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NOVELA PRIMERA

La Venus de Ferrara

Editores (formato, definiciones y anotaciones):
Luke Ferris, Hannah Lough, Erica Reiss, Jaida Sanchez y Anita Woofenden

Astolfo, duque de Ferrara, recién heredado en la grandeza de sus estados, empezó a reinar con tan próspera felicidad que fue generalmente amado de todos sus vasallos, porque era valeroso, de lindo cuerpo, hermoso de cara, claro de entendimiento y afable de condición. Preciábase de generoso con francas mercedes, propiedades dignas de un príncipe soberano. Tenía un deudo muy cercano a quien su padre, por ser esforzado en las armas, le había ocupado en las guerras que se ofrecían. Envióle a llamar y dándole cargo de general de mar y tierra, le envió a que resistiera al Rey de Dalmacia, que pretendió usurparle parte de sus tierras.

Era Teobaldo viudo; tenía una hija, tan hermosa criatura que, celoso de su honra, considerando que ausente de su casa corría peligro su honor, se determinó a dejarla en un castillo en una aldea ocho leguas de la Corte, por ser uno de los muchos lugares del señorío que gozaba en premio de sus servicios. Dejóle veinte hombres de guarda, y un criado leal de quien tenía segura confianza, para que él y su mujer cuidaran de su regalo, mandando a los demás criados obedecieran al decano en todo lo que les mandara.

No sintió Floripa su prisión (que este nombre le podemos dar), porque de su natural era honesta y recatada y vivía libre de pasiones amorosas, aunque estaba deseosa de ver a su primo, por la mucha fama que le daban.

Celebraba el Duque viejo el nacimiento de Astolfo todos los días que llegaba el cumplimiento de sus años con fiestas públicas y suntuosas, dando puerta franca en su real palacio para que entraran a ver sus grandezas todos los que quisieran verlas. No quiso Astolfo perder la costumbre de su padre. Pasado el tiempo de los lutos, mandó a un grande de su Corte, llamado don Gonzalo, que gozaba de su privanza por su mucha prudencia y lealtad, que se previnieran las acostumbradas fiestas.

Como Leucano venía los más días a la Corte para llevar provisión a la fortaleza y regalos para Floripa, supo la determinación del Duque y vuelto al castillo, dijo a su señora lo que pasaba, diciéndola:

—Bien podía vuestra Alteza ir en hábito de labradora a ver las fiestas, pues no la conocería nadie.

Parecióle bien, y le mandó que le trajera galas a propósito para las dos. Un día antes de la víspera, partieron, por llegar a tiempo de ver los prevenidos y voladores fuegos. Llevólas a casa de un amigo que vivía cerca de Palacio.

Otro día, quiso Floripa entrar a ver sus grandezas, para ver al primo deseado, y como había orden de no impedir la entrada, tuvieron lugar de llegar a una sala por donde había de pasar. Contento el Duque de ver tanta gente que le esperaba, tendiendo la vista a todas partes puso los ojos en las dos labradoras y mirando que traían velos en los rostros y lucidas galas, presumió serían algunas damas principales que venían disfrazadas. Movido de la curiosidad, le mandó a un paje de quien se fiaba que las entrara a ver todo y las detuviera hasta que volviera del paseo.

Quedó Floripa tan rendida de ver su bizarría que no le pesó de que el paje las pidiera que entraran a ver, si venían a eso. Siguiéronle y después de haberlo visto todo, las entró al cuarto donde dormía y dejándolas en una recámara, les dio a entender la orden que tenía, diciéndoles que su Alteza tenía gusto de verlas y saber quién eran. Respondióle el decano que la una era su mujer y la otra su hija. Díjole el paje:

—Aquí habéis de esperar a que vuelva, y no dudéis de que os hará alguna merced, pues me ha mandado que os detuviera.

Con esto, se fue, dejándolos encerrados. Cuando volvió, le dio cuenta de que los tenía en su cuarto. Entróse en él, y mandóle las trajera a su presencia; y venidas, mirando a Leucano con apacible semblante, le preguntó quién era y dónde vivía. Respondió que vivía en una aldea que se llamaba la Montena, ocho leguas de la Corte. Y preguntándole quién eran las labradoras, le respondió lo mismo que había dicho al criado. Mandóles que desprendieran los velos y obedeciéndole, se quedó elevado mirando la rara belleza de Floripa; y vuelto de la suspensión, le dijo a Leucano:

—Honrado labrador, por quien soy que os tengo envidia, y os juro, a ser casado, que diera cuanto tengo por tener otra hija como esta.

—En verdad —dijo Floripa— que, aunque yo quiero mucho a mi padre, que me holgara de que su merced lo fuera, porque es tan garrido, bendígale el Cielo, que da contento mirarlo.

Gustoso del simple donaire, quitándose de la pretina una gruesa vuelta de cadena, se la dio, diciéndole:

—Tomad, que os quiero pagar el favor.

Tomóla y mirándola a lo bobo, le dijo:

—Pues en verdad que no me le paga muy bien, porque el alcalde de mi lugar dice que con las cadenas atan a los esclavos.

—Según esto —dijo Astolfo—, mal hice en dárosla, pues soy yo el esclavo de unos ojos que ya me tienen cautivo.

Mesuróse Floripa, bajando el hermoso rostro de honestas colores, y risueño de verla tan vergonzosa, le dijo:

—No me decís nada.

Respondióle:

—¿Qué quiere que le diga, si no le entiendo? Si quiere que le responda, hable claro.

—Sí haré —dijo Astolfo—. Dejad que pasen las fiestas y pues las de hoy son tan grandes, quiero que seáis mi convidada. Mandaré que os pongan en parte donde las veáis a gusto. Decídme vuestro nombre.

Respondióle:

—Me llamo Penosa.

—Riguroso nombre tenéis —dijo el Duque—. Ya no me espanto de que sepáis dar penas.

Y llamando al paje, le mandó cuidara de su regalo, advirtiendo a Leucano que no se fuera sin verle.

Pasadas las danzas y representaciones, volvióla contenta a su posada. Mandóle a Leucano que apercibiera su viaje, diciéndole:

—No me atrevo a ver a mi primo, que, si le parecí tan bien como ha dado a entender y se atreve a declararse, será fuerza decirle quién soy y quiero satisfacerme de su amor. Para declararme, pues, merezco su casamiento, si el Cielo quiere hacerme dichosa.

Con esta determinación, se volvió al castillo, y para probar si sentía no haberle visto, no quiso que Leucano volviera a la Corte, porque no le vieran si acaso hubiera mandado que le buscaran.

Una noche le dijo:

—Mañana podéis ir a ver a mi primo, si os parece que su amor es tan grande como yo deseo. Decidle quién soy sin que entienda que yo lo sé. Y pues fío de vuestra prudencia, no tengo más que decir.

Prometió servirla con lealtad.

Otro día se partió, y llegado a la Corte, fue a palacio; pidió le llamaran al paje; salió a ver quién le buscaba, y le dijo:

—Mal habéis hecho en no haber venido, que su Alteza está disgustado, como os fuistéis sin verle.

Respondióle:

—Ya vengo a dar mi disculpa. Mire vuesa merced si le puedo ver.

Entró a decirlo, y mandó que le trajera a su presencia. Y quedando solos, le dijo:

—Enojado me tenéis en no haber venido a verme.

Respondióle:

—Señor, con el cansancio del camino le dio a mi Penosa una calentura, y me fue forzoso el irme. Ya está buena, gracias a Dios.

Díjole el Duque:

—Leucano, yo estoy loco de amor, y habéis de dar lugar a que goce su hermosura. Fiaos de mí, que yo pagaré la fineza, si aventuráis vuestro honor para darme vida.

Hincóse de rodillas, diciéndole:

—Aquí tiene vuestra Alteza mi vida: mande cortar mi cabeza, pues no será posible servirle en lo que me manda. Y si me promete callar este secreto, diré la verdad, para mostrarle que soy leal.

Prometió no romperlo, y Leucano le dijo cómo Floripa era hija de Teobaldo y prima suya, y que su padre la había dejado en el castillo de la Montena porque no fuera vista de nadie, y que deseaba verle y por eso había venido a las fiestas. Quedó el Duque contento, considerando que su hermosa prima le quería, pues había venido a verle; y estimando su lealtad, le dijo:

—Yo he de ir con vos al castillo, sin que mi prima entienda vuestro atrevimiento, que gustaré de verla con galas de dama. Y fía de que no pasaré los límites del respeto que se debe a su decoro.

Respondióle:

—Si vuestra Alteza me cumple esa palabra, yo le serviré.

—No dudéis de mi valor —le dijo Astolfo—, que os juro, si me parece tan bien, con la gravedad que pide su grandeza que ha de ser duquesa de Ferrara, pues con las galas de labradora me tiene tan rendido que ya no vivo sin verla.

Quedaron concertados de que otro día le esperase cerca del castillo, para entrarle en él sin que los criados de guarda le vieran, y dándole un bolsón con dos mil escudos, se despidieron.

Volvió el leal criado con la buena nueva, dándole a su señora cuenta de todo lo que había pasado. Quedó suspensa y como la vido triste, la preguntó de qué se había disgustado, pues se había cumplido su deseo.

—No tanto como yo quisiera —dijo Floripa—, pues mi desgracia puede ser tanta que le parezca mal, y me pesa de que venga a verme.

—Calle vuesa merced —dijo Rosenda— y no diga eso, pues su mucha hermosura le asegura de este temor.

Respondióle diciéndole:

—Pues ya no tiene remedio, sacadme galas y aderezad la casa.

Hizo lo que le mandó y vistiéndose una saya entera de terciopelo morado, con tres guarniciones de asientos de oro y todo el campo bordado de unos lazos de aljófar grueso, a modo de flor de lis; adornó el hermoso y rubio pelo con otros hilos de gruesas perlas. Era diestra en la música y aguda de entendimiento. Preciábase de escribir algunos versos, para divertir la pena de la soledad que pasaba. Quiso hacer alarde de sus muchas gracias, para conseguir su dichoso fin.

Llegada la tarde, salió Leucano a esperarle y llegado a donde estaba la cuidadosa espía, mandó a los criados que le esperasen en la espesura de un monte que estaba a la vista del castillo. Y llegada la noche, le entró en él por una excusada puerta que daba a unas inhabitables peñas; dejóle en su aposento, diciéndole que iba a recoger las guardas y cerrar las puertas. Con esto, fue a dar cuenta de que ya estaba allí. Díjole Floripa que le trajera a la sala primera, que, en estando allí, entraría a preguntarle algo que le sirviera de seña. Hízolo con brevedad y traído a la antesala, entró, diciéndole a su mujer:

—¿No es ya hora de que mi señora cene?

—Todavía es temprano —dijo Floripa—. Dejadme divertir las penas que me causa esta prisión en que mi padre me tiene.

Y pidiéndole a Rosenda le trajera el arpa y templándola con diestra ligereza, tocó por media hora muchas y galantes diferencias. Y después de haberle entretenido con la suave armonía, dio al aire el acento de su dulce voz, cantando las siguientes endechas, significando en ellas parte de su amorosa pena para dársela a entender:

Llorando en mi prisión,

de lo que vivo, muero,

pues pierdo lo que adoro

y gozo lo que pierdo.

Imposibles parecen,

y atenta considero

que en mí serán posibles

para darme tormento.

Retrato en la idea

al que reina en mi pecho,

siempre le estoy mirando,

aunque jamás le veo.

¡Ay dueño de mi alma!,

recabe mi respeto

de mí, que ya se rompa

la cárcel del silencio.

Publíquense mis ansias,

sepan todos que quiero,

que, pues nací mujer,

no será grave exceso.

Pues tengo tanta causa,

bien disculpada quedo,

si en no adorarte errara,

cuando en amarte acierto.

Mas, ¡ay de mí!, que ausente

me tiene lo que siento,

imposible a la dicha,

y posible al deseo.

Pues te vieron mis ojos,

y entre las llamas peno,

anégueme su llanto,

sin apagar el fuego.

Cantó la referida letra con tan tristes acentos que casi estuvo el Duque por entrar en la sala, conociendo que se había cantado por él. Y por no faltar a su palabra, le dijo a Leucano:

—Llevadme presto, antes que acabe de perder el juicio, pues estoy tan loco de ver a mi prima como enamorado, y agradecedme que os cumplo lo que os prometí.

Estimóle el favor y saliendo del castillo, le acompañó hasta dejarle con los criados. Y volviendo a ver a su señora, le dijo:

—¡Deme vuesa merced albricias, que yo espero muy presto verla duquesa: su Alteza va loco!

—Yo os prometo —respondió Floripa— de dároslas tan grandes que no quedéis quejoso.

Respondióle:

—Mañana tengo de ir a la Corte, que me mandó que fuera a verle.

—¡Envidia os tengo! —dijo la enamorada dama—. Id con Dios, pues me sirve de alivio el pensar que gusta de veros.

Cuando el Duque volvió a su palacio, le halló alborotado, y preguntando qué había sucedido, le respondió don Gonzalo que había venido aquella tarde un correo y traía tan mala nueva que no se atrevía a decirla, por no darle pena mayor.

—Serálo —dijo Astolfo— si dilatáis lo que deseo saber.

Respondióle:

—Señor, Teobaldo dio la batalla a tanta costa que murió en ella.

Sintiólo el Duque, diciéndole:

—Tenéis razón de haber temido el darme tal disgusto.

Y dándole cuenta de su amor, le mandó que partieran a toda prisa a traer el cuerpo, diciéndole que estaba determinado a darle la mano a su prima. Partieron a obedecerle y venidos los que fueron por él, le mandó depositar hasta haber celebrado su casamiento, diciendo que habían de ser las honras tan grandes como el sentimiento.

Aunque Leucano vino a verle, no quiso darle la nueva, por excusar la pena de su amada prima. Y acompañado de sus grandes, fue al castillo para templar con su presencia el sentimiento. Mandó se adelantara un criado a decir su venida y saliendo Floripa a recibirle, le preguntó la causa de hacerle tanto favor. Satisfizo su pregunta con decirle que venía a darle el parabién, pues ya su Alteza era duquesa de Ferrara. Que se sirviera de ir a gozar su palacio, aunque había de ser en secreto y no se harían fiestas a su recibimiento, por haber muerto su padre. Respondió mostrando el debido pesar, aunque el contento de verse tan dichosa no lo pudo disimular tanto que no conocieran todos su alegría.

Deliberóse el desposorio con moderada pompa y pasados quince días, mandó el Duque que vistieran todos lutos para celebrar las honras, en que dio a entender con la demostración del sentimiento el grande amor que tenía a su esposa.

A tres meses de casada se reconoció preñada, colmando la Fortuna su dicha con el mucho gusto de su amado esposo. Estaba Rosenda preñada en seis meses, y se determinó que fuera ama de lo que la Duquesa pariese, dándole a Leucano oficio de mayordomo mayor y otros aumentos, digna paga de su lealtad y de las merecidas albricias.

 

*****

 

Llegado el tiempo, parió Rosenda una niña, que fue llamada Eufrasia; y la Duquesa parió otra, a quien llamaron Venus. Criáronse hasta la edad de seis años, y Floripa pidió a su esposo por merced que Venus no fuera vista de nadie, poniéndole por delante que, si ella no hubiera venido a las fiestas, no se hubiera enamorado. Parecióle bien el recato de su esposa, y respondió hicieran su voluntad.

Con esta licencia, puso a las dos niñas dentro de su palacio en un cuarto a satisfacción, sin permitir que las asistiera más que Rosenda, para cuidar de su regalo, dos doncellas y una dueña. Todas las noches iban sus padres a verlas, porque no viviera melancólica, y su madre la entretenía con enseñarle a tocar el sonoroso instrumento.

Dieciocho años vivió Astolfo casado con su amada prima y llegada la hora fatal, pagó el común feudo, con tan general sentimiento de todos, que a Floripa le servía de consuelo el ver su lealtad. Propusiéronle sus grandes que diera estado a Venus, pues había tantos pretendientes. Respondió que el Duque no se había determinado a casarla, porque mostraba sentimiento en tratándole de casamiento, y que le parecía sería a propósito que vinieran a su Corte los pretendientes a servirla, para obligarle la voluntad; advirtiéndoles que había de ser el escogido aquel a quien ella se inclinara, y habían de venir juramentados de no alterar con armas sus tierras.

Parecióle a don Gonzalo que el haberla tenido en tanta clausura sería la causa de vivir tan libre de amor, y se determinó darle gusto a la Duquesa. Avisaron a los embajadores, que al presente estaban en Ferrara, para que dieran aviso a sus dueños. Divulgada la nueva, les pareció a todos bien, por entender cada uno tenía méritos para ser el dichoso. Vinieron a su Corte el Príncipe de Paterno y el de Ásculi, el Duque de Florencia y el Príncipe de Condè.

Y llegando a noticia de Alfredo, duque de Módena, las fiestas de Ferrara, le pareció que Venus era muy hermosa, pues tantos príncipes se determinaban a servirla para obligarla. Y no se engañó en la presunción, porque era tan rara su belleza que hacía muchas ventajas a la de Floripa, su madre; y aunque era altivo y poco inclinado al casamiento, se determinó a ir encubierto y llamando a Laureano, privado suyo, le dio cuenta de su determinación, diciéndole había de ir con él fingiendo ser él el Duque, y había de dar a entender que Alfredo era Laureano y deudo suyo, para tener con esto lugar de estimación entre los demás. Partieron, acompañados de los criados de mayor confianza, advirtiéndoles Alfredo habían de dar a entender que Laureano era él.

Llegados a la Corte, hicieron notoria su venida. Tenía don Gonzalo cargo de aposentarlos y acompañado de los grandes, fue a besar la mano. Fingió Laureano tan bien el papel de representar al Duque que no fue poco que los otros criados disimularan la risa. Diole a entender don Gonzalo que dentro de ocho días había de salir Venus en público a ser vista de todos, y aquel día había fiestas reales, que si gustaba de entrar en ellas se diera por avisado, porque habían de entrar los príncipes en la plaza. Respondióle que sí, pues no había de faltar a lo que hicieran los demás, y mirando a uno de los criados, le dijo:

—Llama a Laureano, que quiero que estos señores le conozcan por deudo mío y mi privado.

Salió Alfredo a darse a conocer y todos le hicieron acatamiento, como dio a entender era su deudo.

Vueltos a palacio los grandes, les preguntó Floripa qué persona tenía el Duque. Respondieron que, a no traer consigo un privado y deudo suyo, no era el Duque de malas partes; mas no tenía que ver con Laureano, porque le aventajaba con la bizarría; y que no les pesaba de que se hubieran trocado las suertes, si acaso fuera la elección en el Duque, porque el estado de Módena era de los más poderosos que había en aquellos tiempos. Respondióles Floripa:

—Como Venus viva contenta, la mayor riqueza es el gusto.

Y mandando retirar a los grandes, quedando sola con don Gonzalo, le dijo que Eufrasia era de las más lindas damas que había en su Corte, y que tenía determinado de dar a entender que era Venus, para hacer experiencia de la voluntad de los pretendientes, pues sería fácil conocer cuál era el enamorado en el sarao que se hiciera en palacio; pues, con la licencia de galantear a las demás, vería cuál se inclinaba a la hermosura de Venus, y que ella también miraría con más desenfado, sin el temor de la gravedad; y que sólo de su prudencia fiaba aquel secreto.

Estimó don Gonzalo el favor, y llegado el día de las fiestas, pidieron los príncipes licencia para entrar en palacio, a ver pasar a Venus desde su cuarto a la sala donde estaban los balcones. Fueles concedida, y Eufrasia, vistiendo ricas galas, salió al lado de su fingida madre acompañada de los grandes y muchas damas, llevando a Venus tan cerca de sí que dio a entender gozaba de su privanza.

No le pareció a Alfredo era tanta su belleza como su fama, creyendo era Venus, y puestos los ojos en la verdadera Venus, preguntó a don Gonzalo quién era aquella dama. Respondióle que era hija del Mayordomo Mayor de su Alteza, y tan estimada que la quería tanto como a su Alteza. Díjole Alfredo:

—No se puede negar que la Princesa es muy linda, mas en esta dama echó naturaleza todo el resto. Dígame, vueseñoría, ¿cómo se llama?

Respondióle que su nombre era Eufrasia. Con esto, bajaron a tomar caballos, dando principio a las fiestas cuatro carros triunfales que, dando vuelta a toda la plaza, alegraron la gente con la suavidad de acordes instrumentos, cantando a coros diversas letras; y vueltos a salir, sonaron los clarines y trompetas y se dispararon muchos tiros al recibimiento de los príncipes, que entraron haciendo alarde de su mucha bizarría en las ricas y costosas galas, y en pajes y lacayos. Hicieron todos reverencia al balcón de Floripa y dando vuelta a todo el contorno para ser vistos de la mucha gente, volvieron a salir.

Se mandó entrara por primer pretendiente el Príncipe de Paternoy vestido de brocado carmesí, penacho de plumas blancas, el caballo blanco, cola y crin encintadas de rosas encarnadas, treinta lacayos de librea de tela encarnada, con sombreros blancos y bandas azules guarnecidas de puntas de oro. Alargó una lanza, en que traía una tarjeta con un mote. Tomóla don Gonzalo y leído, decía así:

Si la Venus de Ferrara

ha de premiar con amar,

tarde llegará el premiar.

—Enamorado está el Príncipe —dijo don Gonzalo—, pues siente la tardanza.

—Antes me parece a mí —respondió Floripa— que teme la dilación por la codicia del estado, pues a estar enamorado hubiera reparado en la hermosura de Venus, como reparó Laureano, como me habéis contado.

En esto, sonaron los clarines y entró en la plaza el de Ásculi; venía de brocado blanco, penacho de plumas moradas y la librea de lo mismo, con pasamanos de plata y dando la tarjeta, decía el mote así:

A Venus precia mi amor,

y aunque vaya despreciado,

con amarla voy premiado.

—¿Qué siente vuestra Alteza de este mote? —dijo don Gonzalo. —Que no tendremos que consolar —respondió Floripa—, pues él se consuela, si Venus le despreciare, y se contenta en amarla.

Sonaron tercera vez los clarines, y entró el Duque de Florencia, vestido de pardo con bordaduras de plata y letras del nombre de Venus, la librea de lo mismo, y plumas pardas y leonadas; y dada la tarjeta, decía el mote:

Si de la estrella de Venus

muestra rigor su influencia,

muerto será el de Florencia.

Era el Duque basto de facciones y grueso, y Floripa le dijo a don Gonzalo:

—Razón tiene de darse por muerto, si a Venus le parece tan mal como a mí. Sonó la belicosa señal, y entró por cuarto pretendiente el Príncipe de Condè, vestido a lo francés de finísima escarlata, bordado de recamados de oro, penacho de doradas plumas, librea de raso encarnado, con guarniciones de plata; y dado el mote, decía así:

Si Venus sabe de amor,

no puede el mío dudar

el premio que le han de dar.

—¡Qué arrogante mote! —dijo don Gonzalo.

Respondió Floripa:

—No os espantéis, que es propio de franceses el ser arrogantes.

Sonaron los clarines y entró por último pretendiente Laureano, vestido de tela rica de color de nácar, librea de espolín de oro verde, plumas y rosas del caballo de todas colores. Habíale encargado Alfredo en secreto que se aventajara a todos cuanto le fuera posible. Era Laureano gran jinete, experto en la guerra y fuerte de piernas; confiado en su mucha valentía, quiso dar gusto a su dueño y arremetiendo el caballo desde el principio de la entrada hasta llegar al balcón, le hizo arrodillar con tan impetuosa violencia que entendieron todos que había caído; y levantándose con diestra ligereza, causó tan general alboroto que se oyó en confusas voces: «¡Viva Módena!». Y dado el mote, decía así:

Amando sin pretender,

aunque a Venus reverencio,

hoy respeta mi silencio

lo que no he de merecer.

—Lo que tienen los demás de arrogantes —dijo don Gonzalo—, tiene el Duque de poco confiado.

—Ha querido —respondió Floripa— juntar a un tiempo el valor y la discreción, que siempre es la desconfianza propia de los discretos. Y prometo que su privado y él me han parecido los mejores. ¡Quiera el Cielo que yo acierte esta elección!

—Si ha de ser a gusto de su Alteza —dijo don Gonzalo—, no hay que temer, que yo la tengo por tan prudente que estimará el que fuere mejor.

Pasados los motes, corrieron los príncipes muchas parejas, por mostrar su airoso despejo, y Laureano llevó tantas ventajas que casi los dejó corridos, por llevarle tan generales aplausos en las repetidas alabanzas. Después, subieron a una ventana que les tenían prevenida para ver los toros; y entrando algunos de los grandes y otros caballeros a rejonear, tuvo Alfredo lugar de mostrar su mucho valor. Mandóles a los lacayos que acosaran los indómitos brutos, llevándolos hacia el balcón de Venus y esperando a lograr la suerte. Fue la suya tan grande que cinco toros que llegaron adonde estaba, heridos por la nuca al golpe de su diestro brazo, los condenó a la muerte del primer golpe, oyendo en varias voces: «¡Víctor, Laureano!» Y mirando al balcón para ofrecer la victoria, mereció que Venus le correspondiera a la cortesía que le hizo con otra, que ella y dos damas que la asistían le hicieron.

Pasados los toros, se dio fin a la fiesta entrando en la plaza un carro triunfante en que venían cuatro gigantes que traían un castillo en los hombros. Y parando en medio de la plaza, dándole lumbre por de dentro, despidió de sí diversa variedad de encendidos fuegos, de ruedas, bombas y voladores cohetes que, subiendo a la región del aire, volvían a la tierra en espesas y lustrosas campanillas. Y mientras pasaba el espeso humo, sonaron cerca de la ventana de los príncipes muchos y acordes instrumentos cantando a coros, mientras se les dio una suntuosa colación que estaba prevenida.

Quedó Floripa tan contenta de la buena disposición de la fiesta que le dio a don Gonzalo las gracias, advirtiéndole que otro día se había de representar la comedia que estaba prevenida. Acompañaron los grandes a los príncipes, y llegados a sus posadas, les dio a entender don Gonzalo que el día siguiente había comedia y sarao en palacio.

Llegada la hora de la prevenida fiesta, fueron a gozar de la prenda que deseaban ver. Tomaron el asiento cerca del estrado de Floripa y descubierto un teatro con muchas y bien dispuestas apariencias, se representó la Fábula de Venus y Cupido en los jardines de Chipre. Acabada la representación, se corrió un dosel y apareció un carro de música, dando principio a la sonora armonía. Llegaron algunos de los grandes a galantear a las damas. Alfredo, a imitación suya, se arrodilló en la presencia de Venus, diciéndole:

—Perdonad, señora, mi atrevimiento, que vuestra rara belleza tiene la culpa de que yo me atreva a suplicaros os deis por servida de mi deseo. Advirtiendo, aunque soy vasallo, si mereciera vuestros favores, que pudiera ser que os viérades en tanta grandeza que no tuvieráis que envidiar en la de la princesa.

Respondióle:

—Sospechosa me deja oír esas razones. Si queréis que estime vuestro cuidado, declaraos, y no me tengáis dudosa.

Díjole Alfredo:

—Sí, y quisiera estar en parte menos pública. —No quede por eso —dijo Venus—. Esperad esta noche a que os busquen de mi parte y venid con la persona que os buscare. Estimóle el favor con demostraciones de tanto gusto que Floripa reparó en ver tan divertida a su hija que le dio cuidado, temerosa de verla inclinada a quien no era digno de darle la mano. Acabada la fiesta, se despidieron todos y quedando solas, la preguntó:

—¿Qué te decía el privado del Duque?

Respondióle refiriendo lo que le había pasado, y estaba determinada a saber quién era, sin darse a conocer. Mandó Floripa llamar a don Gonzalo y venido, le dijo la sospecha que tenía y que fuera a traer a Laureano y le entrara en el jardín, por que Venus averiguara lo que deseaba. Fue a obedecerla y venidos al jardín, avisó de que ya estaba allí. Mandáronle que le hiciera llegar y se retirara. Hízolo y venido Alfredo a la reja, le dijo:

—¿Venís ya, señor Laureano? Estáis en parte donde podéis hablar, y sacarme de la duda en que me habéis puesto.

Determinóse Alfredo a decirle quién era, y la causa de venir encubierto.

—Admirada estoy —dijo Venus—de que os paguéis de una criada, despreciando tanta grandeza, pues la vuestra pide igual casamiento. Y no me habéis de dar la mano.

—¡Engañada estáis en eso —le dijo el rendido amante—, que sólo es grande para mí la que reina en mi pecho! Y os juro, si merezco vuestro amor, quedaréis Duquesa de Módena.

Estimóle la contenta dama el ofrecimiento, asegurándole no quedaría por ella el ser dichosa. Con esto, se despidieron, quedando concertado que todas las noches acudiría a la reja y que don Gonzalo le buscaría para acompañarle. Estuvo Floripa encubierta, escuchando la conversación, y contenta, le dijo a Venus:

—Dime la verdad, ¿qué te parece el Duque?

Respondióle:

—Que si dice verdad, no será otro mi esposo. Fácil será el saberlo, si vuestra Alteza gusta de que yo viva contenta.

—Yo gusto —respondió la contenta madre— de todo lo que tú gustares. Mañana diré a don Gonzalo que despache a Módena un criado de satisfacción para que traiga un retrato suyo, pues es tan despacio y tengo lugar de saber la verdad. Aunque no me persuado a que será engaño lo que dice, pues para casarse contigo, creyendo que eres una dama de mi palacio, no era menester más de ser deudo y privado de Alfredo.

Estaba Eufrasia delante y puesta de rodillas, dijo a Venus:

—Señora mía, si mi amor merece premio, suplico a vuestra Alteza que, pues tiene dos Alfredos, que me dé el uno.

Rióse la Duquesa del donaire, diciéndola:

—Yo te prometo de casarte con Laureano, pues, sabida la verdad, no hay duda de que está enamorado de ti, según el mote que dio en las fiestas.

Otro día se despachó por la posta el secretario, encargándole la brevedad. Partió a toda prisa y llegado a la Corte, se fue a palacio. Pidió a un criado que, pues no estaba allí el Duque, se sirviera de enseñarle el palacio, que le pagaría lo que le pidiera. Parecióle hombre de porte y llevándole consigo, le enseñó todo lo que deseaba ver. Y entrándole a una galería adonde estaban los ilustres ascendientes de la casa de Módena, le fue enseñando dos retratos, diciéndole quién era cada uno.

Y llegando al retrato de Alfredo, le dijo: «Este es su Alteza». Satisfecho el astuto mensajero, le dijo:

—Mucho estimaré llevar a mi tierra una copia.

—Fácil será —dijo el que le enseñaba—. Si vuesa merced no sabe la tierra, yo le llevaré a casa de un pintor.

Aceptó, prometiendo satisfacer la merced. Con esto, se fueron, y llegados a casa del maestro, compró un lienzo de medio cuerpo tan parecido a su dueño que, llegado a la presencia de don Gonzalo, quedó admirado de la viva semejanza.

Fue a dar el retrato, pidiendo albricias de que era cierto lo que había dicho el Duque. Díjole Floripa que hicieran notorio a los pretendientes que estaba determinada a dar fin a su pretensión. Vinieron todos, y fueron recibidos de la prudente madre con demostración de mucha voluntad, diciéndoles:

—Ya vuestras Altezas saben el intento que tuve de que vinieran a mi Corte para inclinar el corazón de Venus a que tome estado. Cada uno de por sí es de tan altos méritos que, a ser mía la elección, quedara indeterminable. Casarla a disgusto es rigor, y pues ha de ser uno sólo el escogido, será preciso que sea el que ella escogiere. Háme dicho que ya tiene hecha elección.

Respondieron:

—Todos quedaremos contentos de su voluntad, pues el dichoso vivirá contento con saber que es amado.

—Responda ella por mí —dijo Floripa—.

—Yo, señora —respondió Venus—, estoy inclinada al Duque de Módena, por estar satisfecha de que me ama por lo que merezco, sin aspirar a la grandeza de mi estado.

—¿Cómo será posible —respondieron los príncipes— que vuestra Alteza conozca más amor en el Duque que en los demás, pues todos la habemos servido con igual deseo de merecerla? ¡Agravio sería para todos darle ventajas de más firme amante!

—No será agravio —dijo Venus—, pues tengo hecha la experiencia. Yo supliqué a mi madre que me permitiera estar encubierta, pues no me había visto nadie, para conocer quién se inclinaba a quererme por lo que merezco. Y pues el Duque me ha servido creyendo era Eufrasia, dama de mi palacio, aunque vino encubierto en nombre de Laureano, privado suyo, temiendo que yo no le pareciera bien, disculpado está del engaño, pues yo he querido asegurar mi pecho del amor de mi esposo.

Quedaron corridos de que se conociera su codicia, y admirados de la discreción de Venus. Y para enmendar el desaire, se ofrecieron a celebrar con nuevas fiestas el desposorio. Diéronle el dichoso parabién y loco de contento, apenas acertaba a responder. Y dando la mano a su amada esposa, pidió Laureano en premio de su lealtad le dieran a Eufrasia. Túvolo Floripa por bien y pasadas las renovadas alegrías, se volvieron todos a sus tierras. Y Alfredo vivió casado con su amada Venus largos años, dándole el cielo en dichosa sucesión ilustres descendientes.

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Navidades de Madrid y noches entretenidas Copyright © 2021 por Mariana de Carvajal y Saavedra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional, excepto cuando se especifiquen otros términos.

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