9 La dicha de Doristea

 

Editores (formato, definiciones y anotaciones):
Meredith Brown, Audrey Glas, Ian Holden, Kayla Julio y Amanda Vinges

n la real Sevilla, tan correspondida de las cuatro partes del mundo por sus ricos galeones y poderosos mercaderes, vivía un Veinticuatro llamado Alejandro. Era genovés, y de lo más noble de Génova. Casóse en Sevilla con una señora de las más principales y ricas de aquella ciudad. Tuvo una hija, llamada Doristea, de cuyo parto murió su madre.

 

     Crióse la hermosa niña hasta la edad de los dieciséis años tan adornada de los dones de Naturaleza, que su padre se miraba en ella como en espejo. Amábala tanto, que se puede decir que fue causa de su desgracia —cosa que sucede muchas veces, pues el mucho amor de los padres quita la suerte a los hijos, por no apartarlos de sí—. Pretendían muchos caballeros su casamiento, y cerró la puerta con decir que era niña, por parecerle que su calidad y riqueza podía aspirar a un título. Murió antes de ponerla en estado, y aunque tenía muchos deudos, quedó en poder de una tía, hermana de su madre. Era doña Estefanía de mucha edad. Tenía diez mil ducados, y quería tanto a la sobrina que pensaba dejarla por heredera, sin la mucha riqueza de su padre.

 

     Había en la misma ciudad un caballero, más noble que rico; tenía un hijo llamado Claudio, tan bizarro por las muchas partes que le dio el cielo, como distraído por su mala inclinación, pues sus muchas travesuras echaron a pique el corto patrimonio de su anciano padre, y por última resolución le quitaron la vida. Porque en Sevilla se hizo un grande robo y apareció Claudio culpado en él. Prendiéronle y juntándole otras muchas causas, le costó a su padre el librarlo más de seis mil ducados. Y con la mucha afrenta perdió la vida.

 

     Quedó el desbaratado mancebo libre y pobre, tan llevado de su mal natural que vivió, a fuer de valiente, con lo que sacaba de las casas de juego. Hallábase afligido, como no tenía qué jugar, y parecióle que la riqueza de Doristea podía suplir su necesidad. Y confiado en su nobleza, la envió a pedir.

 

     Respondió doña Estefanía con tan sobrada cólera como mereció el atrevimiento, diciendo que «cómo se atrevía un hombre de tan mala fama a pedirle a su sobrina, estando tan pobre que para un vil criado de su casa no era digno», añadiendo otros muchos desprecios. Quedó tan ofendido que propuso vengar su agravio. Y pareciéndole que el mejor camino sería galantear a la honesta doncella, lo puso por obra, sirviéndola con tan enamoradas demostraciones que ganó en su pecho el lugar que no merecía.

     Conoció su tía la nueva inquietud, y visto que era Claudio la causa, trató de casarla con un indiano poderoso. Y dándole a entender que dentro de dos días la desposaría, le mandó que se previniera con el aseo que pide el cuidado de las novias. Disimuló la enamorada doncella y venida la noche, le dio cuenta a su fingido amante un papel que le dio por una rejilla, pidiéndole que le respondiera luego. Fue a ver lo que contenía, y visto que dándole cuenta de todo le decía que se quería casar con él y no sería otro su esposo, le respondió estimando el favor con fingidas y amorosas palabras, añadiendo que, pues sabía que estaba pobre, sacara en joyas y dineros todo lo que pudiera. Volvió a darla el papel y la engañada doncella, otro día, mientras su tía salió a convidar una señora para madrina, tuvo lugar de sacar de un escritorio más de ocho mil ducados en lucidos doblones y ricas joyas. Acudió a la ventana y visto que esperaba, le llamó, diciéndole que amparase la capa. Y le echó una toalla de tafetán en que iba el robado tesoro, diciendo que a la noche, en acostándose todos, la esperase.

 

     Bien pudiera Claudio contentarse con lo que llevaba, mas era su condición tan pésima que quiso vengarse a toda costa, dejándola burlada. Y previniendo dos mulas, le pidió a un amigo de tan malas propiedades como las suyas le esperase en la puerta del Rosario, dándole a entender otro amigo se había ido a Carmona y le había encargado que le llevara una mujer que corría por su cuenta. Preciábase de cauteloso y por excusar el riesgo, le dijo este enredo.

 

     Cuando doña Estefanía volvió, le dio a la sobrina una cadena de muchas vueltas de perlas muy gruesas, y atada en ella una joya de diamantes, diciéndole:

—Esta cadena es de la que ha de ser madrina, y la vende; hésela comprado, para que conozcáis que os quiero pagar el ser obediente.

 

Tomóla, contenta de tener más que darle a su engañoso amante.

 

     Recogida la casa, salió a ponerse en las manos de su enemigo. Llevóla adonde le esperaba con las mulas y subiendo en la una la engañada doncella, puso en la otra una maleta con el tesoro. Caminó toda la noche, hasta llegar a unos embreñados montes que sabía muy bien por haber estado muchas veces escondido en ellos, huyendo del rigor de la justicia. Y caminando a lo más espeso, se apeó, y tomando en los brazos a la dama, la puso en tierra, diciéndola:

—Yo vengo cansado, y me importa más mi descanso que un mundo.

 

     Con esto, seguro de que ya la tenía en su poder, se recostó al pie de un descollado risco que por entre negras y azules pizarras despeñaba cándidos cristales, pagando con ellos a la tierra el común censo. Durmió como quien no tenía cuidado de estimar la robada prenda y después de haber descansado, sentándose, la miró con un sobrecejo indignado, diciéndola:

—¿De qué lloráis? En verdad que para mi condición era eso bueno.

 

—No os espantéis de que llore, pues he visto el desprecio con que me tratáis.

 

—Mejor que merecéis —dijo el tirano— os trato. Yo no os saqué de vuestra casa para casarme con vos, sino para vengarme de vuestra caduca tía, pues quien se atrevió a ponerse en mis manos no es buena para ser mi mujer.

 

—Pues, ¿cómo, ingrato Claudio, —respondió la turbada doncella— me tratáis así? ¿De esta suerte pagáis el haber afrentado a mis deudos?

 

Respondióla:

—Por eso os tengo yo en poco, porque otro día me afrentaréis a mí. Sólo me pesa de que no sacarais más que llevar, para regalar otra que lo merece mejor que vos. ¡Volveos con vuestra loca tía a robar lo que la queda para darle a otro!

 

Díjole la llorosa dama:

—¡Id con Dios, que no es tan poco lo que lleváis, pues vale más de ocho mil ducados! Y como yo no pierda de mi honor, todo lo demás me importa poco.

 

—Harto necio fuera yo —respondió el cruel mancebo— dejaros tan ufana. La mayor venganza ha de ser el burlarme de vos.

 

—¡Primero, villano —dijo Doristea—, que yo pierda mi pureza, perderé la vida a vuestras crueles manos!

 

Estaba un caballero encubierto más adelante, en parte que no podían verlo, y admirado del valor de la dama, y compadecido, salió de donde estaba diciendo:

—¿Cómo, atrevido mancebo, haces al cielo tan grande ofensa en querer deshonrar esta doncella? Bien pareces hombre vil, pues ofendes esta divina hermosura. ¡Mas no será mientras yo vivo, pues me tuvo el cielo aquí para defenderla!

 

Mientras le decía estas razones, se levantó sin responderle a tomar una pistola. Ganóle el noble defensor por la mano y disparándole otra que traía en la pretina, dio con él muerto en tierra, diciéndole:

—A un villano no hay para qué tratarle con respeto.

 

Arrojóse Doristea a sus pies, agradeciéndole la vida y honra que le debía, y el discreto caballero le dijo:

—No es tiempo de responderos, que importa apartarnos de este sitio. Y sin decir más, tomó la maleta y arrojándola sobre su mula, puso a su nueva compañera en la silla. Y puesto a las ancas, partió a toda prisa, apartándose del peligro más de cuatro leguas.

 

Llegó a una venta adonde le esperaba un esclavo, y llamándole sin apearse, le dijo:

—Vete al camino a esperar a tu compañero y en la posada espera. Ya sabes dónde voy.

 

Con esto, volvió a su camino el siervo, vido que traía a una mujer, no replicó. Llegados a la posada, pidió una sala, dando a entender era su hermana y que unos criados que le acompañaban se habían perdido y les había de esperar. Con esto, la hizo acostar y cerrando con llave, se fue a la puerta a gozar del fresco, porque ya picaba el calor. Mandó que le aderezaran de comer de lo mejor que hubiese.

 

Pidiéronle otros caminantes que, si quería jugar, se entretendrían un rato. En el discurso de la conversación, dio a entender que llevaba a la fingida hermana a entrarla en un convento en Úbeda. Llegados los criados, le pareció quedarse allí aquella noche, por desmentir espías. Hizo que le entraran a su compañera todo lo necesario y que cerraran y le trajeran la llave. Y que se aderezase otra sala para él y los criados. Con este descuido, quitó la sospecha.

 


Otro día, madrugó antes que fuera claro, dando a entender que por el calor salía tan temprano, deseoso de obligar a la que ya le tenía tan cuidadoso. Preguntó si había en el lugar coche o litera. Respondióle la huéspeda:

—Si vuesa merced fuera a la corte, tuviera una litera que está de retorno.

 

—Importa —dijo el sagaz caballero— que sea para la corte, que el dinero lo allana todo. Llamen al hombre, a ver si me concierto.

 

Envióle a llamar la cuidadosa mujer por lo que podía interesar, por ser su hermano el dueño. Venido, le apartó, y en secreto le dio a entender que su viaje era para la corte, y que, por haberle parecido hombre de bien, se fiaba de su prudencia: que llevaba una dama a quien estimaba, y por el peligro había dicho era su hermana, y que la llevaba a otra parte. Respondióle:

—No me espanto yo de nada. Cada día suceden muchas cosas, y ya estamos hechos a callar. No le dé pena a vuesa merced, pues encontró con persona que le servirá.

 

—Todo lo pagaré —dijo él, contento— Caballero, vaya luego al punto, que me importa la brevedad. Con esto, le dio unos doblones a buena cuenta y partieron con toda brevedad.

 

A la segunda jornada quiso saber quién era la prenda que llevaba, y previno al literero de que habían de comer en el campo, que guiara la litera a parte que fuera a propósito, apartándola del camino una legua. Como iba bien pagado, no rehusó el darle gusto, y llegados a la vista de un espeso encinar, pareciéndole a propósito, se apearon. Sentáronse en parte que no diera sol y mirando que la hermosa dama daba muestras de haber llorado alguna desgracia, la dijo:

—Quién duda, señora mía, que me tendréis por grosero, pues no he dado a entender con mi asistencia la estimación que me debéis. La causa ha sido el asegurar vuestro peligro. Ya estáis segura, y si mi amor os merece que me digáis vuestro nombre y quién sois, estimaré el favor, obligado a serviros en todo lo que me quisiéredes mandar, segura de que sólo trataré de servir a quien ya me tiene tan rendido que disculpo a vuestro robador, pues yo hubiera hecho lo mismo a ser tan dichoso como él, que mereció tanta dicha y no la supo estimar.

 

Calló con esto, y Doristea, visto que esperaba la respuesta, le dijo:

—No puedo negar la obligación en que me habéis puesto, a la cual estaré tan reconocida como debo. Mas quisiera saber a quién descubro el secreto de mi afligido corazón, ya que gustáis de saber quién soy.

 

Respondióle:

—No quede por eso, y tened por cierto que en todo trataré verdad. Yo, señora, soy hijo de un caballero llamado don Juan Manrique. Mi padre es señor de vasallos; está en la Corte, en pretensión de que su Majestad le dé un título. Tengo una hermana que, a no estar mirando vuestra belleza, me atreviera a decir que es de las más hermosas damas que hay en este tiempo. Posaba un caballero sevillano pared en medio de mi casa, que por entonces no le conocí. Sucedióme una noche ganar al juego una gran cantidad. Salí tarde de la casa de juego, y unos hombres me salieron al encuentro con intento de robarme o darme la muerte. Y fuera sin duda el matarme, si el caballero que os digo no acertara a venir a su casa. Púsose a mi lado, diciéndome: «¡Señor don Carlos, aquí tiene vueseñoría a quien le desea servir!» Venían en mi defensa dos criados, y nos dimos tan buena prisa que, de seis, quedaron los dos pidiendo confesión. Pidióme que nos retirásemos, por no ser conocidos, y le seguimos por conocerle. Que por el temor de los heridos llamó en la casa, pidiendo sacaran una luz. Y prometo que le cobré tanta voluntad luego que le vide, que no sé decir si nació de su bizarría o de mi obligación, pues le debo la vida. Con deciros que su nombre y apellido es don Luis de Guzmán encarezco su mucha calidad. Gozaba cinco mil ducados de renta de un hábito de Alcántara que tiene al pecho. Estaba siguiendo un pleito de un mayorazgo en que gozaba otros tres mil, sin lo que tenía. Diome cuenta de todo, significándome le debía una voluntad tan fina que se tenía por dichoso en que se hubiera ofrecido aquella ocasión para servirme. Correspondí con la misma demostración, ofreciéndole todo lo que me mandara en que yo le sirviera. Con esto, me despedí, aunque no recabé de su mucha cortesía dejarme que pasara solo, aunque mi casa estaba tan cerca. Habían dicho a mi padre mi disgusto y sabiendo la defensa que tuve en el noble forastero, trabamos tan estrecha amistad que un día se declaró conmigo, dándome a entender que estaba enamorado de doña Fulgencia, y que haberse determinado a pedirla nacía de saber que mi padre la quiere tan tiernamente que había despedido otro casamiento, por no casarla con quien la sacara de la Corte. Añadiendo a esto que, si yo le pagaba la voluntad que me tiene, lo conocería en la intercesión para recobrar el sí que deseaba, pues era cierto que mi padre haría lo que yo le pidiera. Sabida su voluntad, propuse a mi padre lo bien que a todos nos estaba el emparentar con un caballero de tantas prendas. Con esto, se efectuó el concierto. Ha estado cuatro meses en mi casa después de su casamiento, tan amante de su esposa que puedo decir que mi hermana ha sido la dichosa en gozar de tal marido. Ganó el pleito, y trató de venir a su patria. Pidióme que le acompañara, para gozar de las fiestas que sus deudos y amigos harían al recibimiento de mi hermana. Tenía deseo de ver a Sevilla; por cumplir con todo le vine acompañando, estando un mes gozando de muchos entretenimientos, tan hallado, que si no fuera por la soledad de mi padre no volviera tan presto a la corte. Con el alborozo de mi partida, se me olvidó un relicario que estimo en mucho por las grandes reliquias que tiene. Mandé a un criado volviera por él y pareciéndome aquel monte tan deleitoso, respeto del calor, quise detenerme un rato a gozar el fresco. Mientras este esclavo prevenía la comida en aquella venta, con intento de pagar en ella la fiesta, he tenido mucha suerte haber estado allí para libraros de la tiranía de vuestro enemigo. Si gustáis de iros conmigo, seréis tan servida de mí que conozcáis el grande amor que ya me debéis, aunque os parezca lisonja en tan breve tiempo significarme tan rendido.

 

Mientras don Carlos le dio cuenta de lo referido, le pareció a Doristea que decirle quién era sería rematar de una vez con su perdida honra, porque don Luis había sido uno de los que habían pretendido su casamiento en vida de su padre, y le respondió:

—Yo, señor don Carlos, soy hija de tan buenos padres que no debo nada a los que son nobles. Mi nombre es Clara de Quirós, mas por ahora será excusado, pues no tengo de tratar verdad, y en vos será forzoso. Pues volver a mi tierra no será posible (pues será cierto que mi airado padre me quitará la vida que vuestro valor me ha dado, hallándome en un campo adonde me veo por mi desdicha), me obliga a seguiros, fiada en que un caballero tan noble y que se arrestó a defenderme de mi enemigo me defenderá, pues tratar de otra cosa fuera ofenderme dos veces. Yo estimo el amor que me tenéis, y no me aparto de conocer la deuda. Por ahora os ruego que no tratéis de aumentar mi perdición, pues mi corazón está penetrado con el dolor de haber visto muerto a mis ojos un hombre a quien quise, tan loca que, fiada en su engañoso amor y segura de que su calidad era igual a la mía, para casarme con él me obligó a romper con las obligaciones que tengo. Y pues sóis testigo de que tuve en menos la muerte que perder mi honor, no dudéis de que me mataré antes que aventurar el perderme más de lo que estoy.

 

Acabó estas razones vertiendo tantas lágrimas, que el enternecido amante la consoló con decirla:

—Segura podéis estar, señora doña Clara, de que primero me sacaré los ojos de la cara que obligar los vuestros a que derramen esas perlas que ya guardo en el pecho en que reináis. Yo pienso obligaros, de suerte que mis finezas os merezcan el favor que espero recibir.

 

Con esto, llamó a los criados pidiendo la comida, regalando a su dueño con amantes demostraciones, pareciéndole partirse luego para abreviar su viaje. Y llegados a la Corte, antes de subir a ver a su padre, llamó en un cuarto bajo, pidiendo a la señora que hospedara a aquella dama. Y dándola en breves razones cuenta de lo sucedido, le encargó el cuidado.

 

Era doña Laura persona de quien se podía fiar, y profesaba con su padre y hermana estrecha amistad; y aceptó, segura de la buena paga del hospedaje.

 

Mientras don Carlos subió a su casa, mandó la cuidadosa viuda a los criados hicieran la cama y previnieran camisa para su forastera, consolándola para templarla el mucho sentimiento que mostraba, asegurándola lo mucho que merecía su noble defensor. Mandó el cuidadoso amante a un criado que llevara dinero suficiente y las trajera de cenar, encargándole buscara en los figones todo cuanto fuera bueno, y trajera dulces considerables. Cumplió con lo que le mandó y avisándole de que estaba prevenido, dando a entender a su padre que venía cansado, se despidió para volver a visitar a la que ya le tenía sin sosiego.

 

Cenó con ella, y después trató con doña Laura que la tuviera en su compañía, advirtiendo que su padre no entendiera nada; porque don Juan trataba (como era hombre mayor y estaba con los achaques de la vejez) de vivir con rectitud y que en su casa todo fuera virtud. Tenía un cuarto capaz de dos vecindades, y dando don Carlos dinero para todo, se adornó una sala más adentro de la de doña Laura, con todas las alhajas a uso de Corte, tan lucidas que mostró el nuevo amante su fina voluntad. En uno de los escritorios la puso todo lo que había sacado de su casa, diciendo no gastara nada, pues todo había de correr por su cuenta. Sacóla cuatro vestidos a toda gala, con todos los requisitos de obligación para su adorno. Con esto, empezó a desahogar el corazón, aunque siempre guardó la defensa de su honor, entreteniendo a su amante con fingirse triste, para no dar lugar a que se atreviera.

 

Sentía don Carlos el verla disgustada, con tanto extremo que no trataba de otra cosa que de regalarla. Un día, contenta de verle tan reportado, le quiso divertir, y preguntó si había a quién pedir un arpa. Respondióla:

—No bastaba para rendirme tu belleza y discreción, sin el tener otras habilidades para enriquecerme más.

Mandó que le trajeran el instrumento y después de haber tocado con mucha gala, cantó la siguiente letra:

 

De los males del amor

yo quisiera preguntar

cuál es mayor,

y responde mi dolor:

amar, morir y callar.

En quien tiene obligaciones

es amar una desdicha,

que desluciendo la dicha

aumenta más las pasiones.

¿Cómo se puede pagar

una deuda que es forzosa,

si la paga es peligrosa

y el dueño puede cobrar?

El mirar por el decoro

es confusión del sentido,

pues quiero dar al olvido

aquello mismo que adoro.

Tengan lástima de mí

los que supieren amar,

pues ya pago cuando lloro

la deuda que recibí.

Dime, amor, qué puedo hacer,

pues ya me dejo obligar

con el favor.

Y responde mi dolor:

amar, morir y callar.


No quiso don Carlos darse por entendido, aunque conoció el sentido de la letra, pareciéndole que, pues ya daba a entender que estaba enamorada, sería fácil rendirla. Y celebrando la destreza y suavidad del acento, la pidió que pasara adelante. Cantó otras dos. Con esto pasaba el enamorado caballero, sin atreverse a tratar de su pasión, porque Doristea se daba por ofendida diciéndole que la trataba como mujer a quien había hallado en un monte, pues quería tan presto el premio de los servicios. Respondióle un día:

—Yo, señora doña Clara, no quiero forzada la voluntad. Y pues habéis conocido que la mía es tan verdadera, no excusaré decir el sentimiento que tengo de veros tan cruel, pues han pasado seis meses que habéis estado en mi poder, sin daros enfado con mis pasiones. Si gustáis de matarme, no pagáis la fineza de mi amor.

 

Significó estas razones con tan triste semblante que la confusa dama, pareciéndola tenía razón de quejarse, pues la tenía tan obligada, le respondió:

—Señor don Carlos, no puedo negar lo mucho que os debo, mas no puedo conceder con lo que me pedís hasta perder la pena que tengo, porque vuestra persona merece ocupar todo el corazón. Y para no daros por entendido el lugar que merecéis en mi pecho, antes ha sido fineza la que tenéis por rigor. Esperad a que me desahogue de mis penas, pues ya con la merced que recibo tenéis tanto principio de conocer que no soy desagradecida, y fiad de mi voluntad, que pago la que me tenéis con muchas ventajas.

 

Con este cariño excusó por entonces su peligro, porque doña Laura no estaba en casa y el rendido amante quiso gozar de la ocasión, y quiso obligarla con darla gusto; y pidiéndola cantara un rato para divertir su amorosa pena, tomó la arpa a tiempo que entraba su amiga, y cantó la siguiente letra:

 

Perdió sus corales Julia

en el baile una mañana,

y buscándolos decía:

«No hay mujer más desgraciada».

—«No llores —dijo Cardenio—,

gracia de la misma gracia,

ni marchites con la pena

lo verde de mi esperanza.

«Si estás derramando perlas

que viene a coger el alba,

no sientas haber perdido

una cosa tan barata.

«Guárdame, Julia, los bienes

que me enriquecen el alma,

y daré por una perla

todo el oro del Arabia».

—«¿Adónde está?» —le pregunta—.

Y sacando una maraña

de sus cabellos, le dice:

—«Yo cumpliré mi palabra.

«Del oro de tu cabeza ayer,

cuando te peinabas,

me trajo amor a las manos

la dicha que deseaba».

Risueña de su donaire,

le dijo, más consolada:

—«Bien te merece mi fe

ese amor con que le pagas».

Fueron juntos a la feria

y comprándole una sarta

de corales, se volvieron

contentos a la cabaña.

Cantaban los dos sus dichas,

porque amor, cuando se alcanza,

es yedra que rinde al olmo,

ni se seca ni se cansa.


—Envidioso me tiene Cardenio —dijo don Carlos—

 

Respondióle:

—¿De qué es la envidia, si yo le pago a vuesa merced el amor que me tiene y le confieso la deuda?

 

—Mal hiciera vuesa merced —dijo doña Laura— en no pagarla, y me espanto de ver sus desdenes cuando son tantas las finezas del señor don Carlos.

 

Tenía doña Laura una hermana llamada Leonor, y otra señora, monja de las más principales del convento, se había endevotado con Doristea, como iba algunas veces a visitar a la hermana. Y pareciéndola que doña Laura se mostraba de parte de don Carlos, temerosa de la poca seguridad de su defensa, quiso no aumentar su yerro con hacerlo mayor, y le dijo otro día:

—¿Quiere vuesa merced que vamos a ver a las monjas, que tengo deseo de ver a doña Inés?

 

Respondió que sí, por darle gusto con las medras que tenía. Y llegadas a la red, después de haber saludado a la hermana, dijo su devota:

—Vámonos a otro locutorio, que te quiero enamorar sin que estas señoras te vean.

 

Tenía Doristea donaire en lo que decía y atribuyéndolo a risa, le respondieron:

—Bien será que la señora doña Inés goce a solas sus favores, para no darnos envidia.

 

Con esto, se entraron en otro aposento y Doristea la contó toda la verdad de su amarga historia, diciéndola su calidad y su nombre; y vertiendo muchas lágrimas, la dijo:

—Yo estoy en mucho riesgo. Doña Laura es mi enemiga, pues se ha declarado en favor de don Carlos. No te quiero negar que le estimo tanto como merece su persona y pide mi obligación, y que sentiré dejarle. Más considerando que un hombre señor de vasallos y que aspira a tener mañana un título no se ha de casar conmigo, pues sabe mi desdicha. Fiada en tu amor, te pido que dispongas con mucha brevedad que yo entre en este convento, pues tengo la riqueza que te refiero, y en protestando, avisaré a mi padre de que estoy viva y verán mis deudos, ya que hice un atrevimiento tan indigno, que lo supe enmendar.

 

No quiso doña Inés interrumpir su triste discurso, aunque sentía verla llorosa, pareciéndola que descansaba. Y visto que ya dio fin, la respondió:

—Amiga mía, no pagaras mi amor si te faltara la confianza que tienes de mí. Yo te prometo que será con tanta brevedad el servirte, que no tardaré dos días. Y si te riges por mi voto, en estando acá dentro dile a don Carlos tu calidad, que si te quiere con amor verdadero no dudo de que se case contigo. Y si fuere apetito, te hallarás honrada sin que triunfe de tí. Yo diré a la señora priora en secreto todo lo que me dices, para que no tengan a liviandad dejar la religión, si acaso sucede tan en favor tuyo como yo deseo.

 

Parecióle bien a Doristea la prudencia de su amiga, y respondió hiciera lo que le pareciera conveniente, encargándola la brevedad. Con esto, se despidieron, y la cuidadosa monja lo dispuso con tanta brevedad que dentro de dos días la envió a decir en un papel que ya podía venir. Aseguró a doña Laura con decir quería pasar a ver una señora vecina. Y tomando sus joyas y dineros en un lienzo, se puso el manto, pasó acompañada de una criada y luego que se vido sola, pidió a la señora a quien fue a ver la diera otra criada, diciéndola iba a una diligencia y no gustaba de que su vecina lo entendiera. Como se preciaba de cortés y cariñosa, todas la querían bien, y le respondió que si quería que fuera ella lo haría con mucho gusto. Respondióla que no, que antes la suplicaba que diera a entender que no la había visto, porque don Carlos no formara queja; porque iba determinada a darle un enfado, por vengar unos celos. Con esto se despidió, diciéndola que volvería presto.

 

Llegada al convento, se quedó en él diciendo a la criada:

—Vete a mi casa y dí a doña Laura que yo quedo en la Madalena, que no tenga cuidado de mí.

 

Volvió la mensajera a tiempo que su amante preguntaba dónde había ido, pareciéndole novedad por no haberlo hecho en todo el tiempo que había estado en su poder. Quedó tan loco del repentino susto que, sin hablar palabra, salió. Y llegado al torno, pidió que le llamaran a doña Inés. Salió a recibirle, dándole por el torno un papel, diciendo:

—Bien entiendo que vueseñoría vendrá disgustado. Ahora no hay orden de locutorio. Ese papel es de doña Clara. Léale, que yo sé que me disculpará cuando sepa lo que contiene.

 

Era don Carlos compuesto, y no quiso alborotar hasta ver lo que le decía. Volvió a su casa, diciendo a doña Laura lo que pasaba. Y abierto el papel, decía así:

«Aunque estaba determinada a no decir quién soy, doña Inés me obliga a decirlo para disculpar el parecer desagradecida, aunque en mí no faltará el reconocimiento a las muchas obligaciones que tengo a vueseñoría. Las mías son tantas, que no puedo faltar a lo que debo. Mi patria es Sevilla; mi nombre, Doristea. Soy hija del Veinticuatro Alejandro, y de doña Escolástica Pardo de Santoyo. Y pues don Luis de Guzmán es su cuñado, a su informe me remito lo que excuso en este, por no ser larga…»

 

—Según esto —dijo doña Laura— ha tratado engaño.

 

—No la culpo —respondió don Carlos—, hallándola en un monte de donde la traje, pues me da a entender su calidad en lo que contiene este papel. Y si es tanta como presumo, no hay duda de que me casaré, porque estoy enamorado y satisfecho de que no la ofendió Claudio, pues quiso perder la vida conociendo de su intento la burla que ya pagó con la muerte. Con esto, subió a su cuarto, y llamando al esclavo, le mandó fuera a buscar postas, diciéndole:

—Mientras escribo una carta, vuelve con brevedad, que has de ir a Sevilla y no has de tardar ocho días en venir. Camina sin parar, que un vestido tienes si me traes la nueva que deseo.

 

Era leal, y dando prisa a su viaje, cumplió con lo que debía. Llegado a Sevilla, dio la carta, diciendo no se había de detener más de esperar la respuesta. Mandó doña Fulgencia le regalaran y cuidadosos de lo que la carta contenía, la leyó don Luis, espantado de saber el cuidado de don Carlos, porque no le dio cuenta de nada de lo que pasaba. Determinóse a responder, diciendo en la suya:

«Admirado me tiene saber que vueseñoría tenga noticia de la dama por quien me pregunta, por haber mucho tiempo que falta de Sevilla. Y aunque sentiré hablar mal de las mujeres, y más cuando son de tantas prendas, no excuso el ser puntual, satisfaciendo a su pregunta…»

 

Y refiriéndole todo el suceso de Claudio, pasó adelante, diciendo:

«…Al día siguiente de su fuga, se despacharon requisitorias por todos los caminos, y le hallaron muerto en un monte. De la dama no se sabe. Corrió la voz de que algunos salteadores le mataron por quitársela y robarle mucha cantidad que sacó de su casa en joyas y dineros. En lo que toca a su dote, pasa de veinte mil ducados, sin la herencia de la hermana de su madre en cuya casa estaba, que pasan de diez mil. Alejandro era de lo más calificado de Génova, lo menos fue Veinticuatro. Su madre o deudos son de lo más ilustre que hay en esta ciudad. Y si valgo por testigo abonado, basta decir que, rendido a su hermosura, se la pedí a su padre, y siendo quien soy me la negó, pareciéndole que el no ser titulado era demérito para merecer su casamiento.»

 

Quedó don Carlos tan loco con la carta que, entrando a la sala de su padre, le dijo:

—¡Padre y señor mío, si vueseñoría estima mi vida, lea esta carta!

 

Tuvo don Juan a novedad el hablarle así, porque don Carlos era prudente y sujeto a su gusto, y tomando la carta, la leyó. Acabada, le dijo:

—Según lo que son Luis escribe, me da a entender le habéis enviado a decir que os diga quién es la contenida.

 

Respondióle:

—Así es verdad.

 

—Pues, ¿qué Doristea es esta? —dijo el prudente padre—. Decidme verdad y no dudéis de lo que os quiero. La calidad es grande, la riqueza mucha: este Claudio… quiero saber lo que contiene.

 

Diole cuenta de todo lo referido, diciéndole:

—Seis meses la he tenido tan servida de mis finezas que, a no ser testigo yo de su valor (pues fuera cierto que su enemigo la matara a no tenerme el Cielo allí para defenderla, y que el traidor pagara su atrevimiento), la pudiera culpar de cruel. Pues, huyendo de mí, se entró diez días ha en la Madalena. Envióme un papel y no ha sido posible dejarse ver, ni responderme a los que la tengo escritos solicitando el verla.

 

Respondióle su padre:

—Espantado me tiene lo que me decís. Posible es creerlo, por la satisfacción que tengo de que sois prudente. Una mujer, tan enamorada de un hombre que la obligó a romper con tantas obligaciones, tuvo en menos la muerte que perder su honor. Cuando la calidad y cantidad no fuera tanta, me basta para datos gusto saber su valor. Vamos a verla, que ya la quiero tanto que no tendré gusto hasta tenerla en mi casa.

Quiso don Carlos besarle a su padre los pies y deteniéndole, le dijo:

 

—¡Gran cosa es estar enamorado para ser loco!… Reportáos, y mandad que pongan el coche. Vaya un criado a decir que vamos, para que tengan grada.

 

Hízose todo y llegados al convento, fueron recibidos de la priora con demostraciones de amor. Pidió don Juan que saliera su prenda, y respondió la priora:

—No será poca la fineza de mi amor en obedecer a vueseñoría, que la prenda es tan amable que todas sentiremos que nos la lleve, pues infiero de esta venida que será cierto.

 

Respondióle:

—En esto no hay duda. Llévemela vuesa merced a la portería, que la quiero ver de cerca.

 

Obedecióle y traída la novicia, con el contento aumentó tanto su hermosura que su contento esposo la dijo:

—Cierto que, a no ser tan interesado en el pesar que me cuesta este hábito, le diera el parabién a vuesa merced de la toca de lino, pues la hace tan hermosa que no echo de menos las galas.

 

Respondióle:

—Siempre le parece bien a quien me mira con tan buenos ojos.

 

Respondióla don Juan:

—Hija mía, sin duda que los míos son muy buenos, pues me habéis parecido tan bien que, a no estar tan viejo, le había de quitar a Carlos la desposada.

 

Celebraron las monjas el anciano donaire, y la contenta dama le dijo:

—Pues vueseñoría me da nombre de hija, permita la licencia que deseo para besarle la mano a mi padre.

 

Diole las dos, diciendo:

—Tomadlas ambas, pues ya no puedo negar nada que me pidáis.

 

Y asiéndole la una la nueva hija, quitándose un sortijón de diamantes que llevaba en el dedo pequeño, se le puso, diciendo:

—Pues tengo de ser el padrino de esta boda, razón será dar la sortija.

 

Estaba el desposado tan suspenso con el gusto interior, que doña Inés le dijo:

—Señor don Carlos, ¿no dice vueseñoría nada? ¡Lléguese más cerca, que la señora priora dará licencia!

 

Llegóse, diciéndola:

—No se espante vuesa merced de verme tan suspenso, porque me parece que es sueño lo que miro. Y viva segura de mi voluntad, pues la debo mi ventura, según mi señora Doristea me refiere en su papel.

 

Respondióle:

—Yo estimo el haber acertado a servirle.

 

Díjole Doristea que le enviara para adorno de la celda las alhajas que estaban en su cuarto. Prometióla enviarlas, y así lo cumplió. No quiso don Juan sacarla hasta el día del desposorio, para dar lugar a la prevención que pedía tal casamiento. Visitábala todos los días, enviando tantos regalos que toda la comunidad participó de la abundancia. De galas no hay que decir; sólo diré que una literilla que le envió para que saliera se tasó en mil escudos.

 

Llegado el día de su desposorio, la acompañaron para traerla a su casa veinticuatro coches de caballeros y títulos, y doce sillas de señoras tituladas, con tanta admiración de su mucha hermosura que aumentaban el contento de su esposo con los repetidos parabienes.

 

A dos meses de casada, salió don Juan con su pretensión, su Majestad un título de duque, nombrando uno de sus muchos lugares que tenía. Parecióle vivir en Sevilla, por no carecer de su amada hija y dar lustre a los nobles deudos de su nuera con verla tan mejorada. Avisó por cartas para que le tuvieran casa prevenida, diciendo a doña Fulgencia visitara a doña Estefanía y la diera el parabién de la nueva. Cumplió lo que su padre la mandaba, y la contenta tía convocó sus parientes y amigos.

 

Como nunca la nueva fue pública le avisaron a un tío de Claudio que estaba en Córdoba, pobre y cargado de hijos. Vino a Sevilla y sentó querella, pidiendo la muerte de su sobrino. Trató don Luis de concierto, y por dos mil ducados que le dieron, se apartó, y otorgando el perdón, se ajustó todo con la condenación y gastos de justicia acostumbrados.

 

Cuatro años vivió don Juan después del nuevo título, tan amante de su nuera que sólo por esto la podemos llamar dichosa, pues se ve pocas veces amistoso cariño en tan mal parentesco. Murió después de este tiempo, dejando a su hijo por heredero de los estados y nuevo título, colmando la dicha de su esposa con la heredada grandeza.


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