11 El amante venturoso

Editores (formato, definiciones y anotaciones):
Destiny Acevedo, Jennifer Clogg, Giacomo Coppola, Julia Piness y Christian Tolino


n la insigne Zaragoza, ilustre cabeza del reino de Aragón, tan celebrada en los aplausos de la admiración, cuanto digna de la inmortal fama que goza, como suntuoso relicario de la Emperatriz de los Cielos, María, Señora Nuestra, concebida sin pecado original, que goza el título de la Virgen del Pilar, como poderoso atlante, sustentando en los hombros de su caridad la máquina terrestre, vivía un caballero, tan ilustre en la sangre como poderoso en la riqueza, llamado Ricardo Milanés. Tenía en dichosa sucesión dos hijos; uno varón, llamado Carlos; y la niña, Margarita, de cuyo parto murió su amada esposa.

 

Vivía frontero de las casas de Ricardo otro ilustre caballero, no menos aventajado en la calidad que en riqueza, natural de Cataluña, llamado Octavio Esforcia. Vivía de asiento en Zaragoza por haber casado allí con una dama aragonesa, igual en todo a su mucha riqueza y calidad, de la cual tuvo una hija, llamada Teodora. Estaba Octavio viudo, y respeto de la mucha vecindad y soledad afligida, trabaron estos dos nobles caballeros una estrecha y firme amistad, entreteniendo el tiempo en gustosos y honestos pasatiempos. Los niños, a imitación de sus padres, gastaban sus amorosos y corteses cumplimientos.

 

Era Carlos de doce años y venido a Zaragoza un tío suyo hermano de su padre, caballero tan esforzado, que por su mucho valor gozaba los honoríficos aplausos de capitán aventajado y coronel mayor de los Tercios de Flandes, y viendo a Carlos en tan hermosa juventud, con gusto de su hermano se le llevó deseoso de aumentar en las lenguas de la fama los honorosos y antiguos blasones de su ilustre ascendencia.

 

Quedaron las dos hermanas niñas unidas al estrecho lazo de amorosa correspondencia, aunque era Margarita la obligada a las visitas, porque Teodora por los continuos y prolijos achaques de su padre, no salía de casa, y las horas que Ricardo faltaba de la suya se iba con su amiga, entretenidas las dos en el curso de sus curiosas labores, dando a Octavio ratos de mucho gusto con la suavidad de sus angélicas voces.

 

Llegó Teodora en su hermosa juventud a la edad florida de los dieciocho años, tan adornada de fortuna y naturaleza, que se puede decir sin encarecimiento que estas dos basas en quien se fabrican las humanas dichas andaban en competencia apostando lucimientos en que Teodora como en espejo cristalino reconociera los altos merecimientos de su ilustre sangre; la singular hermosura, tan celebrada de todos que la llamaron el milagro de aquel tiempo, sin dar envidia a las demás aragonesas, pues fuera la Fortuna inconstante si diera lugar a la emulación, que, preciada de escurecer tan soberanos resplandores de dama las oscuras nieblas de su voraz envidia.

 

Ocupó Carlos ocho años en servicio de la Sacra Majestad de Felipe Segundo, con tan dichosos aciertos y próspera fortuna que su Majestad le honró con un hábito de Alcántara encomendándolo con seis mil ducados de renta, sin otros ricos despojos que ganó por su mucho valor. Cayó Ricardo enfermo de una peligrosa y mortal enfermedad a tiempo que Octavio y su querida hija estaban en Barcelona. Y fue preciso despachar por la posta al condado de Rosellón adonde a la sazón residía Carlos. Y vista la carta de su doliente padre, la puso en manos del capitán general, por la cual le fue concedida licencia vista la precisa obligación.

 

Partió el desconsolado caballero a toda prisa, aunque no fue la que deseaba, pues llegó a su fúnebre casa después de cinco días que su amado padre pasó de esta vida en paz. Halló a la querida hermana acompañada de Antonio Milanés, tío suyo. Renovóse con su venida el justo sentimiento y vistiendo negras y pesadas bayetas, recibió a un tiempo pésames de la presente desgracia y parabienes de su venida.

 

Cuatro meses pasó en funerales obsequias y en ajustar las cosas de su riqueza partiéndose después a la Corte a concluir un pleito de un mayorazgo y otros negocios importantes. No negoció tan presto que no pasara año y medio sin volver a Zaragoza Y como ya estaban enjutos los ojos y pasados los lutos, volvió con ricas y lucidas galas de soldado, amartelando las damas de Zaragoza con su bizarría. Vivía tan libre de cuidados amorosos que no sujetaba su albedrío.

 

Cuando llegó a su casa estaba ya de vuelta Octavio Esforcia en la suya, y sabida su venida pasó a visitarle y darle la enhorabuena. Fue recibido de Carlos con amorosas demostraciones. Y al echarle los brazos al cuello le dijo:

 

—Bien parece, señor Carlos Milanés, que sois vivo retrato de vuestro honrado padre. Y os aseguro que me enternece el alma el acordarme de la grande amistad que tuvimos los dos.

 

—Estimaré me mandéis en que os sirva —respondió el discreto mancebo a los ofrecimientos—. Y tomadas sillas, le habló en cosas diferentes. Preguntó en el discurso de la conversación por la salud de la señora Teodora, a que respondió el anciano padre estaba con salud. Replicó Carlos, diciendo:

 

—¿Y cómo no la casa vuesa merced, para dar gloriosa sucesión a su nobleza?

 

—No sé qué responda —dijo Octavio—, porque se muestra tan rebelde en tratándola de casamiento que, derramando lágrimas me ha obligado a cerrar la puerta a todos los pretendientes. Quiérola tan tiernamente que no me atrevo a forzarla su voluntad.

 

—Véala vuesa merced —dijo Carlos— tan bien empleada como deseamos todos sus criados.

 

Llegada la hora de despedirse se fue Octavio a su casa. Quedó hablando con su hermana en la rebeldía de la condición, y preguntando el curioso caballero si era hermosa, respondió Margarita con tan encarecidas exageraciones que puso deseo a su querido hermano de verla, quedando de acuerdo pagar la visita acompañado de su hermana, para ocasionar a que saliera a recibirla.

 

Sucedió a medida de su deseo: estaba Octavio en la cama y asistiendo a la visita la honesta dama. Quedó el asaltado caballero asombrado de su belleza, quedando preso su libre corazón. Y por dar más lugar a la gloria que ya le bañaba el pecho, dando a entender quería divertir al doliente, mandó a un criado le trajera una vihuela. Y después de haber punteado con mucha gala, cantó una letra. Y dejado el instrumento, dijo el enfermo:

 

—En verdad, señor Carlos Milanés, que no he de quedar esta vez obligado a la merced recibida, que os la tengo de pagar muy de contado, porque veáis que deseo serviros.

Y mirando a su hija, la dijo:

 

—Por tu vida, Teodora, que me saques de este empeño pagando por mí esta deuda.

 

La obediente dama mandó a una criada le trajese una arpa y después de muchas y galantes diferencias, dando al aire el dulce acento de su voz, cantó los versos siguientes:

 

De los ojos de Lisarda

llevaba flechas Cupido,

recogidas en su aljaba,

para tirarle a Leonido.

Sintió el pastor sus arpones,

y díjole al verse herido:

«Si son de Lisarda, ciego,

mira no pierdas el tiro.

Aunque tiras a matarme,

tu crüel rigor estimo,

contento de ver que muero

por objeto que es divino.

El oro de su cabello voy

siguiendo, aunque perdido,

gustoso de no hallar

la puerta del laberinto.

Teseo, para salir, llevaba

en la mano el hilo,

que a un ingrato le está

bien preciarse de fugitivo.»

Escuchaba la pastora

el amante enternecido,

y tocando un instrumento,

de aquesta suerte le dijo:

«Si el amor os hiere,

pulido zagal,

yo seré el cirujano

que os ha de curar.»

 

Cantó con tan dulces quiebras y pasos de garganta los referidos versos, que el enternecido amante estaba fuera de su acuerdo. Y la honesta dama, reparando en su elevada suspensión, dejó el instrumento, dando lugar a que se despidieran los agradecidos hermanos.

 

Ocho días pasaron sin que Margarita visitase a su amiga, y apretándole los dolores de la gota a Octavio, envió a suplicar a Carlos pasase a divertir su penosa melancolía. Pidióle a su hermana se pusiese a toda prisa el manto, para obligar a Teodora que saliera a recibirla. Fue fuerza asistir en la sala de su padre Carlos, por divertir su achaque. Pidiendo una vihuela después de haberla punteado con extremado despejo, se levantó, danzando un canario con intrincadas mudanzas.

 

Divertida Teodora con verle danzar, se llevó de la consideración de su mucha bizarría; y reconociendo tan repentina mudanza, vueltos los hermanos a su casa, dando de cenar a su padre y orden a los restante de su gobierno, mientras cenaban las criadas se retiró a su recogimiento. Y sentada sobre una bordada cama, torciendo sus blancas manos, hablando con sus nuevos pensamientos dijo así: «¿Qué es esto, Teodora? ¿Cómo habéis dado lugar a tan extraño cuidado? ¿Dónde están los antiguos recatos de vuestra honestidad? ¿Cómo habéis permitido que Carlos Milanés os robe el alma? ¿Qué será de vos si el dueño que habéis escogido, llevado de otros amorosos cuidados, se precia de cruel? ¡Desgraciada de mí! ¡En fuerte hora llegó mi nacimiento…!» Y derramando copiosas lágrimas, quedó tan inmóvil que pudo pasar plaza de cristalina estatua. Y entrando las criadas a desnudarla, pasó lo restante de la noche en congojadas ansias y ardientes suspiros.

 

El día siguiente, mandó llevar los bastidores de sus curiosas bordaduras a una sala que caía frontero de las casas de Carlos, bordaduras a una sala que caía frontero de las casas de Carlos, dando a entender lo hacía por el calor, para ver despacio a su nuevo dueño. Fiaba en las guardas de los balcones, por estar adornados de espesas y tejidas celosías y lustrosas vidrieras.

 

El penado caballero, sintiéndose indispuesto, convocó todos sus amigos, para que a la puerta de su sala (por ser la calle anchurosa) se inventasen diversos y entretenidos juegos. Unas veces de esgrima, otras de sortija y estafermos, sólo a fin de que su señora ocupara los balcones. Y no consiguiendo el fin de su amoroso cuidado (porque Teodora gozaba de todo, sin ser vista de nadie), una tarde, arrebatado de sus mortales congojas, hablando con su hermana, la dijo:

 

—Ocho meses ha, amada Margarita, que muero desesperado de mejor fortuna, y he pensado que mi señora Teodora todas las fiestas que consagro al templo de su hermosura entenderá que son entretenimientos de caballero mozo por divertir el tiempo. Y he determinado esta noche darla a deshora una música en aquella calle que está junto a su casa, pues me decís que las ventanas de su dichoso albergue caen en aquella parte. Y si esta diligencia no surtiere efecto, os ruego que tengáis por bien de elegir el estado que más os convenga, para que, dejándoos en pacífica quietud, me vuelva yo a la guerra, para perder en ella la vida, que ya me cansa, si no es que me la quite primero la que tengo en el alma.

 

Escuchó la afligida hermana la triste relación, derramando hermosas y cristalinas perlas. Le consoló con sabrosos cariños y prudentes consejos, aprobando por buena su determinación, gustoso de la buena acogida que halló. Entretuvo lo restante de la tarde en dar las voces a dos criados músicos que tenía en su servicio.

 

Pasada la medianoche, se fue a la referida calle a propósito de su intento, por ser angosta y poco pasajera. Y puesto debajo de las ventanas de su hermoso cielo, mandó a los criados dieran principio al sonoroso rumor. Después de haber cantado los criados las letras prevenidas, tomando Carlos el instrumento, cantó solo la letra que se sigue:

 

Luchando con imposibles

me admiro de mi pasión,

pues vivo de lo que muero

muriendo de mi dolor.

Divino objeto, a quien rindo

un amante corazón,

carácter en quien se imprime

la imagen que adoro en vos.

Escuchad mis tristes ansias

que un serafín es rigor

que se precie de crüel,

pues es deidad superior.

No os pido que me premiéis,

si es gloria, que entiendo yo

que el amar sin esperanza

son quilates de mi amor.

Sólo quiero que entendáis

que ya tan perdido estoy

que en no hallarme está mi dicha

cuando me pierdo por vos.

A un tiempo sin competencia,

señora, estamos los dos

conformes en los efectos,

aunque desiguales son.

Vos atenta a los recatos

a que obliga el pundonor,

y yo atento a respetarlos,

pues piden veneración.

 

Había salido Teodora, por divertir sus melancolías, a una celosía, y reconociendo a su reenclinado amante, arrebatada del repentino gusto, considerando no había en la calle otra persona a quien se le pudieran cantar los versos referidos, retirándose de la ventana, dijo así: «¡Ya, Teodora te puedes llamar dichosa y solemnizar con repetidos elogios tu ventura, pues Carlos, a quien rendiste el albedrío, te ama con tal extremo que puedes romper la cárcel del silencio en que has tenido presa tu bien empleada voluntad! ¡No hay que esperar, que si matas tu misma vida, morirás de infeliz! Carlos te estima, igual a ti en calidad y aventajado a todos los necios que te pretenden, ignorantes de que eres esclava y sin licencia de tu dueño no puedes disponer de ti. ¡Demos principio a la felicidad que ya deseas, pues el cielo dispone tu mayor dicha!» Y diciendo esto y otras amorosas razones, tomó la pluma, cifrando en corto decir mucho sentimiento, con intención de darlo otro día a su querida amiga.

 

No se descuidó Margarita de aliviar las penas de su hermano, y pasando a visitarla, fue recibida con tan amorosas demostraciones que se prometió alguna novedad. Y retiradas a un jardín, bañando a Teodora el hermoso rostro en purpúreos claveles le dijo:

 

—Amada Margarita, sólo de tu prudencia fiara yo los secretos de mi rendido corazón: Carlos, mi señor, me dio anoche a entender sus penas, y no me cuestan tan baratas que no puede alegar mayoría en las muchas que me debe. Dale este papel, y cumple por mí como amiga verdadera.

 

Abrazóla Margarita, con tan locas demostraciones de contento que la ocasionó a sobrada risa. Y despidiéndose a toda prisa, venida a su casa, dijo a su cuidadoso hermano:

 

—Ya, Carlos, se acabaron mis llantos y los muchos disgustos que me cuestan los vuestros: ¡tomad este papel que vuestra adorada os envía! Ella os le escribe y yo le traigo, deseosa de saber lo que contiene. Quedó el enamorado caballero tan suspenso que en mucho rato no pudo articular razones. Y besando muchas veces la nema le abrió, leyéndole recio para que su hermana le oyera; el cual decía así:

 

Amar sin esperanza es valentía

del amador atento y prevenido,

pues huye su cuidado del olvido

a que condena amor en rebeldía.

No temer su rigor con osadía

hace menor el daño recibido,

pues cuida de su herida apercibido

de que su amor no pase a demasía.

El vuestro ha merecido en mi cuidado

la mucha estimación que ya le ofrece

un corazón que, en fuego transformado,

no huye de las llamas donde crece;

y si amor con amor queda premiado

ya tiene el vuestro el premio que merece.

 

—No hay que esperar aquí —dijo Margarita—, y me parece que habléis a vuestro tío Antonio Milanés y a nuestros deudos, para que le hablen a Octavio Esforcia, pues no ha de negar, conocida vuestra calidad y riqueza, una cosa tan justa.

 

Parecióle bien a Carlos, y sin detenerse se fue a casa de su tío; y dándole larga cuenta de sus amores le puso el referido soneto en las manos, cosa de que quedó muy gustoso. Y saliendo de casa a buscar otros dos amigos y algunos de sus deudos, se fueron juntos a besar las manos al anciano caballero. El cual, sabida su demanda, respondió:

 

—Pluguiera a Dios, señor Antonio Milanés, fuera yo tan dichoso que Teodora me obedeciera, pues se muestra tan rebelde que no me atrevo a casarla por fuerza. Y así tengo despedidos muy grandes casamientos. Lo que aseguro es que no ha de ser por mí, si puedo vencerla, pues estimo tanto al señor Carlos Milanés, por lo que merece y por hijo de su padre a quien yo tanto quise. Quedaron todos contentos, sabida la determinación de la hermosa dama. Y despedidos, prometió don Octavio Esforcia dar la respuesta. El día siguiente fueron a dar a Carlos las buenas nuevas.

 

Llamando una criada a Teodora, venida a la sala de su padre la dijo la demanda de aquellos caballeros, significándole el mucho gusto que tendría de verla tan bien empleada. Quedó tan loca la enamorada doncella que bañando el rostro de encendidas colores, lo atribuyó su padre a su acostumbrada honestidad. Reportada del repentino gusto, respondió que no tenía más voluntad que la suya, que el no haberle obedecido nacía de su mucho amor, por no apartarse del amoroso nido. Agradeció su padre que se mostrara obediente y pareciéndole había vencido un imposible, sin esperar a más dilaciones envió a llamar a Antonio Milanés. Y quedando asentado el casamiento, le suplicó tomase a su cargo la disposición de todo, respeto de sus muchos achaques. Estimó en mucho el cargo que se le daba, quedando de acuerdo sería el desposorio dentro de quince días. Y despedidos, se fue Antonio Milanés, acompañado de los caballeros más nobles de Zaragoza, a convidar al Corregidor para que apadrinase tan festivas bodas, tratando de que dentro de cuatro días fueran las capitulaciones. Enviando tantas y tan ricas joyas y costosas galas, que a todos les pareció pasaban a exceso, dando a todos los que fueron a ellas lucidas curiosidades de lienzos, guantes y otras cosas.

 

Pasólo el venturoso amante con mejor fortuna aquellos días, gozando las noches honestos favores de su amada esposa. Llegado el día señalado, se fue la señora Corregidora, acompañada de dos amigas que gustaron de servir el oficio de camareras a casa de Octavio Esforcia. Aderezaron a la desposada con un vestido de color de perla con asientos de oro, enlazándole el hermoso y dorado cabello con unos hilos de transparentes perlas, quedando tan hermosa que puso en admiración a aquellas señoras. Y bajándola el Corregidor de la mano, entraron en las carrozas. Y acompañados de la nobleza de Zaragoza, llegaron al templo de la Virgen del Pilar, y celebrados los oficios divinos y recibidas las bendiciones, volvieron a casa de Octavio Esforcia. Tan tarde que, por no embarazar el gusto de la prevenida y opulenta comida, no se dio nada por desayuno, divirtiendo el breve rato una encamisada que tenían prevenida los criados y mozos de cocina. Vestidos ridículamente, con diversos instrumentos entraron en la sala, bailando, cosa que dio a todos sobradísimo gusto. Y llegada la hora, ocupando las blancas y olorosas mesas, comieron, al son de diversos instrumentos, costosos y regalados platos. Acabada la comida y tomada aguamanos de ámbar, vueltos a sus asientos y pasada una hora de sosiego, danzaron todos los caballeros, sacando a las hermosas damas. En esto y en otros gustosos juegos se pasó lo restante de la tarde. Margarita, que era sazonadísima, pidiendo licencia para salir allá fuera. Don Pedro Maza, picado de la agudeza de sus dichos, se levantó a tenerla, diciendo:

 

—En verdad, mi señora que con licencia del señor Carlos Milanés, que habemos de danzar los dos, porque me han alabado mucho su despejo y tengo deseo de verle.

 

—Hanle engañado a vuesa merced, mas con hacer lo que supiere cumpliré lo que debo.

Y mandando que le trajeran una harpilla pequeña, y don Pedro con una vihuela, danzaron los dos una pavana con airosas y diversas mudanzas. Quedó tan enamorado que propuso en su corazón pedirla por esposa.

 

Y recibidos los aplausos de todo el auditorio, avisando Antonio Milanés que esperaban las mesas, cenaron con mucho gusto y mayor admiración de tan suntuosos y magníficos banquetes. Dando sobremesa las debidas gracias, les pareció dar lugar a que los contentos desposados gozasen el deseado retiro, convidándoles Octavio Esforcia para el día siguiente.

 

En diversos pensamientos lo pasaron Margarita y don Pedro lo restante de la noche, que no le pesara a la hermosa dama de verse tan bien empleada. Y venido el día siguiente, por detenerse las demás en sus curiosos tocados, era el mediodía cuando llegaron a la gustosa junta; y así, le pareció a Antonio Milanés no dar nada de desayuno. Entretúvose el breve rato en darle algunos motes a la desposada, preguntando cómo la había pasado. A que Carlos tomó la mano en defender a su señora.

 

Pasada la comida, vueltos a sus asientos, se trató de en qué se entretendría aquella tarde. Diéronse varios pareceres, y Margarita, deseosa de darle a don Pedro alguna ocasión, dijo a todos:

 

—Lo mejor será, respeto del cansancio que tuvimos ayer con los muchos juegos y bailes, que se haga una academia en que estas damas den asunto a los caballeros, y sean obligados a responder en verso lo que cada uno supiere. Y el señor Octavio Esforcia, como dueño de todo, será el juez, sentenciando los premios merecidos.

Parecióles a todos bien, y el juez respondió:

 

—Pues no he de reservar a mi hija, que no la ha de valer la mesura de desposada. Dele asunto el señor Carlos.

Ella, entre risueña y vergonzosa, le dijo:

 

—Llegó mi esperanza al puerto.

Agradecido Carlos el jeroglífico, conociendo el gusto que le bañaba el pecho y elevada en él la vista, dijo así:

 

Engolfado navegaba

el mar incierto de amor,

y remando en mi dolor

el corazón zozobraba;

era la tormenta brava,

salió el Norte y descubierto,

me guió con tal acierto

que, siguiendo su hermosura,

viento en popa mi ventura,

llegó mi esperanza al puerto.

 

Celebraron todos la enamorada respuesta, y el juez mandó que se le diera premio. Diole la hermosa Teodora un corazón de diamantes y volviéndosele a prender, le dijo:

 

—Pues no tengo en quién emplearle, será ocioso el recibirle; pues reináis en el que tengo, eso me basta.

 

Cualquiera razón de los desposados renovara el gusto de los presentes. El juez mandó a la hermosa Margarita diera asunto a don Pedro Maza. Había en el auditorio algunas damas apasionadas, en particular, la hermosa Bernarda, con quien había estado tratado de casar y por causas indiferentes don Pedro había despreciado el casamiento; temerosa Margarita de que le sucediera lo mismo, mirándole con un gracioso desdén, le dijo:

 

Bandolero es el amor. El discreto amante, reconociendo su temor, la quiso asegurar en la décima siguiente:

 

¿Por qué llegáis a culpar

en Cupido los despojos,

cuando le dan vuestros ojos

las flechas para tirar?

Vos sóis quien sale a matar,

no culpéis al ciego dios;

y aquí para entre los dos,

bella y tirana homicida,

pues ya me quitáis la vida,

la bandolera sois vos.

 

No le pesó a Carlos de ver tan declarado a don Pedro, y la noche antecedente, hablando con su nuevo padre, le dio a entender no le pesaría de ver a su hermana tan bien empleada. Mandó el juez se le diera premio, y la hermosa dama le dio un curioso y esmaltado cabestrillo.

 

Y mirando Octavio Esforcia a la hermosa Anarda, le dijo le diera asunto don Luis Esforcia, su sobrino. Era Anarda de dieciséis años, de extremado despejo, singular hermosura y conocida nobleza. Amábala don Luis ternísimamente, aunque no lo explicaba por palabras expresas por ser de natural vergonzoso y encogido (propia condición de quien sabe poco). Sentíalo Anarda, y quiso darlo a entender. Mirándole con un sobrecejo de grave honestidad, le dijo:

 

—Amor pierde por callar.

Reconoció el enamorado mancebo su disgusto. Determinado a declararse, la quiso satisfacer en los siguientes versos:

 

Anarda, después que os vi

ardiendo en tan dulce fuego,

aunque perdido el sosiego,

es gloria la pena en mí

con el llanto en que me anego.

Y pues me mata el rigor

del ceguezuelo traidor,

y está mi vida en hablar,

si amor pierde por callar,

publíquese mi dolor.

 

Sonrióse don Luis, el rostro con tan encendidos colores que causó en todos mucha risa, dándole alguna vaya. El juez mandó se le diese premio, y la hermosa dama le dio una joya de cristal engarzada en oro. Llegó a recibirla diciendo:

 

—Por Dios que, pues estos caballeros se ríen de mí, que les he de dar motivo de mayor risa.

 

Y al tomar la joya, la asió la blanca mano, dándole en ella un beso recio y repentino. Creció en todos el gusto y celebrado el discreto despejo, empezaron unos y otros a glosar de repente muchos y sazonados disparates, pasándoles tanta parte de la noche que oyeron las campanas de maitines, alborotándose por la mala obra que recibían los alegres desposados, mandando a los criados encendieran hachas.

 

Antonio Milanés, que estaba en la puerta esperando sazonada coyuntura para dar gustoso fin a tan glorioso desempeño, entró en la sala diciendo:

 

—Paso, señores, que no por media hora más o menos dejará mi sobrino de gozar los favores de su esposa. Vuesas mercedes han tenido mucha risa, y los juzgo muy enjutos de saliva; y no será razón enviarlos tan secos de garganta.

 

Acabadas estas razones, entraron cuatro pajes con grandes y colmadas fuentes de costosos dulces. Y llegando dos a los caballeros y dos a las damas, dieron lugar a que tomara cada uno lo que le dio gusto. Pasado el almibarado regalo, se despidieron, renovando los alegres parabienes y dando lugar a que el amante venturoso gozara en pacífica quietud de su amada Teodora. 

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Navidades de Madrid y noches entretenidas Copyright © 2021 por Mariana de Carvajal y Saavedra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional, excepto cuando se especifiquen otros términos.

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