular su amor, que, ofendido de las razones, se determinó a darle a entender su sentimiento. Y aquella noche se fue al terrero a dar una música y significarle parte de lo que sentía.

Como Blanca le amaba tan tiernamente, quedó arrepentida de haberle tratado mal. Y conociendo la discreta dama su encubierta tristeza, le dijo: —No excusaré, señora mía, el ser atrevido, pues ya conoces mi lealtad, y tengo de quejarme de que no la pagas, pues no descansas conmigo conociendo mi amor. Era Rosimunda hija de la ama que había criado a Blanca, y pareciéndole que se podía fiar de su presencia, la respondió:

—No te espantes de mi silencio, pues no era permitido a mi decoro decirte mi cuidado. Y pues ya le viste en el atrevimiento de mi amante, no te quiero negar parte de mi amor, pues no fuera razón.

No le pesaba a ella del rigor de su hermano, por estar enamorada de don Félix, y mostrándose esquiva en los favores que le daba, los sentía el rendido amante, dándole amorosas quejas. Respondióle un día que, atenta a su decoro, no se determinaba a mayor demostración, pues no era posible darle la mano de esposa hasta que su hermano muriera. Respondióla: «Pues yo la tomaré ahora, pues tengo lugar de besarla». Diose Blanca por ofendida del atrevimiento. Quedó tan triste el rendido caballero que se determinó a darla a entender el pesar que tenía, y aquella noche se fue, acompañado de unos músicos, al terrero. Y después de haber referido muchas letras, cantó solo la que se sigue:

Adorado imposible,

rompan mi triste acento

las peñas a mis voces,

los aires con mis ecos.

¿Qué importan los favores

si, Tántalo sediento,

tengo el agua a la boca

con la sed que padezco?

¿Qué importa en mi fortuna

haber llegado al puerto,

si bebo de mi llanto

el mar en que me anego?

Aunque es mi dicha tanta,

con justa causa siento

que, cuanto más la busco,

me falte al mejor tiempo.

Pues gustas de matarme,

yo moriré contento,

y si el esclavo es leal,

siempre obedece al dueño.

¡Quítame ya la vida,

y ha de ser advirtiendo

que estás con gran peligro,

pues reináis en mi pecho!

Pudieron tanto en el corazón de Blanca estos versos que, dándole una llave maestra, le permitió entrar en su cuarto, favoreciéndole con tan amantes finezas, que dentro de pocos meses se sintió preñada.

Tenía don Félix un secretario llamado Alberto, de quien pudo fiar su amoroso cuidado, mandándole que con toda diligencia previniera una ama, dándole a entender que la criatura era suya. Salió Blanca, diciéndole a su hermano gustaba de ver el mar. Amábala el Conde tanto, por verla tan obediente a su gusto, que la concedió cuanto le era pedido.

Llegó al castillo de Mojuique y estuvo allí quince días. Parió una niña, a quien pusieron Matilde, fiando este secreto de una dama a quien estimaba. Estaba Alberto a la mira y cogiendo el dichoso fruto, fue a toda prisa en casa del ama que tenía prevenida. Crió la hermosa niña hasta edad de seis años. Salió tan parecida a su madre, que temió no se descubriera el secreto con el verdadero retrato. Determinó don Félix, por asegurarle el temor, que Alberto y el ama se fueran a vivir a un puerto de mar cerca de Barcelona, llamado Piana, donde estuvo cuatro años.

Vivían melancólicos sus padres con el ausencia de Matilde, porque don Félix no podía ir a verla por no dar sospecha. Mandóle a Alberto que, para el consuelo de su madre se la trajera retratada en una pequeña lámina. Hizo el leal criado la diligencia, estando determinado de llevarlo.

Sentía Matilde su ausencia con tal extremo que, para engañarla, la sacaba un día ante de su partida a correr el mar en una faluca. Y contenta del paseo, le daba licencia para que se partiera. Fue tan desgraciada esta postrer salida que, alargándose más de lo justo, fueron cautivos de repente por un pirata corsario, que andaba encubierto haciendo algunas presas.

Y llevados a Argel, fue el pirata a palacio cudicioso de su ganancia, como la niña era tan hermosa, a presentarla a la Reina sultana. Estimó el presente, mandando que le dieran doscientas doblas, porque su trato del corsario era vender los esclavos que cautivaba, siguiéndosele grandes medras. Y mirando que Alberto tenía buen talle y parecía noble, se lo vendió a un moro llamado Audalia, porque le tenía encomendado un buen esclavo.

Era Audalia estimado del Rey por su mucho valor. Servía una dama de la Reina llamada Tarifa, y aunque servía a su rey con lealtad era inclinado a los cristianos. Y sabido de Alberto que Matilde era su hija y que el pirata la había llevado a palacio, le consoló diciéndole que no llorara, que él encargaría a Tarifa, su señora, cuidara de su regalo.

No fue menester el ruego de Audalia, porque los reyes pusieron tanto amor en la cautiva que, deseosos de que dejara la Santa Fe y tomara su ley para rendirla a su voluntad, la regalaban con extremo, vistiéndola a la morisca ricas y costosas galas. El Rey por dar gusto a la Sultana, juntó sus bajáes y moros de estima y dándoles a entender el deseo de su esposa, les dijo que en las zambras y fiesta de palacio galanteasen a la cautiva, procurando reducirla a que dejara su ley. Y que prometía al que la venciera darle grandes dones. Y si estuviera enamorado de ella, prometía dársela por mujer.

Alberto, mirando su perdición cuando lo cautivaron, mientras dormía la chusma la dijo a Matilde su ilustre nacimiento y quién eran sus padres, encargándola con muchas lágrimas que guardase la Fe católica. Respondióle:

—No dudes de mí, padre mío, aunque soy niña, que yo moriré por mi Fe aunque me maten.

Era Matilde de claro entendimiento y acordándose de lo que Alberto la había encargado, se mostraba desdeñosa, diciendo a la Reina que ella no había de casar con moros, pues era cristiana. Sintiólo la Sultana con tanto extremo que, a no amarla tanto, la diera muy mala vida. Y fiada en el tiempo y en los muchos regalos que la hacían, templaba su enojo, creyendo serían bastantes a vencerla.

En esta ocasión sucedió que Audalia salió con sus galeotas a correr las costas de Cataluña, para hacer algunas entradas de importancia. Tuvo Feliciano aviso y salió a recibirle, con tan dichoso acierto que Audalia fue cautivo. Volvieron las galeotas a Argel, y el Rey moro, sintiendo su pérdida, trató de rescatarle, enviándole a Feliciano muchos y ricos dones y mil doblas.

El noble catalán, como Audalia era tan valeroso, le trató con tanta cortesía que le sentaba a su mesa, mandando a sus criados le sirvieran como a su misma persona. Agradecido, el moro le cobró tan verdadero amor que, a no estar enamorado de Jarifa, diera por bien empleado su cautiverio.

Venidos los embajadores del Rey moro, dieron a Feliciano su embajada. Respondióles que no le daría por la corona real, porque Audalia hacía muchos daños en las tierras del Conde su señor, y que teniéndole preso se atajaban. Partieron los embajadores y retirándose el afligido moro a su aposento, hería su rostro con duras bofetadas, dándose tantos golpes en su cuerpo que no le podían detener los criados. Dieron aviso a su dueño y venido al aposento, le dijo:

—¿Qué es esto, Audalia? ¿Cómo te dejas llevar de tu furor? ¿Tan mal tratamiento te hago? ¿No te regalo y te estimo? ¡Mal pagas mi voluntad!

Respondióle:

—Amado señor de mi corazón, no siento yo el verme en tu poder… Mayor es mi desdicha.

Díjole Feliciano:

—Pues dime lo que sientes, que te juro por quien soy de remediar tu pena, si está en mi mano.

Respondióle:

—¡Si cumples tu palabra, yo te juro por Alá que yo y mi amada Jarifa seremos eternamente tus esclavos!

Y dándole cuenta de sus amores, remató su plática con decirle:

—Mira, señor amado, si tengo razón de llorar, pues me veo yo cautivo considerando que es Jarifa de las más hermosas moras que tiene Argel, y estimada de la Sultana, servida de los moros de mayor estima. Y que, yo ausente, trocará su amor en olvido.

Acabó estas palabras, y con tantas lágrimas, que enterneció el noble corazón de Feliciano; y le respondió:

—Darte libertad fácil es para mí, si me prometes, como noble, no tomar las armas en contra del Conde.

Arrojóse a sus pies, diciéndole:

—Hasta ahora fui tu cautivo: ya soy tu esclavo, y tan leal, que te juro de volver a tu poder en gozando la hermosa mano de mi adorada mora.

—No quiero yo que vuelvas —le dijo Feliciano—. Sólo quiero que cumplas tu palabra, no inquietando las costas de Cataluña.

Y dándole pasaporte y una nave proveída de lo necesario, le dejó partir.

Llegado a Argel, fue a palacio y el Rey, contento y admirado de verlo, le preguntó:

—¿Qué dicha es esta, pues mi presente no bastó a rescatarte?

Diole cuenta de todo, suplicándole lo emplease en la guerra en contra de otros enemigos, permitiéndole que cumpliera su palabra.

—Yo te estimo tanto —le dijo el Rey— que no quiero aventurar tu persona. No salgas de la corte sin mi orden, y pues Jarifa es causa del contento que me ha dado el verte, luego al punto la darás la mano.

Besóle Audalia los pies, agradeciendo su dicha. Otro día se celebró con mucha zambra y fiestas.

Quedó tan abrasado de celos un poderoso bajá, que se determinó de pedir licencia al Rey para seguir las costas de Cataluña, pues Audalia las había dejado. Fuele concedida la licencia, y dándose al mar, siguió su derrota.

Como Feliciano estaba seguro de que Audalia cumpliría la palabra dada, quiso descansar algunos días. Y saliendo a recorrer los puertos para ver lo que faltaba en ellos, pareciéndole que el mar estaba seguro, no fue con pertrecho de guerra suficiente. Llevaba en su compañía hasta cien soldados. Fueron asaltados de repente de unas galeotas que traía el bajá. Contento con la presa, pareciéndole eran hombres de importancia, dio la vuelta a Argel, sin saber lo que llevaba, que no fue poca dicha para Feliciano.

Desembarcados, mandó el bajá llamar a un corredor, encargándole vendiese aquellos esclavos para aumento de las pagas de sus soldados. Puestos en el mercado, salió Audalia a verlos, como supo que eran catalanes. Y conociendo a Feliciano, fue tanto su pesar que no fue poco disimular su pena. Llegándose al corredor, le preguntó cuánto quería por aquel esclavo. Pidióle trescientos zequíes, y sin reparar a la paga le compró y llevó consigo. No le conoció el afligido caballero, por las muchas galas que vestía.

Llegados a su casa, le mandó esperar en una sala. Y entrando al cuarto de su esposa, mandó retirar las cautivas, y quedándose solos le dijo:

—Querida esposa, tengo en mi poder el dueño que adoro y que me dio la vida, pues gozo por su causa tu hermosura.

Tenían intento de recibir la Fe católica, y porque Jarifa amaba con tierno amor a Matilde, no había Audalia hecho fuga, esperando ocasión para poderla robar. Y saliendo a la sala donde estaba su dueño, arrodillándose en su presencia, le dijo:

—Amado señor, da la mano a tus esclavos. Mi Audalia te compró para darte libertad y ganar perpetua fama con el blasón de su lealtad, pues desde hoy será esclavo de su esclavo.

Quedó Feliciano tan turbado del impensado gozo que no acertaba a responder. Y echándole los brazos al cuello a su leal siervo, le dijo:

—¡Ya, noble Audalia doy por bien empleada mi desgracia, por haber conocido tu leal corazón!

Rogándole que se sentara y dándole a entender el propósito que tenían de ser cristianos y volver a su poder, le contó Audalia el cautiverio de Matilde y el intento de los reyes. Y que él tenía en su casa a su padre, ocupado en los jardines. Pidióle Feliciano que le llamara. Respondió Audalia sería mejor bajar al jardín los dos, por que sus moros no entendieran nada; y que sería a propósito que asistiera allí en compañía de Alberto, mientras se disponía su viaje. Respondióle Feliciano que fuera de suerte que se partieran juntos, porque no dejaría Argel hasta llevarle consigo.

Llegados al jardín, le dijo Audalia a Alberto:

—Noble cautivo, ves aquí a Feliciano, mi señor, de quien tantas veces hablé. Ya le he contado el cautiverio de tu hija. Fía en Dios, que con su venida tendremos buen suceso. Sólo temo que por su pérdida no envíe el Conde su rescate antes de nuestra fuga.

—No hay que temer eso —respondió Feliciano—, porque su Alteza queda tan malo que dudo de su vida, y no se atreverán a darle pesadumbre.

Quedó Audalia contento, encargándole a Alberto cuidara de su regalo. Con esto, se despidió, mandándole a una cautiva le aderezase una sala en que asistiera.

Quedando solo Alberto con Feliciano, le dijo:

—Pues mi dicha ha sido tanta que os trajo Dios en esta ocasión, mirad, señor Feliciano, este retrato, y os diré un secreto que nunca salió de mi pecho.

Miró el retrato y admirado de su rara belleza, le preguntó si era de su hija perdida. Respondióle:

—Sí, señor. Venid conmigo, que sólo de vuestro valor fiará mi lealtad un secreto tan importante.

Y sentándose en la basa de una hermosa fuente, debajo de unos capados naranjos, le contó quién era Matilde, diciéndole que, como Audalia era privado del Rey, le permitían que la fuese a ver creyendo que era su padre. Que pues el Rey daba licencia para que la galantearan, que mirase qué orden podría haber para sacarla de cautiverio, pues Audalia se mostraba tan favorable. Respondióle, como ya le había dicho, que tenía intento de robarla.

Otro día, bajó Audalia a saber cómo lo había pasado aquella noche. Respondióle Feliciano que muy bien y que, seguro de su lealtad, le pedía pagase la fineza que le debía, pues le había dado libertad por que gozara de su amada Jarifa, que él estaba enamorado de Matilde, que ya no sería posible vivir sin verla: que le llevase a palacio, para que gozara de su amada vista. Respondióle Audalia que si le llevaba como cautivo no sería estimado, que vistiese galas a la morisca, pues no era conocido, y que daría a entender al Rey que era su deudo y que había estado mucho tiempo cautivo, y que se le llevaba presentado para que le ocupara en su servicio. Sabía Feliciano mucha parte de la lengua arábiga; pareciéndole bien la determinación del prudente moro, le dijo la pusiera por obra.

Hiciéronse las galas, y Audalia dijo a Jarifa fuese a ver a la Reina y diese a entender a Matilde quién era Feliciano, por que no se mostrase esquiva teniéndolo por moro. Fue la discreta mora a palacio, y fue bien recibida de la Sultana por lo mucho que la estimaba. Dio cuenta a Matilde del concierto de su esposo pidiéndole que diese favores a su señor Feliciano, asegurándole que merecía gozarla por amada y esposa. Tenía Matilde satisfacción de que Jarifa guardaba en secreto la ley cristiana, y dando crédito a lo que le dijo no supo palabras con que agradecerle el cuidado, prometiendo hacer lo que le pedía.

Pareciéndole a Audalia era hora de ejecutar su engaño, le mandó a Alberto hiciera unos ramilletes que llevar a la Reina, para darle lugar de que viera su hija. Llegados a palacio, dijo al Rey lo que llevaba determinado, añadiendo que Mostafá, su primo, era tan cierto que, si le daba licencia de servir a la cristiana, no había duda de que la vencería. Quedó el Rey tan pagado del buen talle de Feliciano que le dio oficio de secretario, diciéndole que si vencía a la cautiva, cumpliría la palabra que tenía dada: que acudiera a la tarde al sarao que había en palacio.

Volvieron tan contentos con el buen despacho que habían tenido, que no acertaba Feliciano a encarecer su gusto. Díjole Audalia:

—Pues ahora falta lo más importante. Alberto se ha de partir a Barcelona con tus cartas, pidiendo ayuda para cuando llegue el día de nuestra ida. Yo pediré al Rey licencia para salir a resistir las galeotas que vinieren, porque de otra suerte tenemos peligro de riguroso castigo, si el Rey entendiera que dejábamos la ley mora. Dirás por tu carta: «Señor, que vengan las galeotas en público, haciendo estrago y avisando las espías de su venida.» Será fácil el dejarnos prender, y conseguiremos el dichoso fin de nuestro intento. También se advertirá en la carta que, en llegando a dar vista, se pondrá en nuestra galeota una bandera en la gavia, para que conozcan que vamos dentro.

Abrazóle Feliciano, estimando su lealtad y alabando su entendimiento. Y por ser hora de ir a la fiesta, le pidió que no se detuvieran porque deseaba ver a su dueño. Subió Alberto con los ramilletes, tomó Feliciano uno de cándidas mosquetas. Cuando llegaron a palacio, estaba empezado el sarao y visto que danzaban algunos moros con las damas, esperaron a que dejaran el sitio. Entró Alberto a dar los ramilletes y dijo a los músicos que tocasen un canario a la morisca, porque Mostafá quería danzar en presencia de los reyes. Tocaron el son que les fue pedido, y entrando en la sala, hecha la reverencia acostumbrada, danzó con el ramillete de las mosquetas en la mano cantando la letra que se sigue:

Estas flores son pintura

de vuestra hermosura y gala:

a la mosqueta se iguala

vuestra cándida blancura.

Presagio es de mi ventura,

cuando os pido que troquéis

conmigo la Fe, y veréis,

cristiana, pues ya os adoro,

que estimo en vuestro decoro

lo mucho que merecéis.

Acabada la danza, hizo reverencia a los reyes. Llegó al estrado de las damas: besando el ramillete, se le dio a Matilde. Tomóle, diciéndole:

—Moro, no puede ser por ahora el daros la fe que me pedís. Bastará que os favorezco en recibir la que me ofrecéis en estas flores, cosa que no pensé hacer, pues, siendo cristiana, ni puedo amaros ni permitir que me améis.

Quedaron los reyes contentos de verla humana, cuanto celosos los pretendientes; en particular un moro llamado Zulema. Y dándole al Rey la queja de que había admitido a Feliciano en el sarao, le respondió:

—Mostafá es noble, y primo de Audalia. ¿De qué es tu queja, cuando conoces que ninguno de vosotros gozará a la cristiana por mujer, si no fuere el que la obligare a dejar su ley y seguir la nuestra? Trabaja por vencerla y será tuya.

Con esto cesó el festín y acabada la fiesta, vueltos a casa Audalia y Feliciano, se determinó que Alberto se partiera, dando a entender que los redentores de la Merced, que estaban al presente en Argel, se le habían rescatado a Audalia para llevárselo con los demás cautivos.

Navegaron con tan próspero viento que en breves días tomaron puerto en Barcelona. Y desembarcados, supo que el Conde era muerto, y que Blanca había dado la mano de esposa a don Félix, su señor. Con el contento de tal nueva, pidió al padre redentor le permitiese ir a ver al Conde, y que le aseguraba una gran limosna. Diole licencia, y llegado al palacio, le conocieron todos. Y dándole la nueva a don Félix, mandó le trajesen a su presencia. Y quedando a solas con él, le dijo:

—¿Qué es esto, Alberto? ¿Dónde está mi hija? ¿Qué cuenta me dáis de la joya que os entregué? Siempre os tuve por traidor, desde el día que fuistéis a donde no supe de vos.

Respondióle: —Antes por ser tan leal no ha sabido vuesa Alteza de mí…

Y después de darle el parabién del nuevo estado, le dijo:

—Lea vuestra Alteza esta carta, y verá en ella dónde está su prenda y lo mucho que debe a mi lealtad.

Abrió la carta, y leída, quedó admirado de que Feliciano estuviera cautivo, porque en Barcelona se entendía que andaba corriendo los mares en su acostumbrado ejercicio. Diole Alberto cuenta de todo, y quedó espantado de la nobleza y lealtad de Audalia. Y entrando al cuarto de su esposa, la dio las alegres nuevas, diciéndole estaba determinado de ir en persona a traer a su hija. Y previniendo a toda prisa seis galeras con el pertrecho y matalotaje suficiente a guisa de pelea, y partiendo con la referida prevención, tomó su derrota.

Dentro de pocos días, dieron aviso las espías de su venida. Alborotóse el Rey moro con la impensada nueva, mandando a toda prisa se previnieran para salir al encuentro. Pidieron Audalia y Feliciano licencia al Rey para salir, diciendo Audalia que, pues el catalán los inquietaba, no debía él cumplir la palabra que le había dado. Túvolo el Rey por bien, seguro de su valor. Y armando sus galeotas a toda diligencia, procuró entrar en la suya todos los más cristianos que pudo, diciendo que aquellos perros hacían secta en la ciudad y era mejor darlos al remo.

Un día antes de la embarcación, fue Jarifa a suplicarle a la Reina diera licencia a las damas para que fueran con ella a ver partir a su esposo, pues era día de tanta fiesta. Concedióle la Sultana lo que pedía, y Matilde le rogó la dejara ir con ellas. Respondióle:

—Si tú hicieras lo que yo quiero, yo te diera gusto en lo que me pides.

Dijo Matilde:

—Yo, señora mía, te prometo, si me casas con Mostafá, de darte gusto. Que el mucho amor que le tengo me obliga, con el sentimiento de su ausencia, a pedirte que me dejes ir a verle partir.

Quedó tan contenta la Sultana que recabó del Rey permisión para dejarla ir.

Llegadas todas a la playa acompañadas de la guarda, les pidió Audalia que entraran en su galeota, pues estaba amarrada, para ver desde allí la embarcación. No quisieron entrar las damas, temiendo el mar, y Matilde le pidió a Jarifa que entrasen las dos, porque gustaría de ver a Mostafá, contentas las moras de verla inclinada a quererlo, creyendo que estaba determinada a dejar la Santa Fe. Pidieron al capitán de la guarda que, pues los reyes gustaban de aquello, la dejase entrar.

Embarcólas Audalia, contento de su dicha, habiendo metido aquella noche de secreto en la galeota toda su riqueza. Quiso esperar, para asegurarlos a que se embarcaran los capitanes y moros de pelea, y cortando las amarras, alzadas las áncoras, partió la galeota, siguiendo a las demás con tan poderosa ligereza que pareció que usaba más parte de los vientos que de las aguas.

Turbados de verla partir los que estaban en tierra, fueron a dar cuenta al Rey pareciéndole a la Sultana que sería descuido de los marineros, y que, estando Jarifa dentro, volvería la galeota al puerto.

—Antes —dijo el Rey— que se arme a toda prisa una falúa y vaya por las mujeres.

Para excusarles ese enfado a Audalia, fueron a ponerlo por obra, mas no fue con tanta brevedad que no diesen lugar, como el viento era favorable, a que se engolfaran, lo que les bastó para dar vista a las galeras que venían en su busca. Puso Feliciano la señal, y conociendo don Félix era aquella galeota en que venían, dio orden de que pasara la palabra en sus galeras, para que salieran a impedir el paso a las otras galeotas, para que no dieran favor a la que traía la banderola. Y que, en disparando un cañón de crujía su galera, embistieran las demás a la resistencia. Y bogando a toda prisa los remeros, llegó la galeota a dar cara, embistiendo con la galeota. Aunque hizo Audalia demostración de pelea, dio lugar a que de la galera arrojasen los ferros para prenderla; y habiéndola asido, se disparó el tiro. Salieron las damas a la señal, disparando en ellas las piezas de artillería. Reconocieron los moros que iban cautivos Audalia y Mostafá y temerosos, mirando que las galeras les hacían ventaja, se pusieron en huída. Siguiéronlos hasta perder de vista la galera de su dueño, y pareciéndoles a los capitanes de galera que ya estaba en salvamento, cortando las aguas volvieron en su seguimiento. Y conociendo las fugitivas galeotas la chalupa que venía, la detuvieron, contando lo que pasaba. Y sabido por el Rey la desgracia, sintió la pérdida de Audalia y de Matilde con tanto extremo que no se puede encarecer.

Llegados los dichosos catalanes al puerto y desembarcados, fueron recibidos de Blanca con tantas lágrimas de ver su amada prenda, que causó general ternura en todas. Abrazando a Jarifa, le dijo:

—¡Noble mora, dueño serás de cuanto tengo!

Hincó la rodilla, diciendo:

—Yo, señora, ser cristiana. No quiero en premio más de que nos bauticen a mí y a mí esposo.

Prometió hacerlo en descansando, porque quería ir a visitar a la Virgen santísima de Monserrate para darle las gracias de tanto bien. Previniéronse cuatro lámparas de cuatro mil ducados cada una, ricas telas para frontales y ornamentos, y dos mil ducados para el aumento de la caridad que se da a los muchos peregrinos que visitan aquel santuario. Estuvieron todos nueve días en su santa casa; fueron bautizados en ella los dos nobles moros, pidiendo Jarifa le pusieran el nombre de aquella divina Señora, y fue llamada María de Monserrate. Y preguntándole a Audalia qué nombre quería, respondió que, pues los había servido a entrambos, que sus dos nombres, pues había sido tan feliz que se había logrado su intento. Y así, le pusieron Félix Feliciano.

Y venidos a la Corte, les dijo que sería bueno enviarle al Rey un presente, en agradecimiento del buen tratamiento que le había hecho a Matilde. Parecióles bien su prudente consejo, y don Félix mandó que todos los moros que fuesen de Argel pareciesen en su presencia para vestirlos, diciéndole a Audalia sacase a su voluntad galas dignas de reina para la Sultana, enjaezando cien caballos encubertados de brocado y cuatro mil treintines de oro, enviando dos grandes de su Corte. Lo envió todo al Rey diciéndole en una carta que no le enviaba a Audalia y a Jarifa porque habían recibido el santo Bautismo, y que Matilde era su hija y le enviaba aquel presente en rescate.

Llegada la nave al puerto de Argel, sabido el Rey que venían de paz, dio licencia para que saltaran en tierra. Llegados a palacio, refirieron el presente que traían, dando la carta. Y considerando el moro que ya no tenía remedio, y mirando la noble correspondencia de los dos valerosos catalanes, les envió su embajada agradeciendo el presente. Y que, en demostración del grande amor que había tenido a Matilde, quería tener con ellos perpetuas paces, empeñando su real palabra de no quebrantarlas.

Volvieron los embajadores contentos con la buena nueva, renovándose en Barcelona muchas y alegres fiestas. Y Audalia pidió a su dueño que, en perpetua memoria de su lealtad, se hiciera una pintura en que retratara todo lo referido; y se pusiera en parte pública donde fuera vista de todos. Prometió darle gusto, y mandó que en lo alto de una pared se hiciera un grande nicho a modo de capilla, mandando a un diestro pintor que, tomando la medida del ámbito, retratara una pequeña imagen de la Virgen santísima de Monserrate, y que pintara a los lados a Audalla y a Jarifa con galas de cristianos, y que cupiese un mapa en que se retratase todo lo sucedido. Y que en lo alto pintase la Fama, con su trompeta en la una mano y en la otra una tarjeta; y en ella, escrito de letras góticas, este verso:

Cante la Fama inmortal

de la firmeza que alabo,

que fue esclavo de su esclavo

Audalia por ser leal.

Acabadas las pinturas, se adornaron las calles de ricas colgaduras y suntuosos altares, y llevaron a la divina Imagen con solemne procesión, y puesta en lo alto del nicho y el mapa debajo, con una dorada reja por delante.

Vivieron todos después largo tiempo, gozando Audalia el oficio de Mayordomo Mayor y Jarifa el de Camarera. Casó Alberto con una dama de Blanca, gozando cuatro lugares de señoría. Tuvo Matilde dos hijos varones, que reinaron después con gloriosa memoria.

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